Blasco Ibáñez Vicente

Los argonautas


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creen gallego, nacido en Pontevedra, y se fundan en que en la época de su nacimiento existían familias de marineros en aquella costa llamados unos Colón y otros Fonterrosa (los dos apellidos del Almirante), y todos ellos, según parece, de origen judío. Yo doy poca importancia en la vida de un hombre al lugar de su nacimiento. Cada uno nace donde puede, donde le dejan nacer, y esto nada significa en la formación de nuestro carácter.

      –Así es. Nuestra patria verdadera está allí donde esbozamos el alma, donde aprendemos a hablar, a coordinar las ideas por medio del lenguaje y nos moldeamos en una tradición.

      –Recuerde, amigo Ojeda, los documentos que nos quedan del Almirante. No hay un solo escrito en italiano; ni la más insignificante palabra de su idioma natal se escapa en ellos; siempre usa el latín o el castellano, y al castellano le llama «nuestro romance». Él, tan aficionado a las citas literarias y los versos, nunca menciona un autor de la rica literatura italiana, que parece ignorar. Américo Vespucio, que era de Italia, saca a colación, en sus relaciones geográficas, al Dante y a Petrarca. Colón cita únicamente a los autores de la antigüedad: «el Aristóteles», Plinio, Séneca, etc., y con ellos los árabes españoles, San Isidoro, el rey Alfonso y muchos rabinos hispanos, en cuyas doctrinas parece muy versado. Este genovés ilustre, cuando escribe a Micer Nicolao Oderigo, embajador de Génova en España, le escribe en castellano, como escribía a todos, cuando no usaba el latín. Muchos años antes, al planear en Lisboa su empresa de descubierta, se dirige a Toscanelli, el anciano cosmógrafo florentino, para conocer nuevos datos de la ciencia de entonces que le afirmasen en sus propósitos. No se sabe qué dijo en la carta de petición; lo natural era recomendarse a su benevolencia como compatriota, y sin embargo, Toscanelli, el famoso «Paulo físico», cuando le contesta desde su tierra enviándole el plano geográfico que tanto le valió para los descubrimientos, da a entender que lo cree portugués y le habla del esforzado valor de los navegantes de su país… Alegan muchos, para justificar ese desconocimiento del italiano, tan extraordinario en un genovés, que Colón salió de su patria a los catorce años para no volver más. ¿Pero el idioma natal puede olvidarse tan por completo cuando se le ha hablado hasta los catorce años?…

      –A mí tampoco me apasiona el lugar de su nacimiento—dijo Ojeda—. Ya he dicho que el hombre es del país donde se forma y cuya lengua habla. Me interesa la persona más que la cuna… Pero tenemos el testimonio del mismo Colón, que no deja lugar a dudas. En sus cartas, en la institución del mayorazgo para su descendencia, en su testamento, en todo papel que escribe en los últimos años, muestra cierto interés en hacer saber que es de Génova, como si adivinase las objeciones de la posteridad sobre su origen.

      –Lo dice hartas veces—interrumpió Isidro maliciosamente—, lo repite con sobrada insistencia, para creer en su sinceridad. Exhibe la condición de ligur, pero no añade lo más mínimo sobre sus ascendientes o la parentela que indudablemente le quedaría en Italia. La única vez que menciona familia, es para dar a entender de un modo velado que bien pudiera ser pariente de los Colombos, famosos almirantes de Génova. En esta declaración ven algunos el secreto de su genovesismo. El vagabundo Colón y Fonterrosa, marino gallego, portugués, judío o lo que fuese, pudo ver grandes ventajas en este parentesco por la semejanza de apellido, y más aún si deseaba ocultar su origen en una época en que el cristianismo pegaba duro sobre los de raza hebraica y preparaba su expulsión de muchas naciones. Se ha demostrado que es puramente ilusorio este parentesco con los Colombos almirantes, y falsos también los relatos de los combates de su mocedad en las galeras genovesas frente al puerto de Lisboa, así como su milagrosa salvación sobre un madero. ¿Por qué no podría serlo igualmente el genovesismo de ese italiano que ignora su lengua y no se acuerda de cómo es su país, pues jamás lo alude para compararlo con las tierras descubiertas?…

      –Ciertamente, fue un hombre enigmático. Su vida se asemeja a esas montañas altísimas que reciben en la cumbre los rayos del sol, mientras abajo los valles y laderas están en la sombra. Sabemos de él con certeza a partir de sus cincuenta y seis años, cuando emprende el primer viaje: los ocho años anteriores pasados en la Corte de España solicitando apoyo están en la penumbra; los de su vida en Portugal aún son más inciertos, y todo el resto, hasta el nacimiento, queda envuelto en una obscuridad absoluta, que se ha prestado y se prestará a las hipótesis más diversas. Su existencia en España es un misterio. ¿Desde cuándo vivió en ella?… Los biógrafos lo hacen pasar únicamente por Andalucía y Castilla en sus tiempos de solicitante; y sin embargo, Colón, siendo viejo, contaba a Las Casas cómo le habían servido de apoyo en sus planes ciertas pláticas con Pedro Velasco, un marinero que había hecho grandes navegaciones, y al que conoció en Murcia.

