Blasco Ibáñez Vicente

Los argonautas


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primogénito, era el único sentimiento vehemente que desdoblaba y hacía vibrar con energía su dulce pasividad. Recordaba también a su padre, imponente personaje triunfador en el Parlamento durante veinte años por la corrección con que sabía llevar la levita así como por sus discursos solemnes, que duraban tardes enteras ante los escaños vacíos. Hablaba inglés y alemán, lo que le proporcionaba cierto prestigio misterioso, indiscutible, y cada vez que su partido era llamado al poder, su nombre figuraba el primero en la lista de ministros. Nadie osaba disputarle la dirección de las relaciones diplomáticas. Jamás se había sorprendido la más pequeña mota en su levita ni el más leve rastro de idea propia en sus palabras. Y junto con todo esto, una corrección hidalga, que le acompañaba hasta en los menores actos de su vida, una rectitud señoril y bondadosa que parecía ennoblecer su rimbombante mediocridad intelectual.

      Ojeda le había admirado hasta los veinte años, dándole preferencia en sus afectos sobre la madre buena, dulce e insignificante. Había paladeado en las tribunas del Congreso tardes de orgullo y de gloria, pensando que aquel señor que desde el banco azul hacía resonar la cúpula con su voz grave y movía los brazos con tanta elegancia, era el autor de su existencia. Luego, cuando la afición a los versos le sacó del círculo solemne y entonado en que se movía su familia y vivió en el Ateneo y en las redacciones de los periódicos, su facultad admirativa fue achicándose, y sin dejar de sentir cierta veneración por la personalidad moral de su padre, creyó menos en la valía de su inteligencia.

      Al morir este personaje, en vísperas de ser ministro por séptima vez, Fernando acababa de ingresar en el cuerpo diplomático, como si con esto siguiese una tradición de familia. Apenas cesaron de hablar los periódicos «de la irreparable pérdida que había sufrido el país» con la muerte del hombre ilustre, hízose el silencio en torno de su recuerdo, con esa facilidad de olvido que acompaña a los hombres del teatro y de la política. Siempre que Fernando encontraba al jefe del partido o algún otro personaje ilustre amigo de su padre, era objeto de presentaciones. «Éste es el chico de Ojeda… ¡Pobre Ojeda! Un hombre que valía mucho.» Y tras este responso continuaba su plática sobre accidentes de la política. Mientras tanto, la madre vivía encerrada en la estupefacción dolorosa que le había producido aquella muerte, considerándola algo inaudito, inexplicable, como si los personajes del calibre de su esposo no pudiesen morir, y se imaginaba a todo el país en el mismo estado de ánimo.

      Quiso avanzar Fernando en su carrera, ir destinado a una Legación, y la buena señora no se atrevió a oponerse a sus deseos. Ella quedaría en Madrid con su hija, mientras el primogénito daba en el extranjero nuevo lustre al apellido del padre. Los graves señores volvieron a evocar por unos momentos a su olvidado compañero. «Hay que hacer algo por el chico de Ojeda.» Y Fernando pasó diez años fuera de España como secretario de Legación, con frecuentes traslados que le hicieron viajar desde las naciones del Norte de Europa a las repúblicas de la América del Sur, siempre acompañado por la protección de los amigos del «malogrado personaje». Pero esta protección se mostraba cada vez más lejana, más tenue, como el recuerdo ya esfumado del grande hombre. El hijo del eterno ministro, habituado a la adulación y a la influencia social desde los tiempos en que era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia en torno de su personalidad diplomática. Nada significaba ya ser «el chico de Ojeda». Ahora eran «los chicos» de otros personajes de gloria más reciente los que merecían los empujones del favor. Además, una falta absoluta de adaptación le hacía chocar con los superiores, que le consideraban intolerable por su independencia. Empezaba a hablar con desprecio de «la carrera». En una Legación, el ministro, que había alcanzado sus ascensos, antes de que se inventasen las máquinas de escribir, por el primor caligráfico con que copiaba los protocolos, decía a Ojeda con irónica superioridad: «¡Qué letra tan pésima la suya!… ¿Y usted hace versos? ¿Y usted presume de literato?». Otros jefes le echaban en cara sus aficiones «ordinarias», su marcada intención de evitar las reuniones entonadas del mundo diplomático para juntarse con la bohemia del país, juventud melenuda que recitaba versos y discutía a gritos, en torno de los ajenjos, bajo nubes de tabaco. Un ministro había escrito durante un año entero a Madrid para que sacasen de su Legación al secretario Ojeda, individuo peligroso que muchos tenían por socialista. En realidad, sólo deseaba alejarlo para que la señora ministra recobrase su calma de buen tono y no se comprometiese con un inferior cantando romanzas y recitando poesías en la penumbra del anochecer.

