Liliput!—exclamó—. żQuién se acuerda de ese nombre? Pertenece á la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput á los miles de seres que nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.
Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:
–Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de un Hombre-Montańa. Ahora son los Hombres-Montańas los que deben asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.
Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.
–Pero żhan venido aquí otros hombres después de Gulliver?
–Algunos—contestó el sabio—. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fué hace muchos ańos, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, á lo que los Hombres-Montańas llaman dos siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un período tan largo; cuántos habrán venido á visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa…. Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montańas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron á esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él una demencia destructiva, mató á varios miles de los nuestros, nos causó otros dańos, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montańa que apareciese en nuestras costas.
Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas palabras.
–Entonces, żdebo morir?—preguntó con franca inquietud.
–No, usted es otra cosa—dijo el profesor—; usted es un gentleman, y su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado, han sido la causa de que le perdonemos la vida … por el momento.
Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país. La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia á los pocos minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo á las pocas horas. Los aparatos voladores del ejército salían á su encuentro una vez cerrada la noche. El Hombre-Montańa pudo vagar á lo largo de la costa sin tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereńos se habían metido tierra adentro por orden superior.
Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El manotazo á la primera máquina volante que le había explorado con sus luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa, aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.
Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muńecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.
–Es verdaderamente extraordinario—continuó el profesor—que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría á que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuído, en la medida de mi influencia, á conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montańas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.
Gillespie no ocultó su extrańeza ante tan repetida afirmación.
–żY cómo llegaron ustedes á conocer que soy un gentleman?—preguntó, sonriendo.
–Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido á un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación á la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado á la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias á mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla á un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior á nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montańas para marcar el paso del tiempo, y que haría reir por su rudeza á cualquier nińo de nuestras escuelas.
También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo á nuestras costas. He examinado todo lo que hay en él; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor á humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montańas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bańarse todos los días, żno es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.
Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:
–Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado á dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman-Montańa ha pasado por una universidad. En nuestro país, sólo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente á la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.
Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían