eso lo sé; yo he navegado algo…—dijo Ojeda—. Pero más que el buque me interesa los que van en él. Usted, en su calidad de duende, debe conocerlos a todos.
Isidro levantó la cabeza con orgullo. ¡A todos, sí señor! No había en el barco pasajero mejor relacionado que él. Por las mañanas abordaba a los primeros que subían a la cubierta. «Buenos días, señor. ¿Qué tal la noche?» Había gentes afectuosas que le contestaban con agradecimiento, entablando amistosa conversación, como si se conociesen de larga fecha; otros, recelosos y huraños, respondían con gruñidos o continuaban su paseo. Las familias argentinas habían acogido al principio su desbordante familiaridad con una extrañeza altiva. ¡Viajan tantos aventureros hacia su país!… Pero al notar que no era gringo, sino gallego puro, se ablandaban, mostrándose más comunicativas, como si encontrasen algo en él que les hacía recordar a sus ascendientes. Algunas niñas hasta le habían preguntado si era amigo del rey y en qué época del año se daban los bailes de corte… Con los que no podían entenderles se expresaba en fuerza de cortesías y guiños, que provocaban risas comunicativas. Las artistas de opereta prorrumpían, al verlo, en carcajadas y frases incomprensibles.
–Aunque parezca inmodestia, debo declarar que aquí he caído de pie. Soy de lo más simpático a estas gentes; si presentase mi candidatura para algo, ni uno sólo me negaría el voto. Todos amigos… ¡Y qué mezcla! Vienen ricos de fortuna indiscutible, como ese doctor y su inmensa tribu que hicieron el viaje con nosotros desde Madrid; la viuda de Moruzaga, otra argentina, con sus cinco hijas, unas niñas modositas y simpáticas que recitan monólogos en francés, se entienden entre ellas en inglés, y a veces, por condescendencia, hablan conmigo en castellano; y con ellos otros propietarios de menos brillo, pero igualmente sólidos, que vuelven a sus estancias del interior. ¡Gentes interesantes y buenas! Yo las venero. Si pusieran de dos en dos sus vacas y ovejas, de seguro que llegarían de aquí a Buenos Aires; si colocasen en fila las gavillas de trigo que cosechan al año, podría formarse con ellas un cinturón que abarcase el globo terráqueo.
Ojeda acogía con sonrisas estas hipérboles, y su amigo pareció amoscarse.
–Sí señor; así es, y no rebajo nada. Da orgullo tener amigos como éstos… Viene también un archimillonario, un gringo, que es rey de no sé qué; creo que del carbón en el puerto de Buenos Aires, o del lino, o del maíz; no lo recuerdo. Los demás ricos se alejan de él porque no es de su clase, porque aún queda memoria de cuando iba con zapatones de clavos y comía, polenta en las tabernas del muelle. Es un fundador de dinastía; un Bonaparte que lucha por hacerse reconocer de las otras familias reales, ennoblecidas por la tradición. Sus nietos serán gentes distinguidas, pero él paga su triunfo aguantando murmuraciones y desprecios. Me alegro de que lo traten mal. ¡Hombre más orgulloso! Apenas me contesta cuando lo saludo; parece que tenga miedo de que le pida algo. Su mujer, más joven que él, es una especie de cocinera frescachona, en la que usted seguramente se habrá fijado. Yo creo que no se despoja ni para dormir del uniforme de su riqueza: a las siete de la mañana ya está en la cubierta con un collar de perlas, tamañas como huevos de gorrión, y tan escandalosamente llamativas que cualquiera, a no conocer su fortuna, las creería falsas… Y para completar la cuadrilla de los ricos, vienen tres compatriotas nuestros, dos de Buenos Aires y uno de Montevideo, antiguos tenderos que llevan cuarenta años en América… Excelentes personas; honradotes, campechanos y un poco burdos. Me regalan buenos consejos, no me prestarían cinco duros si se los pidiese, y dejan que pague yo cuando tomamos algo. Se los presentaré un día de éstos. Empiezan invariablemente sus sermones morales de un modo que inspira entusiasmo. «Ustedes los periodistas, que son medio locos…» «Usted, que no hará nada en América porque es hombre de pluma…» Y todos ellos convienen en que para hacer camino hay que haberse educado detrás de un mostrador, iniciándose en el sublime arte de vender por cincuenta lo que vale diez, gastando sólo dos de los cuarenta de ganancia.
Reflexionó Maltrana un buen rato para reunir sus recuerdos.