      Su fama llegó hasta el Ministerio de Estado. «¡Lástima de chico! ¡La maldita literatura! ¡Si el grande hombre levantase la cabeza!» Y todos, jefes de sección, ministros de diversas categorías, secretarios y hasta agregados, repetían lo mismo: «Tiene talento, es un original; pero le falta el pliegue». El tal pliegue significaba su falta de adaptación a «la carrera», su rebeldía a moldearse en las tradiciones y frivolidades de la vida diplomática… ¡Para lo que valía la dichosa carrera! Su madre le enviaba todos los meses una cantidad tres o cuatro veces superior al sueldo que él percibía. Su hermana Lola, a pesar de que veía en él un conjunto de todas las gallardías y seducciones varoniles, protestaba contra las maternales larguezas. Todo para el hijo que andaba por el extranjero paseando su casaca dorada, y para ella, que había de buscar un marido, los regateos y estrecheces. ¡Armonías de familia!… En algunos países de América, él y sus compañeros se lamentaban de que un conductor de automóvil o un encargado de hotel ganase mayor sueldo que un diplomático. Por esto las ilusiones de su vida de miseria esplendorosa giraban siempre en torno del matrimonio, ambicionando todos una novia rica para hacer buena figura en «la carrera».

      El deseo de no contrariar a su madre, que veía en la diplomacia la única ocupación digna, fue lo que mantuvo a Fernando en su puesto; pero al morir la pobre señora, presentó la renuncia. Habituado a recibir ayudas pecuniarias sin ocuparse directamente del manejo de sus intereses, Ojeda se creyó rico, muy rico, viéndose propietario de una casa en Madrid y muchas tierras en Andalucía. Su hermana estaba casada con un ingeniero, hombre formal, que había hecho su fortuna en la América del Sur, ayudado por algunos parientes. Era el talento administrativo de la familia, y Fernando se burlaba de su honrada simplicidad, sin dejar por eso de admirarle. Dominábalo su mujer con el prestigio del nacimiento: estaba orgulloso de ser el yerno póstumo del «ilustre señor Ojeda», y recordaba sus glorias con más frecuencia que los hijos. La familia de la suegra proporcionaba igualmente grandes satisfacciones a su vanidad. Aunque aquélla no había disfrutado otro título honorífico que el de esposa de un grande hombre, estaba emparentada con varias condesas, marquesas y grandes de España, de cuyos honores y distinciones llevaba cuenta exacta el ingeniero. Su orgullo bonachón creía haber perdido lamentablemente el tiempo cuando terminaba el año sin haber hecho noventa visitas a estas ilustres damas, a las que llamaba por antonomasia «nuestras tías».

      Ojeda le confió sus bienes para seguir sin preocupaciones una vida doble de placeres. Pasaba sin transición del mundo en que le había colocado su nacimiento a otro más humilde, hacia el cual le empujaban sus aficiones artísticas. En un mismo día charlaba de mujeres, juego y caballos con la juventud desocupada y elegante de los clubs aristocráticos; luego pasaba la tarde en el pobre estudio de algún artista «independiente y desconocido», tuteándose con melenudos de botas destrozadas que tal vez no habían almorzado; asistía después a un té, donde flirteaba con damas de fama contradictoria, y comía en un palacio o en una taberna de bohemios, puesto de frac, para ir luego al Teatro Real.

      El amanecer le sorprendía en los gabinetes de Fornos con camaradas de infancia y hembras de alto precio, y otras veces en los camarotes de un colmado con guitarristas, toreros, «socias» de mantón y «fraternales amigos» que le tuteaban y cuyos apellidos no conocía bien: hombres con brillantes enormes, rumbosos, dicharacheros, que habían estado algunas veces en la cárcel o bordeaban con frecuencia sus puertas.

      Tenía cierta reputación entre la gente literaria de escalera abajo, que grita y pugna por subir. «Un muchacho simpático y de talento… ¡Lástima que sea rico!» Y los que se compadecían de su riqueza le llamaban al mismo tiempo simpático por la facilidad con que se prestaba a un donativo de cinco duros. Reunió en un volumen impreso sus poesías… ¡Magnífico! Era Musset. Lanzó otro tomo… ¡Soberbio! Era Baudelaire. Publicó un tercer libro… ¡Colosal! Era… el mismísimo Espíritu Santo hecho poesía. Los versos no estorban a nadie y son ocupación de gran señor, por lo mismo que no dan