Juan Valera

Doña Luz


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a presentarle o que ella misma fantaseaba en ocasiones. No tenía tampoco doña Luz un corazón de cal y canto, sino un corazón muy compasivo y afectuoso; se dolía de los males y desgracias del prójimo, procuraba remediarlos, los consolaba a veces, y en esto consumía parte de su actividad. Pero como su actividad era grande, y se dilataba muy más allá de los límites de Villafría y aun se prolongaba de un modo infinito, venía a resultar que lo más íntimo y esencial de su vida, lo que más la afectaba no estaba en Villafría, y, por consiguiente, no estaba en ninguna parte. Por esto, sin ser ella soñadora, vivía como soñando.

      Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hasta afirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por el día en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por la noche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se ha conversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia. Para marcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente a nuestro propio ser. Para doña Luz no había época de este orden desde la muerte de su padre. Verdad es que, muy al contrario de la generalidad de las mujeres, daba ella poco valer a multitud de cosas con que otras llenan la memoria, sin descuidar ni borrar los pormenores al parecer más insignificantes.

      En nada, en mi sentir, se señala más que en esto el espíritu femenino. Yo confieso que me quedo embobado oyendo referir a las mujeres sucesos, lances o conversaciones. No hay menudencia que echen en olvido. Y dijo éste... y relatan todo lo que dijo. Y contestó el otro... y no olvidan palabra de lo que contestó. Y luego replicó el de más allá... y tampoco se queda traspapelada una letra sola de la réplica. Imagina el oyente que levantan acta circunstanciada y fiel de cuanto presencian y oyen. No así doña Luz. Doña Luz hacía caso de muy pocos sucesos.

      Lo que más la entusiasmaba, deleitaba o conmovía, lo mismo era de hoy que de ayer, lo mismo de un año más tarde que de un año más temprano: la vuelta de la primavera, un cielo lleno de estrellas, la luz de la luna, el alba, el olor y la belleza de las flores, la música, los versos y cosas así que son de siempre.

      Hasta las relaciones amistosas de doña Luz con el médico, con el cura y con D. Acisclo, eran invariables: estaban siempre en el mismo ser, sin crecer ni menguar.

      Sólo en las relaciones con doña Manolita hubo variación, aumentando la intensidad en el afecto.

      Partamos, pues, del instante en que crece y llega a su colmo esta amistad entre doña Luz y doña Manolita.

      Era una mañana de mayo. Ya hemos dicho que doña Luz madrugaba. También madrugaba la hija del médico. A las siete de la mañana vino a ver a su amiga, y penetró en su saloncito, donde tenía entrada libre.

      Si cualquier hombre del mundo, conocedor de la vida de Madrid o de otra capital de Europa, y conocedor del modo de vivir de nuestros lugares de Andalucía, hubiera entrado allí, se hubiera sorprendido agradablemente y hubiera dudado de lo que veían sus ojos.

      El saloncito de doña Luz tenía todo el confort, toda la elegancia de un saloncito de una dama madrileña de las más comm'il faut, a par de ciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea.

      Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros, flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura. Dentro del saloncito había asimismo plantas y flores en vasos de porcelana. Una jaula grande encerraba multitud de pájaros que alegraban la estancia con sus trinos y gorjeos. Tenía doña Luz dos primorosos escritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos de incrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; una chimenea francesa mejor construida que las otras que había en la casa; espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamente encuadernados.

      Sobre su mesa de escribir se parecía el mejor cuadro, o al menos el que doña Luz estimaba más. Figuraba varios atributos y emblemas de la Pasión; clavos, corona de espinas, escalera, gallo y lanza de Longinos; en el centro la cruz, y en torno de la cruz muchas flores lindamente pintadas. No era, con todo, esta pintura lo que daba a los ojos de doña Luz tanto precio a aquel objeto; era lo que la pintura encubría. Se tocaba un resorte, se apartaba la pintura que hemos descrito, como si fuese una puerta, y dejábase ver otro cuadro de muy superior mérito; un cuadro horrible y bello a la vez. Era la figura de Cristo, de medio cuerpo, de admirable beldad y de un trabajo delicadísimo y prolijo. Las barbas y los cabellos se podían contar. La regularidad y noble simetría de todas las facciones infundían amor y respeto; pero las angustias del patíbulo, los horrores de la agonía, los tormentos todos estaban marcados en aquella cara flaca y macilenta, y en aquel pecho y en aquel costado herido por la lanza. Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos. El pintor había acertado a unir, con inspiración monstruosa, la imagen de una criatura próxima a disolverse, y la forma sobrehumana que el mismo Dios había tomado.

      Unos inteligentes atribuían aquel cuadro al divino Morales; otros habían dicho que era de un discípulo de Morales y no del propio maestro. De cualquier modo, el cuadro había estado vinculado en la casa y era una de las pocas alhajas de algún valer que el marqués no había vendido.

      El cuadro era tal que una mujer más delicada, menos briosa que doña Luz, ni le tendría en su cuarto ni le miraría con tanta frecuencia. El amor a la divina representación de Cristo se hubiera combinado con el miedo y con una compasión tremenda que tal vez la hubieran hecho caer en convulsiones, o producido en ella ataques de nervios y hasta delirio. Pero doña Luz era muy singular y hallaba extraño deleite en la larga contemplación de aquel cuadro, donde se cifraban el más alto misterio y los dos más opuestos extremos de valer de la humana naturaleza: toda la beatificación, toda la hermosura, todo el celeste resplandor de que es capaz nuestra carne, unida a un alma pura, y siendo templo y morada del Eterno, y los dolores, a la vez, y las miserias, y los padecimientos lastimosos y la corrupción nauseabunda de esa carne misma.

      Doña Luz halló este espantoso cuadro prudentemente cubierto por el otro, y así le conservó, trayéndole de la casa solariega a su habitación en casa de D. Acisclo. A casi nadie se le mostraba; pero ella, que tenía muy rara condición y muy contrarias propensiones en el espíritu activo e infatigable, tal vez después de trotar y galopar y dar saltos peligrosos en su caballo negro, durante dos o tres horas; tal vez después de haber limpiado, bañado y frotado con complacencia su hermoso cuerpo, que del valiente ejercicio había vuelto cubierto de sudor; rebosando ella salud, en todo el brío de la mocedad y en todo el florecimiento de la belleza plástica, se sentía llena de ímpetus ascéticos, y abriendo su cuadro, le contemplaba largo tiempo, y las lágrimas acudían a sus ojos, y acudían a sus rojos labios plegarias inefables que ella murmuraba y apenas articulaba.

      Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos, no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una linda bata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil. Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, de dos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset. Doña Luz andaba estudiando y comparando cómo aquellos dos autores habían puesto en acción dramática la misma sentencia: No hay burlas con el amor y On ne badine pas avec l'amour.

      No la impulsaba a este estudio la mera afición especulativa a la crítica literaria, sino un caso práctico, que hacía poco más de dos meses que se había presentado y que le interesaba bastante.

      Pepe Güeto, hijo de un rico labrador de Villafría, de edad de treinta años, era el hombre más grave, mesurado y formal que se conocía en toda la provincia. Las locuras y regocijos algo descompuestos de doña Manolita le chocaban de un modo atroz y siempre los estaba censurando. Había llegado a decir que si doña Manolita fuese algo de él, mujer, por ejemplo, le había de sacar del cuerpo los rabillos de lagartijas, aunque fuese menester emplear una buena vara de mimbre. Doña Manolita, en cambio, que lo había sabido todo, decía que Pepe Güeto tenía mucho jarabe de pico; que era hombre culto hasta cierto punto y que jamás emplearía la vara con las