hombre... Tómate un Curra Albornoz y te curas... No es más indigesta la ensalada de pepinos que el suelto de El Puente de Alcolea, y ahí la tienes a ella bailando tan fresca.
—¡Sí, es mucha Curra esa!—dijo lastimeramente una señora vieja, avellanada, pringosa, que asomaba entre rasos y blondas, como en su papelillo calado un dulce de almíbar.
—Yo nunca creí que tuviera valor para presentarse aquí esta noche—observó otra.
—¡Bah!... A eso y mucho más llega su desvergüenza.
—¿Su desvergüenza?—preguntó Diógenes—. ¿Y por qué?
—¿Por qué?... Capaz serás tú de defenderla.
—¡Pues ya lo creo que la defiendo!... ¡Su desvergüenza!... La desvergüenza de ustedes justifica la suya... Si vosotras la tenéis para recibirla, ¿por qué no la ha de tener ella para presentarse?...
—¡Vaya!—exclamó escandalizada la marquesa de Lebrija, presidenta general de tres asociaciones piadosas—. Yo quisiera que me dijera usted qué se hace entonces en Madrid con esa clase de personas...
Miróla Diógenes de hito en hito, y con la procaz desvergüenza de su lenguaje de taberna, con la inexorable lógica de su profundo buen sentido, contestó al cabo:
—¡Cerrarles a piedra y lodo la puerta, o no quejarse, señora mía!... ¡Polaina!... Si levanta usted la tapa del común, ¿con qué cara viene a quejarse luego de que apeste?...
—X—
Se ha dicho que la hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud, y es igualmente cierto que la falsa idea del honor es un acatamiento que los bribones hacen a los hombres de bien, esclavos del honor verdadero. Este es un hijo humano de la moral divina del Evangelio; aquel, una teoría convencional dictada por la moral acomodaticia de los pícaros y los necios; aquel defiende, cual una coraza de brillante acero, la pureza del alma y la rectitud de la conciencia, y este pretende defender con la celada de Bayardo al gran polichinela social, revestido de todas las miserias y todas las ridiculeces humanas.
De aquí que el honor, según estos, nunca pueda perderse, y se ofenda con razón el embustero porque le digan que miente, y el ratero pida una satisfacción al que le acusa de robo, y el presidiario que arrastra una cadena pueda llevar al campo del honor al juez que se la ha impuesto. De aquí también que la sangre que mancha la conciencia lave el honor hasta dejarlo limpio, y sean llamados a resolver casos de honra hombres que jamás conocieron la vergüenza: Eacos, Minos y Radamante, vacíos de mollera o cargados de picardías, que sólo por deficiencias del Código no llevan otra cadena que la que les sujeta el reloj en el chaleco. De aquí también que la condesa de Albornoz tuviera así mismo su cachuco de honor, y se lo hubiera herido profundamente el suelto de La España con Honra.
Hay personas que padecen una especie de estrabismo moral que les hace ver lo flaco donde está lo gordo, y lo gordo donde sólo lo flaco existe. Villamelón no vio otra cosa que le llegara al alma, en el registro de la policía, sino el que le hubiesen roto dos cristales de la mampara, y dio orden de que jamás se compusiesen, recordando que Wellington nunca reemplazó los de su casa, rotos por el pueblo de Londres, un día que este se olvidó de Waterloo; todo lo demás echábalo él en el montón de las bagatelas enojosas, indignas de ocupar la atención de un hombre serio, de las pequeñeces de una sociedad corrompida y etiquetera, que rotulaba con la manoseada frase de cuestiones bizantinas.
Currita, por su parte, tampoco halló otro motivo de ofensa en lo que acerca de su persona publicaban los periódicos, que aquella coletita de La España con Honra: «Creemos, sin embargo, que el lance no tendría consecuencias, dada la prudencia proverbial de las personas interesadas».
Tenía Currita puesta la celada de Bayardo sobre su fama de mujer a la moda, y esto iba a pegarle en la cimera, a herir directamente su honor, significando, como significa en sustancia, que era ella una Jimena sin ningún Cid que la defendiese; atroz insulto, ofensa imperdonable hecha a una dama que sobrepujaba en celebridad a cuantos toreros, cantantes, saltimbanquis, pulgas industriosas y monos sabios habían hasta entonces alcanzado fama en la corte.
—¡Lo veremos!—dijo la fiera Albornoz, y nombró al punto paladín de su causa a su buen amigo Juanito Velarde.
Larga entrevista celebraron ambos a solas hasta bien entrada la noche, y al despedirle Currita en la puerta del boudoir díjole con suaves mimitos:
—Conque quedamos en que yo encargaré el almuerzo en Fornos... y habrá écrevisses à la Bordelaise...
Velarde hizo una mueca que parecía una sonrisa, y siguió adelante: detúvose en la puerta del salón y volvió la cabeza. Hízole entonces ella otra cariñosa señal de despedida, y él salió al fin lentamente, preocupado, como si le arrancasen de allí a la fuerza.
La noche estaba hermosísima, y Velarde siguió a pie por las extraviadas calles que llevaban al palacio de Villamelón, tropezando a cada paso con los humildes vecinos de las buhardillas y sotabancos, que tomaban el fresco sentados en las aceras. Presto llegó a la Plaza de Oriente, dio dos vueltas en torno del jardín circular y sentóse al cabo en un banco, frente al palacio.
Por la puerta del príncipe salía un chorro de luz vivísima, que cortaba con un gran rectángulo las negras sombras del adoquinado; a su reflejo distinguíanse los centinelas, armas al brazo, a la puerta de sus garitas; gentes de medio pelo, soldados y criados de servicio, por ser aquel día domingo, poblaban los jardines, ya sentados, ya paseando; algunos grupos de chiquillos trasnochadores corrían de acá para allá con gran algazara, riéndose porque se caían, riéndose porque se levantaban, riendo siempre con esa alegría de la infancia, espontánea y comunicativa, que recuerda la alegría de los pájaros cuando saludan al alba. Una rueda de niñas gritaba al lado mismo de Velarde, cantando acompasadamente:
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