Miguel de Unamuno

Niebla (Nivola)


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lo que es la que haya de ser mujer del señorito...—agrego Liduvina, temiendo que Augusto les espetara todo un monólogo.

      —¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!

      —Pues que como el señorito es tan bueno...

      —Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.

      —Ya recuerda lo que decía la señora...

      A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú, cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte».

      —Mi mujer tocará el piano—dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.

      —¡El piano! Y eso ¿para qué sirve?—preguntó Liduvina.

      —¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo que se llama servir. Estoy harto de servicios...

      —¿De los nuestros?

      —¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí sirve... sirve para llenar de armonía los hogares y que no sean ceniceros.

      —¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?

      —Liduvina... Liduvina...

      La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.

      —Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.

      —Entonces no lo tocará—añadió con firmeza Liduvina—. Y si no, ¿para qué se casa?

      —Mi Eugenia...—empezó Augusto.

      —¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano?—preguntó la cocinera.

      —Sí, ¿pues?

      —¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?

      —La misma. ¿Qué, la conoces?

      —Sí... de vista...

      —No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu amo...

      —Es buena muchacha, sí, buena muchacha...

      —Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de mi madre!...

      —Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?...

      Y levantándose la criada, se salió.

      —¿Y qué, acabamos?—preguntó Domingo.

      —Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?

      —A usted, señorito.

      —Pues allá va.

      Y perdió también la partida, por distraído.

      «Pues, señor—se decía al retirarse a su cuarto—, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»

      Y se acostó.

      Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos mortales años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay un aburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inventado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todas estas dulces conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y conmigo!»

      Y quedóse dormido.

       Índice

      Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestades; en derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: «¡La Correspondencia...!» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.

      «¿Sueño o vivo?—se preguntó embozándose en la manta—. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el papel ése? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato más.» Y diose media vuelta en la cama.

      ¡La Correspondencia...! ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos después.

      «¡Imposible!—volvió a decirse Augusto—. Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la hora es propicia.»

      Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?

      Pero este pensamiento se le fué diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de Augusto repercutía notas, no pensaba.

      «La esencia del mundo es musical—se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo—. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.»

      Le interrumpió un golpecito a la puerta.

      —¡Adelante!

      —¿Llamaba, señorito?—dijo Domingo.

      —¡Sí... el desayuno!

      Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.

      «El amor aviva y anticipa el apetito—siguió diciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay que amar para vivir!»

      Se levantó a tomar el desayuno.

      —¿Qué tal tiempo hace, Domingo?

      —Como siempre, señorito.

      —Vamos, sí, ni bueno ni malo.

      —¡Eso!

      Era la teoría del criado, quien también se las tenía.

      Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo arregosto de vivir. Aunque melancólico.

      Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla—se dijo—, si yo la había