      –Hay que tener en cuenta, amigo Ojeda, que en ciertos países la calidad de extranjero da gran prestigio a todo el que ofrece una idea nueva. En aquellos tiempos, los marinos genoveses eran los de más fama, los que habían llegado más lejos en sus exploraciones. Entonces no había telégrafo, ni periódicos de información, y un hombre movedizo y viajero podía cambiar fácilmente de personalidad y vivir largos años sin que nadie le reconociese. Mientras estaba abajo, no corría peligro de que la superchería fuese descubierta; y si llegaba el éxito para él, la patria que se había atribuido era la primera en enorgullecerse de este ciudadano hasta entonces ignorado… Yo no tengo empeño en sostener que Colón fuese genovés o no lo fuese: me es igual. A mí, como a usted, lo que me interesa es el hombre que por su misticismo extraño y su carácter contradictorio es como un resumen de la fusión de razas en la España medieval: un conjunto de fanatismos, ambiciones de gloria y codicias de mercader. Veo en él una mezcla de rabino avaro, moro fantaseador y guerrero romántico, ansioso de rescatar los Santos Lugares para devolver millones de almas a su Dios. Pero reconozco que, de ser cierta la hipótesis del cambio de nacionalidad, fue éste uno de los mayores aciertos de su vida.

      Isidro hacía memoria de la existencia en España de aquel aventurero, Colombo para unos, Colome para otros, pero que siempre se apellidó Colón en sus propios escritos. Conseguía alojamiento y mesa en la casa de un personaje como el contador Quitanilla, favorito de los reyes; le protegían los priores de ricos conventos; tenía pláticas con la gente de la corte, y al fin le escuchaban los monarcas, mientras España andaba revuelta en las últimas guerras con los moros, había de atender a los choques políticos en Francia e Italia, tenía poco dinero y necesitaba tiempo y reflexión para cosas más urgentes e inmediatas que buscar un nuevo camino que llevase a la «tierra de las especierías»… ¡Si se hubiese presentado como español! El mismo Almirante contaba a sus amigos cómo en los puertos de la Península había encontrado viejos marineros que navegando hacia Poniente columbraron señales indudables de nuevas tierras. En Puerto de Santa María había hablado con un «marinero tuerto» que, cuarenta años antes, en un viaje a Irlanda, alejado de esta isla por el mal tiempo, vio una gran tierra que imaginaba fuese la Tartaria. En Cádiz y en el puerto de Palos hablábase de los países desconocidos como de algo indiscutible; pero los navegantes andaluces, gallegos o levantinos, gentes rudas y humildes, se hubieran asustado ante la idea de ir a la corte para exponer su opinión. Los mismos Pinzones, que eran en su tierra notabilídades de campanario por haberse hecho ricos con los viajes a Oriente y al Norte de Europa y se mostraban tan convencidos como Colón de la posibilidad de los descubrimientos, no habrían conseguido ser escuchados al proponer la gran empresa sin profecías bíblicas y textos clásicos, basándose únicamente en su experiencia de pilotos.

      –Pienso yo ahora—interrumpió Ojeda—en la Vida del Almirante, escrita por su hijo don Fernando, el hijo bastardo, el hijo del amor, habido con una señora cordobesa cuando Colón era casi anciano, y que tal vez por eso fue mirado siempre por éste con especial predilección… A la edad de catorce años acompañó a su padre en el último viaje de descubrimiento, el más penoso de todos. Estuvo a su lado en las largas navegaciones, cuya monotonía incita a hablar; pasó con él horas de peligro, que son horas de confesión; pudo conocer mejor que nadie las obscuridades de su primera vida, antes de la celebridad, y sin embargo, al escribir los orígenes del Almirante muestra una visible incertidumbre, como si poseyese un secreto que teme hacer público. El mismo don Fernando afirma que su padre, así como fue ascendiendo en fama, tuvo empeño en «que fuese menos conocido y cierto su origen y su patria»… Reconoce que el Almirante era genovés, porque así lo afirmaba él; pero se nota en sus palabras cierto misterio.

      –Cuando