Marina Iuvara

Vida De Azafata


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sus palabrotas, amenizadas con frases en dialecto napolitano, en contraste con su discurso, que por lo general carecía de inflexión dialectal.

      ¿Serían las frecuentes radiaciones cósmicas, los campos magnéticos, las vibraciones o el ruido de los aviones lo que le provocaban esos cambios de humor?

      Ludovica, mientras tanto, decidió reservar un masaje ayurvédico para tonificar los músculos, relajar el cuerpo y estimular la circulación en la esteticista india que había abierto un local en el vecindario, y me informó de que se pondría a dieta a partir del lunes porque Eva le había dicho que últimamente la veía más rellena.

      Yo me encontraba acurrucada en el sofá, con mi cómoda ropa de estar por casa y un cárdigan masculino deforme de color crema; una manta sobre las piernas me protegía de las primeras corrientes de aire invernales, y estaba decidida a concederme una desconexión mental, una relajación.

      No lograba dormir porque la adrenalina del «posvuelo» aún no había desaparecido.

      De repente, me asaltó el recuerdo del día que acababa de transcurrir.

      A bordo, había conocido al matrimonio Lucherini: la señora Lucrecia y Don Massimo.

      Durante el embarque, rápidamente me percaté de signos de tensión en su comportamientos: ambos se apresuraron a ocupar su sillón, con la espalda ligeramente encorvada, caminando de forma rígida, con la barbilla hacia abajo, al igual que la cabeza, y una actitud pasiva, derrotista.

      Los brazos de él estaban rectos, estirados de forma rígida a los costados; ella los tenía cruzados, prácticamente tratando de protegerse instintivamente, y los dos miraban a su alrededor, como si estuvieran buscando algo, una vía de escape; tenían las pupilas tan dilatadas que parecía que sufrían midriasis.

      Los movimientos de sus cuerpos eran lentos, y yo notaba como me dirigían una ligera sonrisa, que les devolví con delicadeza.

      Se sentaron rígidos, apoyados en el borde externo del asiento, con un pie hacia delante y otro hacia atrás, parecía que querían escapar, no paraban de cambiar de posición, como si su asiento quemase.

      Mi responsable, físicamente el doble de James Dean, siempre alegre, pero con una nota triste, casi imperceptible, me indicó con la mirada que me ocupara de ellos.

      Me acerqué a la pareja y les pregunté si necesitaban mi ayuda. La señora respondió que no, mientras sacudía la cabeza como diciendo que sí, y comenzó a balancear el torso, tratando de contener el aliento para no llamar la atención.

      Rápidamente comprendí la situación. La señora sufría un trastorno, muy común en muchas personas, que crea diversos problemas y que afecta de forma indiscriminada: el miedo a volar.

      Durante el curso, estudié cómo comportarme en estos casos: el miedo excesivo corre el riesgo de desembocar en pánico; el temor puede volverse insuperable y dar pie a una falta de control.

      Los síntomas provocan vértigos, náuseas, nudos en la garganta, palpitaciones, sudor frío y taquicardia.

      Aunque no me los pidieron, les di algunos consejos sobre qué conducta seguir en caso de malestar; reprimir la ansiedad no hace más que aumentarla. Por el contrario, hay que aceptar el miedo y adoptar una postura positiva para poder manejarlo y controlarlo.

      Además, les recomendé que no tomaran nada de cafeína, que cogieran un buen libro o un crucigrama para mantener la mente ocupada.

      Durante el despegue vi cómo palidecían y cómo su posición era una llamada de auxilio.

      Me desabroché el cinturón de seguridad y me acerqué para comprobar la situación.

      La señora empezó a abrirse:

      —Perdone si la molesto —se atrevió a decir con timidez—. Me gustaría informarle de que estoy aterrorizada, en cuanto noto el mínimo bote tengo la impresión de que el estómago se me parte en dos. Mi problema es que la bolsa de aire me provoca una sensación desagradable. Necesito coger el avión para reunirme con mi madre, que es muy anciana, en Alemania, y no puedo evitarlo.

      Vi que se pasó la mano entre el pelo y empezó a tocarse un mechón de forma frenética.

      Su marido la rodeó con el brazo como para mimarla, ligeramente encorvado y abochornado, con los labios tensos y las manos sudorosas; él también mostraba claros signos de malestar.

      —¿Es peligroso el temporal? —me preguntó con voz muy baja, comiéndose fragmentos de palabras, por sílabas y con movimientos continuos de los músculos faciales.

      Las manos del marido empezaron a dar golpecitos con los dedos en la mesa de enfrente.

      Con tono firme y decidido dije:

      —No, todo está bajo control. No habríamos salido si existiera el menor peligro. Todo está bajo control —repetí—. La lluvia no representa ningún problema para nuestra seguridad. El viento provocará alguna molesta sensación que causará un balanceo completamente normal.

      Regresé al galley para organizar el trabajo junto a una compañera.

      La señora me llamó poco después.

      —¡Le ruego que me ayude! Quiero gritar, llorar. Cada vuelo es una tragedia. Me pongo nerviosa un mes antes de salir, ante la mera idea de hacer la maleta. Me avergüenza, pero no sé qué hacer. ¡Me gustaría desaparecer! —imploró con fervor y humildad.

      —Esté tranquila, puede darle la impresión de que el avión da tumbos, pero solo es el ajuste de la cota. —Me acerqué lentamente hasta llegar a su lado, sin titubeos. Con voz baja, de forma clara y pronunciando bien cada palabra le dije curvando ligeramente la espalda y aproximándome para intentar proporcionarle la ayuda que deseaba, poner fin a su sofoco y mitigar su ansiedad—: No se preocupe, estoy aquí.

      Respetaba su miedo irracional y comprendía el malestar.

      Le agarré el brazo con firmeza, y lo apreté delicadamente con ambas manos mientras la miraba a los ojos para establecer un mejor contacto.

      La acompañé a su asiento.

      La señora se parecía a mi madre, misma edad, muy educada, aparentemente frágil; en esta ocasión, fue fácil conectar con sus sentimientos.

      Durante el vuelo, pasé a la cabina más veces, y la acompañaba con la mirada para tranquilizarla.

      Volvió a llamarme tras la enésima vibración y yo traté de disipar aquellas dudas y temores que persistían y que se mostraban a través de su postura, permanentemente rígida.

      Le comenté que la seguridad en el avión es de un nivel altísimo, que los controles técnicos y el mantenimiento son continuos, y que los pilotos están perfectamente formados.

      Durante la preparación de la cabina para el aterrizaje me preguntó con falsa indiferencia:

      —¿El estruendo es normal o hay algo que va mal?

      Le informé de la procedencia de todos los ruidos que pudieran generar desconfianza: el posicionamiento del tren, la apertura de puertas, la aceleración y variación de los motores, la liberación de los flaps y slats, el tintineo de nuestro microteléfono, los avisos de llamada a los pasajeros…

      Notaba que valoraba recibir esta información, aunque seguía mordiéndose las uñas sin darse cuenta.

      La invité a inspirar y espirar profunda y lentamente, para oxigenar el cuerpo y así relajar los músculos, dándole indicaciones sobre la técnica de entrenamiento autógeno para un relajamiento progresivo.

      Ahora, la señora estaba sentada más cómoda, más a sus anchas, al igual que el señor Lucherini, aunque su rostro conservara una expresión de incertidumbre, un poco ortopédica, con la parte derecha de la sonrisa ligeramente situada más arriba que la izquierda.

      —Eres nuestro ángel de la guardia— dijo.

      Durante el descenso, solo hubo ligeros temblores al cruzar la perturbación, y