Blasco Ibáñez Vicente

Los cuatro jinetes del apocalipsis


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cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más ó menos del tamaño de mis estancias. ¿No es así?…

      El francés aprobaba… Las tierras de Madariaga eran superiores á muchos principados. Esto ponía de buen humor al estanciero.

      –Entonces no sería un disparate que un día me proclamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga primero!… Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo… Es una vaca floja.

      La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pecuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba á la capital, pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una corbata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guardase cierta regularidad.

      Un día había entrado en el despacho del negociante más rico de la capital.

      –Señor, sé que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita.

      El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Podía entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa maliciosa del rústico, sintió curiosidad.

      –¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?

      –Unos treinta mil, señor.

      No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.

      –Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.

      –Para servir á Dios y á usted.

      Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.

      En el antedespacho de los gerentes de Banco, los ordenanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, dudando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba adentro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía, á guisa de saludo: «Vengo á que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y quisiera comprar una puntita de hacienda para engordarla.»

      Su carácter desigual y contradictorio gravitaba sobre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras palabras.

      –Déjese de historias, amigo—gritaba, como si fuese á pegarle—. Bajo el sombraje hay una res desollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir su viaje… ¡Pero nada de cuentos!

      Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.

      Un día se mostraba enfurecido porque un peón clavaba con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma á un «conocido», en completa insolvencia: «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»

      Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al menos que dejasen la piel!… Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Falta de religión y buenas costumbres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista; y el estanciero decía sonriendo: «Así me gusta á mí la gente: honrada y que no haga mal.»

      Su vigor de incansable centauro le había servido poderosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el nuevo mundo, clarificaron la sangre indígena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope hacia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»

      El personal de la estancia comentaba el parecido fisonómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mestizo de treinta años, generalmente detestado por su carácter duro y avariento, también ofrecía una lejana semejanza con el patrón.

      Casi todos los años se presentaba con aire de misterio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y mal encarada, de relieves colgantes, llevando de la mano á un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar á solas con el dueño; y al verse frente á él, le recordaba un viaje realizado diez ó doce años antes para comprar una punta de reses.

      –¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi rancho porque el río iba crecido?

      El patrón no se acordaba de nada. Únicamente un vago instinto parecía indicarle que la mujer decía verdad. «Bueno, ¿y qué?»

      –Patrón, aquí lo tiene… Más vale que se haga hombre á su lado que en otra parte.

      Y le presentaba el pequeño mestizo. ¡Uno más y ofrecido con esta sencillez!… «Falta de religión y buenas costumbres.» Con repentina modestia, dudaba de la veracidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente suyo?… La vacilación no era, sin embargo, muy larga.

      –Por si es, ponlo con los otros.

      La madre se marchaba tranquila, viendo asegurado el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo en violencias también lo era en generosidades. Al final no le faltaría á su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.

      Estas adopciones provocaron al principio una rebeldía de Misiá Petrona, la única que se permitió en toda su existencia. Pero el centauro la impuso un silencio de terror.

      –¿Y aún te atreves á hablar, vaca floja?… ¡Una mujer que sólo ha sabido darme hembras! Vergüenza debías tener.

      La misma mano que extraía negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos á capricho, sin reparar en cantidades, llevaba colgando de la muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo, pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera.

      –Te pego porque puedo—decía como excusa al serenarse.

      Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto.

      –A mí no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos… Yo soy de Corrientes.

      El patrón quedó con el látigo en alto.

      –¿De verdad que no has nacido aquí?… Entonces tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos.

      Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus golpes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un rebaño de miles de reses para saber su número con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía apartar varios animales. Había descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las marrullerías y artificios de los vendedores resultaban inútiles.

      Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido…

      –¡Qué hacer!—decía Madariaga con resignación—. Sin tales desgracias, esta tierra sería un paraíso… Ahora lo que importa es saber salvar los cueros.

      Echaba