Blasco Ibáñez Vicente

El préstamo de la difunta


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señora?—dijo—. ¿Qué desea de mí?…

      La mujer permaneció muda, y sus ojos redondos, de un ardor obscuro, le miraron fijamente. Al entrar en su casucha cerró la puerta, y la difunta, siempre con su niño de la mano, se filtró á través de las maderas.

      Dormía Rosalindo en una pieza grande con siete compañeros más, pero aquella hembra dolorosa, como venía del otro mundo y todos los seres de allá dan poca importancia á las preocupaciones morales de la tierra, se metió entre tantos hombres, sin vacilación, permaneciendo erguida junto á la cama de Ovejero.

      Cada vez que éste abría los ojos la encontraba frente á él, inmóvil, rígida, mirándole con sus pupilas ardientes y fijas, no alteradas por el más leve parpadeo.

      A la mañana siguiente, el gaucho creyó haber atinado con la explicación de este encuentro. La pobre difunta había venido indudablemente á darle las gracias por los enormes réditos con que había acompañado la devolución del préstamo. Si permanecía muda y con aquellos ojos que infundían espanto, era porque las almas en pena no pueden mirar de distinto modo.

      Afirmado en esta creencia, no experimentó sorpresa alguna cuando, en la noche siguiente, al regresar ebrio de su cafetín, tropezó con la enlutada y su niño cerca de la casa.

      Por segunda vez se quitó el sombrero, gangueando sus palabras con una amabilidad de borracho.

      –No tiene usted nada que agradecerme, señora. La palabra es palabra, y lo que siento es no haber podido enviarle más para que la digan misas. El año que viene, cuando algún amigo mío vaya para allá, tal vez le haga otra remesa.

      Pero la mujer parecía no oírle y continuó fijando en él sus ojos inmóviles, mientras la cara del niño—una cara de muerto—se agitaba con el temblor de un llanto sin lágrimas y sin ruido.... Y la difunta le acompañó otra vez hasta su cama, manteniéndose inmóvil junto á ella, y desapareciendo únicamente con las primeras luces del amanecer.

      Este encuentro se fué repitiendo varias noches. Rosalindo bebía cada vez más, viendo en el alcohol un medio seguro de sumirse en el sueño y evitar tales visiones; pero contra su opinión, las visitas de la difunta se hacían más largas así como él aumentaba su embriaguez. Algunas veces, hasta en pleno sol, cuando trabajaba en el arranque de las rocas de salitre, la difunta surgía frente á él durante sus minutos de descanso. En vano le dirigía preguntas. La enlutada era muda y únicamente sabía mirarle con sus pupilas redondas y severas, mientras el niño continuaba su eterno llanto sin humedad y sin eco.

      «Hay en este asunto algo que no comprendo—pensaba Rosalindo—. ¿No le habrá entregado aquel amigazo el dinero que le di?»

      Se dedicó á averiguar el paradero de su compatriota. Pensó por un momento si se habría quedado con los pesos que le entregó para la muerta; pero inmediatamente repelió tal sospecha. Su camarada, aunque algo bandido y de perversas costumbres, era muy temeroso de Dios é incapaz de ponerse en mala situación con las ánimas del Purgatorio, á las que tenía gran respeto y no menos miedo.

      Al fin, un vagabundo que iba de boliche en boliche por las diversas salitreras para robar con sus malas artes de jugador el dinero de los trabajadores, le dió noticias sobre el desaparecido, después de repasar los recuerdos de su propia vida complicada y aventurera. A su amigo lo habían matado meses antes en un despacho de bebidas cerca de la Cordillera, cuando se dirigía desde Cobija á tomar el camino de la Puna. La cuchillada mortal había sido por cuestiones de juego.

      El gaucho, que no quería dudar de que la difunta hubiese recibido su préstamo con todos los intereses, quedó aterrado al recibir esta noticia. Empezó á calcular los meses transcurridos desde que dejó su recibo en la tumba del desierto. Hizo un gesto de satisfacción, como si acabase de resolver un problema difícil, al convencerse de que iba transcurrido más de un año, plazo que él mismo fijó en su papel. La difunta tenía derecho á reclamar. Ahora comprendía sus ojos severos fijos en él y la expresión dolorosa de aquella carita de muerto, que lloraba y lloraba con el tormento de un hambre del otro mundo, por faltarle el sustento de las misas.... ¡Y él, que despilfarraba sus jornales en bebidas y otros vicios menos confesables, estaba retardando la salvación de estos dos seres infelices al no devolverles un dinero que necesitaban para la salud de su alma!…

      Deseó que llegase pronto la noche y se le apareciese la difunta para darle sus explicaciones de deudor honrado. Pero por lo mismo que su deseo era vehemente, no pudo encontrarla en las cercanías de su casucha por más vueltas que dió en torno de ella, y eso que en la presente noche, para evitar palabras confusas y tergiversaciones en el negocio, había bebido muy poco. Fué cerca de la madrugada cuando Ovejero, que había conseguido dormirse, la vió al abrir sus ojos.

      –Señora, la falta no es mía; es de un amigo que se ha dejado matar, perdiendo mi dinero. Pero yo pagaré. Voy á buscar alguien que se encargue de devolver el préstamo, aunque tenga que costearle los gastos de viaje. Además aumentaré los intereses....

      No pudo seguir hablando. La difunta desapareció con su niño, como si la hubiesen tranquilizado estas promesas. Huía tal vez igualmente de los gritos y blasfemias de los otros obreros, que habían sido despertados por Rosalindo al hablar en voz alta. Estaban irritados contra el salteño porque todas las noches mostraba predilección en su borrachera por conversar con una mujer invisible. Y esta noche, en vez de hablar buenamente, había dado gritos. Todos ellos empezaron á tener por loco á su camarada.

      En mucho tiempo no volvió Ovejero á encontrarse con su acreedora. Esta ausencia le parecía natural. Las almas del otro mundo no necesitan esforzarse para conocer lo que hacen los vivos, y ella sabía que su deudor se ocupaba en devolverle el préstamo.

      Trabajó horas extraordinarias, bebió menos, fué reuniendo economías, pues deseaba hacerse perdonar con su generosidad el retraso en el pago de la deuda. Al mismo tiempo buscaba un hombre que se encargase de ir á depositar la cantidad sobre la tumba del desierto.

      Por más averiguaciones que hizo en los diversos campamentos salitreros y por más que escribió á los camaradas que tenía en otros puertos del Pacífico, no pudo encontrar un viajero que se propusiera volver al Norte de la Argentina siguiendo el desierto de Atacama.

      «Tendré que enviar un hombre á mis expensas—pensó—. Esto será caro, pero no importa; lo principal es dormir con tranquilidad y que no se me aparezca la pobre difunta llevando el niño de la mano....»

      ¡Ay, el niño, con su llanto silencioso y su carita de muerto!… Este era el que le aterraba más en la lúgubre visión. La mujer le infundía respeto, pero no miedo; mientras que solamente al recordar el llanto extraño del hijo, sentía correr un espeluznamiento da pavor por todo su cuerpo. Era necesario redoblar su trabajo para reunir el dinero y encontrar á un hombre que lo llevase hasta la tumba....

      Y este hombre lo encontró al fin.

      IV

      Era un chileno viejo llamado señor Juanito; pero las gentes del país, siempre predispuestas á cortar las palabras, sólo dejaban dos letras del tratamiento respetuoso á que su edad le daba derecho, llamándole ño Juanito.

      Siempre que abría su boca dejaba sumido á Ovejero en una resignada humildad. Su admiración por el viejo era tan grande, que consideró detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la difunta Correa. Un hombre de sus méritos sólo necesitaba unas cuantas explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro extremo del planeta.

      Había vivido en la perpetua manía ambulatoria de algunos «rotos» chilenos, que llevan de la infancia á la muerte una existencia vagabunda. Deleitaba á Rosalindo contándole sus andanzas en el Japón, su vida de marinero á bordo de la flota turca y sus expediciones siendo niño á la California, en compañía de su padre, cuando la fiebre del oro arrastraba allá á gentes de todos los países. ¡Lo que podía importarle á un hombre de su temple lanzarse por la Puna de Atacama, hasta dar con la tumba de la difunta Correa!… Cosas más difíciles tenía en su historia, y no iba á ser la primera ni la décima vez que atravesase los Andes, pues lo había hecho hasta en pleno invierno, cuando los senderos