–Y de los ricos de América creo haber terminado la lista. Pero aún viene gente más interesante. Un obispo italiano que viaja a expensas de una familia acomodada. Son gentes establecidas de antiguo en un barrio de allá que llaman la Boca. Lo traen a todo gasto, para enseñarlo a sus amigos y conocidos y decirles: «No crean que somos cualquiera cosa en nuestro país. Miren este Monseñor, que es pariente nuestro». Y lo rodean con veneración, como si fuese la bandera de la familia; lo llevan del brazo, «Monseñor, por aquí», «Monseñor, por allá»; y el pobre jornalero eclesiástico llegado a obispo parece un sonámbulo, aturdido por tantos cuidados y honores. Yo creo que le obligan todas las noches a que se ponga la cruz de oro sobre el pecho para entrar en el comedor, y si se olvida le riñen… Viene otro cura, un abate francés de barbas luengas, con aire de marino, que ha sido contratado para dar conferencias católicas en un teatro de Buenos Aires. Iniciativa de las señoras argentinas residentes en París, que desean borrar el sabor de impiedad que han dejado otros oradores viajeros. Y también tenemos un conferencista de temas sociológicos, que creo es italiano. Hay para todos los gustos… Y cinco o seis cocotas francesas, que van allá por sexta vez porque han recibido buenas noticias de la cosecha, las personas más tranquilas, calladas y modositas de a bordo; y todo el rebaño de cabras rubias y locas de la compañía de opereta; y un sinnúmero de comisionistas de modas y joyería, machos y hembras; y unas dos docenas de comerciantes alemanes establecidos en América, cuadrados, bonachones, calmosos, pero que sacan unas uñas de tigre cuando hablan de negocios… y judíos, muchos judíos. Según he leído, en el primer viaje de Colón ya se embarcaron dos en las carabelas, y desde entonces no han cesado de ir. En el Nuevo Mundo sólo hay preocupaciones de raza para el negro, y como nadie se fija en los judíos, éstos pierde el rencor que inspira la persecución y acaban por confundirse con los demás… A propósito; también viene un barquero de París, un señor condecorado, de barbas rojas y largas, que usted habrá visto por las mañanas en el paseo con las piernas envueltas en una piel y estudiando mamotretos llenos de cifras. Va al Brasil por sus negocios. Su mujer ostenta a todas horas un collar enorme de perlas; pero son menores que las de la esposa del gringo, y esto hace que las dos se miren con el rabillo del ojo apretando los labios…
Vaciló un momento para reconstituir en su memoria la lista de los ausentes.
–Hay también unos americanos del Norte, en los que habrá usted reparado por el ruido que mueven. Van afeitados, con pantalones anchos y un botón en la solapa, insignia de no sé que Sociedad de su país. A todas horas destapan champaña en el fumadero; piden la caja de cigarros, y meten la mano para abarcar muchos de una vez, cantan a gritos y son el tormento de los músicos, pues siempre están exigiendo que toquen: ¡Miusic! ¡Miusic!… Viene también sola una dama yanqui, alta, buena moza. Su marido la espera en Río Janeiro; tiene no sé qué negocios en el interior del Brasil… Y varias muchachas alemanas que van a casarse a América sin conocer a sus novios. El matrimonio, según parece, se arregla por cartas y retratos. El colono o el mecánico que llega a establecerse en los pueblos de la Argentina o las selvas brasileñas, envía una carta a su pueblo: «Remítanme una muchacha de éstas y las otras condiciones. Ahí van tres mil marcos para ropa y el pasaje. Y la muchacha se embarca sin conocer al futuro esposo más que en un busto fotográfico, y su única preocupación es que al verle resulte de buena estatura… Hay también… Pero aquí, amigo Ojeda, no sé qué decir…
Pareció dudar Maltrana, y al fin añadió:
–Hay una señorita que va con sus padres, la gentil Nélida, mezcla de caracteres y sangres que desorienta al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar. Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas del Pacífico; ella nació en la Argentina, pero desde los nueve años ha vivido en Berlín. Es esa muchacha que usted habrá visto en el paseo, acompañada siempre de hombres; muy alta, esbelta, con la falda corta, tan ceñida, que no puede dar un paso sin que la tela moldee todo su cuerpo. Lleva el pelo cortado como una melena de paje, lo mismo que las cupletistas… Yo no he conocido hasta ahora pájaros de esta especie. Allá en Madrid la gente es de menos complicaciones… Tenemos también unos cuantos muchachos bien trajeados, de vaga nacionalidad, que hablan con soltura diversos idiomas. No los he calado bien. Pueden ser comisionistas de comercio que fingen aires de personaje, barones arruinados en busca de una americana rica, o ladrones elegantes como los de las