la fusilería barrió del mejor de los mundos unos nueve ó diez mil bribones que inficionaban su superficie; y finalmente la bayoneta fué la razon suficiente de la muerte de otros quantos miles. Todo ello podia sumar cosa de treinta millares. Durante esta heroica carnicería, Candido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que supo.
Miéntras que hacian cantar un Te Deum ámbos reyes cada uno en su campo, se resolvió nuestro héroe á ir á discurrir á otra parte sobre las causas y los efectos. Pasó por encima de muertos y moribundos hacinados, y llegó á un lugar inmediato que estaba hecho cenizas; y era un lugar abaro que conforme á las leyes de derecho público habian incendiado los Bulgaros: aquí, unos ancianos acribillados de heridas contemplaban exhalar el alma á sus esposas degolladas; mas allá, daban el postrer suspiro vírgenes pasadas á cuchillo despues de haber saciado los deseos naturales de algunos héroes; otras medio tostadas clamaban por que las acabaran de matar; la tierra estaba sembrada de sesos al lado de brazos y piernas cortadas.
Huyóse á toda priesa Candido á otra aldea que pertenecia á los Bulgaros, y que habia sido igualmente tratada por los héroes abaros. Al fin caminando sin cesar por cima de miembros palpitantes, ó atravesando ruinas, salió al cabo fuera del teatro de la guerra, con algunas cortas provisiones en la mochila, y sin olvidarse un punto de su Cunegunda. Al llegar á Holanda se le acabáron las provisiones; mas habiendo oido decir que la gente era muy rica en este pais, y que eran cristianos, no le quedó duda de que le darian tan buen trato como el que en la quinta del señor baron le habian dado, ántes de haberle echado á patadas á causa de los buenos ojos de Cunegunda la baronesita.
Pidió limosna á muchos sugetos graves que todos le dixéron que si seguia en aquel oficio, le encerrarian en una casa de correccion, para enseñarle á vivir sin trabajar. Dirigióse luego á un hombre que acababa de hablar una hora seguida en una crecida asamblea sobre la caridad, y el orador, mirándole de reojo, le dixo: ¿A qué vienes aquí? ¿estás por la buena causa? No hay efecto sin causa, respondió modestamente Candido; todo está encadenado por necesidad, y ordenado para lo mejor: ha sido necesario que me echaran de casa de la baronesita Cunegunda, y que pasara baquetas, y es necesario que mendigue el pan hasta que le pueda ganar; nada de esto podia ménos de suceder. Amiguito, le dixo el orador, ¿crees que el papa es el ante-cristo? Nunca lo habia oido, respondió Candido; pero, séalo ó no lo sea, yo no tengo pan que comer. Ni lo mereces, replicó el otro; anda, bribon, anda, miserable, y que no te vuelva yo á ver en mi vida. Asomóse en esto á la ventana la muger del ministro, y viendo á uno que dudaba de que el papa fuera el ante-cristo, le tiró á la cabeza un vaso lleno de… ¡O cielos, á qué excesos se entregan las damas por zelo de la religion!
Uno que no habia sido bautizado, un buen anabantista, llamado Santiago, testigo de la crueldad y la ignominia con que trataban á uno de sus hermanos, á un ser bípedo y sin plumas, que tenia alma, se le llevó á su casa, le limpió, le dió pan y cerbeza, y dos florines, y ademas quiso enseñarle á trabajar en su fábrica de texidos de Persia, que se hacen en Holanda. Candido, arrodillándose casi á sus plantas, clamaba: Bien decia el maestro Panglós, que todo estaba perfectamente en este mundo; porque infinitamente mas me enternece la mucha generosidad de vm., que lo que me enojó la inhumanidad de aquel señor de capa negra, y de su señora muger.
Yendo al otro dia de pasco se encontró con un pordiosero, cubierto de lepra, los ojos casi ciegos, carcomida la punta de la nariz, la boca tuerta, ennegrecídos los dientes, y el habla gangosa, atormentado de una violenta tos, y que á cada esfuerzo escupia una muela.
CAPITULO IV
De qué modo encontró Candido á su maestro de filosofía, el doctor Panglós, y de lo que le aconteció.
Mas que á horror movido á compasion Candido le dió á este horroroso pordiosero los dos florines que de su honrado anabautista Santiago habia recibido. Miróle de hito en hito la fantasma, y vertiendo lágrimas se le colgó al cuello. Zafóse Candido asustado, y el miserable dixo al otro miserable: ¡Ay! ¿con que no conoces á tu amado maestro Panglós? ¿Qué oygo? ¡vm., mi amado maestro! ¡vm. en tan horrible estado! ¿Pues qué desdicha le ha sucedido? ¿porqué no está en la mas hermosa de las granjas? ¿qué se ha hecho la señorita Cunegunda, la perla de las doncellas, la obra maestra de la naturaleza? No puedo alentar, dixo Panglós. Llevóle sin tardanza Candido al pajar del anabautista, le dió un mendrugo de pan; y quando hubo cobrado aliento Panglós, le preguntó: ¿Qué es de Cunegunda? Es muerta, respondió el otro. Desmayóse Candido al oirlo, y su amigo le volvió á la vida con un poco de vinagre malo que encontró acaso en el pajar. Abrió Candido los ojos, y exclamó: ¡Cunegunda muerta! Ha perfectísimo entre los mundos, ¿adonde estás? ¿y de qué enfermedad ha muerto? ¿ha sido por ventura de la pesadumbre de verme echar á patadas de la soberbia quinta de su padre? No por cierto, dixo Panglós, sino de que unos soldados bulgaros le sacáron las tripas, despues que la hubiéron violado hasta mas no poder, habiendo roto la mollera al señor baron que la quiso defender. La señora baronesa fué hecha pedazos, mi pobre alumno tratado lo mismo que su hermana, y en la granja no ha quedado piedra sobre piedra, ni troxes, ni siquiera un carnero, ni una gallina, ni un árbol; pero bien nos han vengado, porque lo mismo han hecho los Abaros en una baronía inmediata que era de un señor bulgaro.
Desmayóse otra vez Candido al oir este lamentable cuento; pero vuelto en sí, y habiendo dicho quanto tenia que decir, se informó de la causa y efecto, y de la razon suficiente que en tan lastimosa situacion á Panglós habia puesto. ¡Ay! dixo el otro, el amor ha sido; el amor, el consolador del humano linage, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el blando amor. Ha, dixo Candido, yo tambien he conocido á ese amor, á ese árbitro de los corazones, á esa alma de nuestra alma, que nunca me ha valido mas que un beso y veinte patadas en el trasero. ¿Cómo tan bella causa ha podido producir en vm. tan abominables efectos? Respondióle Panglós en los términos siguientes: Ya conociste, amado Candido, á Paquita, aquella linda doncella de nuestra ilustre baronesa; pues en sus brazos gocé los contentos celestiales, que han producido los infernales tormentos que ves que me consumen: estaba podrida, y acaso ha muerto. Paquita debió este don á un Franciscano instruidísimo, que había averiguado el orígen de su achaque, porque se le habia dado una condesa vieja, la qual le habia recibido de un capitan de caballería, que le hubo de una marquesa, á quien se le dió un page, que le cogió de un jesuita, el qual, siendo novicio, le habia recibido en línea recta de uno de los compañeros de Cristobal Colon. Yo por mi no se le daré á nadie, porque me voy á morir luego.
¡O Panglós, exclamó Candido, qué raro árbol de genealogía es ese! ¿fué acaso el diablo su primer tronco? No por cierto, replicó aquel varon eminente, que era indispensable cosa y necesario ingrediente del mas excelente de los mundos; porque si no hubieran pegado á Colon en una isla de América este mal que envenena el manantial de la generacion, y que á veces estorba la misma generacion, y manifiestamente se opone al principal blanco de naturaleza, no tuviéramos ni chocolate ni cochinilla; y se ha de notar que hasta el dia de hoy es peculiar de nosotros esta dolencia en este continente, no ménos que la teología escolástica. Todavía no se ha introducido en la Turquía, en la India, en la Persia, en la China, en Sian, ni en el Japon; pero razon hay suficiente para que la padezcan dentro de algunos siglos. Miéntras tanto es bendicion de Dios lo que entre nosotros prospera, con particularidad en los exércitos numerosos, que constan de honrados ganapanes muy bien educados, los quales deciden la suerte de los estados, y donde se puede afirmar con certeza, que quando pelean treinta mil hombres en campal batalla contra un exército igualmente numeroso, hay cerca de veinte mil galicosos por una y otra parte.
Portentosa cosa es esa, dixo Candido, pero es preciso tratar de curaros. ¿Y cómo me he de curar, amiguito, dixo Panglós, si no tengo un ochavo; y en todo este vasto globo á nadie sangran, ni le administran una lavativa, sin que pague ó que alguien pague por él?
Estas últimas razones determináron á Candido á irse á echar á los piés de su caritativo anabautista Santiago, á quien pintó tan tiernamente la situacion á que se vía reducido su amigo, que no dificultó el buen hombre en hospedar al doctor Panglós, y curarle á su costa. Esta cura no costó á Panglós mas que un ojo y una oreja. Como sabia escribir y contar con perfeccion, le hizo el anabautista su tenedor de libros. Viéndose precisado á cabo de dos meses á ir á Lisboa para