amargaba a Fernando. Viajero por amor, tendría que contemplar la felicidad ajena como los eremitas del desierto contemplaban las rosadas y fantásticas desnudeces evocadas por el Maligno. ¡Ay, quién podría darle en viviente realidad la imagen algo esfumada que latía en su recuerdo!… ¡Pasear sintiendo el dulce brazo en su brazo; soñar arriba, en la última cubierta, ocultos los dos detrás de un bote, las bocas juntas, la mirada perdida en el infinito; vivir toda una vida en tres metros de espacio, entre los tabiques de un camarote, despertando del amoroso anonadamiento con la campana del puente, que sonaba, en la inmensidad oceánica, discreta y tímida, como la otra campana monjil!… Y sumiendo Fernando su mirada en los borbotones de espuma moteados de puntos de luz que resbalaban por el flanco del navío, gimió mentalmente, con un llamamiento angustioso:
–¡Oh, Teri!… ¡Alegría de mi existencia!
Una ligera tos le hizo volver la cabeza, y vio junto a él, apoyada en la baranda, a Mrs. Power, su vecina del comedor. Un tul verde cubría la desnudez de su escote. Llevábase a la boca el cabo dorado de un cigarrillo, y un surtidor de humo partía de sus labios, tomando reflejos de iris bajo el resplandor eléctrico antes de perderse en la obscuridad.
El primer movimiento de Ojeda fue de molestia y de cólera, como el que en mitad de un ensueño dulce se ve despertado. Aborrecía a esta mujer hermosa, por su tiesura varonil; no podía soportar la mirada de sus ojos claros, de fijeza insolente, que parecían retar a un duelo a muerte.
Quiso volver la cabeza hacia el Océano, pero ella no le dio tiempo.
–¿Es la luna?—preguntó en inglés señalando una leve mancha láctea a ras del horizonte.
–Tal vez—respondió Fernando en el mismo idioma—. Pero no… Creo que la luna sale más tarde.
Y tras este cambio breve de palabras, que recordaba los diálogos incoherentes de un método para aprender lenguas, los dos se vieron súbitamente aproximados. Ojeda no supo si fue él quien avanzó por instinto, o ella con la varonil intrepidez de su raza; pero sus codos se tocaron en la barandilla y sus cabezas quedaron separadas únicamente por una pequeña lámina de atmósfera.
Mrs. Power preguntó a Fernando por su amigo, sonriendo al recordar su movilidad y el lenguaje híbrido y pintoresco con que la saludaba todas las mañanas. Un tipo interesante míster Maltrana; ¡lástima que ella no pudiese entender muchas de sus palabras!… Y el recuerdo de las dificultades de lenguaje que se sufrían a bordo le sirvió para justificar su aproximación a Ojeda. Necesitaba un amigo que conociese su idioma. Conversaba de vez en cuando con los Lowe, aquel matrimonio de compatriotas suyos; pero… Y hacía un gesto de altivez para indicar que no eran de su clase.
A la tropa de americanos ruidosos la mantenía alejada. Eran viajantes de comercio, ganaderos de las praderas, gente ordinaria. Se aburría con las señoras de otras nacionalidades que hablaban inglés. Ella había gustado siempre de la sociedad de los hombres… Luego interrumpió el curso de la conversación para preguntar a Ojeda cuánto tiempo había vivido en los Estados Unidos; y al enterarse de que nunca había estado allá, prorrumpió en una exclamación de asombro: «¡Ahó!». Se echaba atrás, como si la acabase de ofender una falta imperdonable de respeto. Pero se repuso inmediatamente de esta impresión de desagrado.
–All right! Usted me enseñará el español y yo le perfeccionaré en el inglés. Se adivina que lo aprendió en Londres. Los americanos lo hablamos mejor; eso lo sabe todo el mundo.
Y convencida de la superioridad de su país sobre todo lo existente, propuso a Fernando que fuese su amigo con igual gesto que si contratase un buen servidor para su casa. A impulsos de su franqueza dominadora, no ocultaba que se había enterado de la historia de él, así como de la de todos los que en el buque atraían su atención.
–Usted es poeta, lo sé, y yo nada tengo de poetical: se lo advierto… Mi padre sí; mi padre era alemán y muy dado a las cosas del sentimentalismo. Yo he nacido para los negocios, y ayudo a mi marido. ¡Si no fuese por mí!…
Un paseante interrumpió la conversación. Era el señor Munster, que, llevándose una mano al casquete, suplicaba humildemente:
–Señora, acuérdese de su promesa… La aguardamos en el salón para nuestra partida de bridge. Usted sólo falta para que empecemos.
Mrs. Power sonrió con una amabilidad feroz. «Luego iré.»
Y Munster, comprendiendo lo enojoso de su presencia, se retiró discretamente antes de que la dama le volviese la espalda.
Ella siguió hablando de su carácter; un carácter práctico, incompatible con la ilusión poetical. Atacaba ferozmente el odiado fantasma de la poesía, como si viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto para Ojeda. Era más alto que él y de una distinción que conquistaba el respeto de todos. Había nacido en la Quinta Avenida de Nueva York, hijo de un famoso banquero; pero la familia estaba arruinada.
–Usted, señor, es de los más distinguidos de a bordo, y por esto hablo con usted… Pero no llega ni con mucho a míster Power. Le falta algo. Usted lleva la corbata de un color y el pañuelo de otro. Mi país es el único dónde el hombre puede llamarse elegante. Míster Power no saldrá a la calle si no lleva del mismo tono la corbata, el pañuelo y los calcetines. Es lo menos que puede hacer un gentleman que se respeta.
Pero Fernando apenas escuchaba estas lecciones, expuestas con gravedad científica. Sentíase perturbado por una embriaguez ascendente, como si el vino que poco antes parecía contraerse con tristeza en su interior hiciese explosión de nuevo, avasallando sus sentidos. Fijábase en los ojos de la norteamericana, en sus pupilas líquidas y temblonas, que se destacaban del nácar de las córneas con el brillo de una luz cambiante, reflejo mixto de malicia y candidez.
Acariciábale un perfume que venía de ella como una música lejana y conocida. Tal vez fuese ilusión de sus sentidos, excitados por el recuerdo; tal vez una errónea semejanza al encontrarse por vez primera, luego de su embarque, al lado de una mujer elegante. Aquella americana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el uniforme impalpable que envuelve a las mujeres de todos los países acostumbradas a una vida de comodidades y refinamientos; perfume de carne cuidada con amor, de epidermis pulida por el frote higiénico; «olor de agua», según decía Ojeda.
«¡Oh, Teri!… ¡Teri!» Sus ojos encontraban también una semejanza fraternal en el cuello esbelto y ligeramente inclinado, lo mismo que el vástago de una flor que se ladea graciosamente bajo su peso; en las manos de blancura de hostia, con uñas abombadas y brillantes, parecidas a pétalos de rosa.
Era Mrs. Power; bastaba ver sus ojos de agua conmovida, escuchar su palabra glacial de mujer de negocios, para convencerse de su identidad; pero al mismo tiempo era la otra, por la línea majestuosa de su cuerpo, por el ademán suelto y despreocupado de hembra elegante segura de su poder de seducción, por el halo de perfume luminoso que parecía envolverla. Ojeda escuchaba su voz sin saber qué decía, pensando en Teri, viéndola junto a él bajo una nueva forma. Miraba a Mrs. Power como si fuera una máscara que acabase de encontrar en un baile y de la cual conocía el secreto a pesar de la voz fingida y el rostro desfigurado.
Llevaba varios días poblando la vida solitaria de a bordo con la imagen de Teri. Se había paseado con ella por el desierto de la última cubierta, oprimiendo su brazo aéreo, oyendo el leve crujido de sus pasos invisibles, murmurando dulces palabras que sólo obtenían una respuesta mental. Ella ocupaba un sillón vacío junto a sus libros en las largas tardes de lectura, y por la noche, al abrir el camarote, deslizábase detrás de sus huellas, misteriosa y sonriente, para no abandonarle en las horas de insomnio y ser lo último que veían sus ojos, esfumándose como una visión que se aleja cuando al fin le rozaba la mano del sueño.
Ahora, la mujer impalpable y luminosa que le seguía a todas partes había desaparecido, pero era para ocultarse indudablemente dentro de aquella otra real y tangible que tenía a su lado. Esta reencarnación se hacía sentir con un contacto menos ilusorio; pero en el misterio de su encierro la delataba su perfume. «¡Oh, Teri!… ¡Teri!» Su única preocupación por el momento era