Andrés Vázquez de Prada

El Fundador del Opus Dei. I. ¡Señor, que vea!


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      También estaba prohibido asomarse a la ventana o subir a expansionarse a la terraza 51. Pero ningún sitio mejor para juegos y recreo que la azotea del cuarto piso, amplia, protegida por alta viguería y con grandes ventanales a la plazuela de San Carlos. Era el lugar favorito para jugar a la pelota, aunque Josemaría prefería pasearse por los largos corredores que daban la vuelta a las cuatro alas del patio. Uno de ellos estaba casi a oscuras; y un inspirado bromista había escrito en una de las paredes las palabras del Salmo: «Per diem sol non uret te, neque luna per noctem» ; no hay miedo de que te dé el sol por el día, ni la luna por la noche 52.

      Por lo que hace a otras prohibiciones, ya se ha visto con qué respeto observaban los seminaristas el no ponerse sobrenombres o apodos 53.

      La vigilancia del Seminario Conciliar era todavía más estrecha que en el San Carlos, puesto que vivían y estudiaban en un edificio del que solamente salían los días de paseo. Los del San Carlos cruzaban a diario las calles del casco viejo; les daban los aires, les quemaba el sol y mantenían contacto con la vida ciudadana, hasta donde lo permitiera la “compostura, orden y simetría” que habían de guardar las filas de seminaristas, camino de ida y vuelta a la Universidad 54.

      La Universidad Pontificia de San Valero y San Braulio estaba situada en el cogollo histórico de Zaragoza, en su origen una colonia romana. Aquella próspera ciudad de la Tarraconense fue visitada en carne mortal por la Virgen, según cuenta una antigua tradición, para animar al apóstol Santiago en su labor evangelizadora; y en honor de la Virgen se construyó un templo. Durante la ocupación musulmana continuó ininterrumpido el culto cristiano, hasta que se restauró la jerarquía eclesiástica al ser reconquistada la ciudad, en 1118 55.

      La archidiócesis de Zaragoza tenía un extenso territorio con varias sedes sufragáneas, entre ellas la de Barbastro. Desde 1902 la regía el Cardenal Soldevila, hombre que hizo a conciencia sus estudios eclesiásticos y que poseía grandes dotes oratorias y de gobierno. Sobresalió por su actividad pastoral y por las reformas que introdujo en el régimen diocesano. Impulsó las obras de fábrica en la basílica del Pilar y extendió esa devoción mariana por la América española. En 1919 fue promovido al cardenalato 56.

      Contaba entonces Zaragoza unos 140.000 habitantes; la mitad eran inmigrantes venidos a la ciudad en los últimos veinte años. El crecimiento industrial —fábricas remolacheras, harineras, textiles y metalúrgicas—, trajo consigo fuertes cambios sociales, haciendo de ella un lugar de enfrentamiento obrero y agitación anarquista 57.

      Los seminaristas no recibían ni leían el periódico. Lo que acontecía fuera del seminario, o no les interesaba o les cogía de sorpresa. Sólo quienes tenían familia en Zaragoza estaban enterados de la marcha del mundo. Durante el otoño de 1920 Josemaría tuvo ocasión de recorrer la ciudad con motivo de sus salidas domingueras a casa de sus tíos, pero eso duró poco. Una ojeada a su curriculum muestra la impresionante lista de asignaturas con que tuvo que enfrentarse a su llegada de Logroño. Cursaba cinco asignaturas de segundo año de Teología (De Verbo Incarnato et Gratia, De Actibus et Virtutibus, Oratoria Sagrada, Patrología, Liturgia), a las que hubo de añadir otras cuatro, ya que el Plan de Estudios de Zaragoza no coincidía con el de Logroño 58. Dos de ellas (Griego y Hebreo) eran de Humanidades y las otras dos (Introductio in S. Scripturam y Exegesis Novi Testamenti), de primer año de Teología.

      Hizo sus estudios con profundidad, sin que le exigiesen excesivo empeño, aunque le sucedía, como a todo estudiante, que a la hora de los exámenes, lo que se dice tranquilo, no iba nunca 59. Las calificaciones de ese año en Griego y Hebreo (tan sólo un “meritus” ), son una excepción en su brillantísimo expediente académico 60. Su tío, el arcediano, le haría ver la importancia del Griego para el estudio de la Patrística; y el sobrino, «por su cuenta, ya superada la asignatura, dedicó mucho tiempo al repaso de esa lengua hasta que consiguió un nivel francamente aceptable» 61.

      * * *

      En el claustro de la universidad había todo tipo de profesores: el sabio y el menos sabio, quienes poseían dotes pedagógicas y quienes carecían de ellas, profesores con iniciativa y algún que otro rutinario. Josemaría procuraba asimilar lo que veía de positivo en cada uno de ellos, de modo que sus recuerdos tienen mucho de anecdotario ejemplar.

      Del profesor de Teología Moral, sabio y prudente, contaba que al empezar el tratado de la virtud de la castidad y los vicios a ella contrarios, daba a los alumnos el consejo de san Alfonso María de Ligorio: encomendarse a la Santísima Virgen y estudiar tranquilamente 62.

      De don Santiago Guallart, profesor de Oratoria Sagrada, aprendió a no fiarse de la improvisación, por lo que tiene de espontaneidad vanidosa o de pereza mental. En cierta ocasión contaba don Josemaría a un grupo de personas: Yo no improviso nada, y no creáis que improvisa nadie. Recuerdo que tuve un profesor de oratoria, que era un hombre muy conocido y muy admirado, sobre todo por sus improvisaciones. Un día, estaban ocho o diez alumnos charlando con él, y les dijo: “yo no he improvisado ni una vez... Cuando me invitan a algún sitio, sé que me van a pedir que diga unas palabras, y me las preparo bien” 63.

      El horizonte intelectual de Josemaría no estaba limitado por los estudios eclesiásticos. Destacaba entre los demás compañeros del seminario por su “amplia cultura” y, de modo especial, por su interés en la vertiente humana de los sucesos, como refiere uno de ellos: «Era sumamente humano: dotado de un gran sentido del humor, tenía capacidad crítica para, con gracia, sacar punta a diversos sucesos y ver así el lado divertido de las cosas. A mí me produjeron gran admiración los epigramas que escribía en una pequeña libreta de hule que llevaba en el bolsillo y en la que iba escribiendo frecuentemente. Eran frases agudas, llenas de ingenio, con una carga festiva o satírica y con un gran sentido humano. Eran epigramas que sorprendían porque suponían un poco corriente manejo de la lengua castellana y una gran familiaridad con los autores clásicos: recordándolos después me han evocado a veces el estilo de Aristófanes en “Las avispas” . Estaban llenos de una filosofía muy humana de la vida y conducían a una moraleja final» 64.

      Por uno de esos azares que nunca faltan en la vida, tuvieron ocasión de mostrarse sus dotes oratorias y literarias. Para entretenimiento de los estudiantes se solían celebrar unas veladas con carácter íntimo, sin rigor académico 65. Con motivo de una de ellas, organizada en honor de don Miguel de los Santos, Presidente del San Carlos, el Rector se vio obligado a pedir la colaboración de Josemaría. El acto y la calidad de la persona requerían una intervención con ciertos vuelos literarios. Don Miguel, electo pocos meses antes Obispo titular de Tagora, y nombrado Auxiliar de Zaragoza, había sido consagrado el 19 de diciembre de 1920. Era clérigo de muchos estudios: doctor en Teología por Zaragoza y doctor en Derecho Canónico y en Filosofía por la Universidad Gregoriana en Roma; más sus títulos civiles: licenciado en Leyes por la Universidad de Zaragoza y doctorado en Derecho por la Universidad Central (Madrid) 66.

      Se resistió Josemaría a las presiones del Rector, pero al fin hubo de ceder. El asunto que escogió para su disertación fue el lema del Obispo de Tagora: Obedientia tutior. Llegado el día, lo desarrolló en latín, en forma de composición poética. Las consideraciones sobre la especial seguridad que da el atenerse a los consejos de los superiores, y la elegancia en la exposición, le valieron el aprecio del obispo y de la media docena de sacerdotes del San Carlos que asistieron a la fiesta 67.

      De su segundo año en Zaragoza nos ha llegado también otra anécdota de estudios. Una de las asignaturas del curso 1921-1922 era la “De Deo Creante” , que explicaba en latín don Manuel Pérez Aznar. Gustaba el profesor de explicaciones densas y metódicas en la primera parte del curso. Luego, en el segundo trimestre, una vez alcanzada la cima, emprendía el descenso por un pragmático sistema de preguntas y aclaraciones. Velaba por la ortodoxia, era declarado tomista y afrontaba críticamente errores y herejías, no sin suministrar a los alumnos el “antídoto al veneno” . Y de él aprendió Josemaría, según él mismo confiesa, la recta práctica de los antídotos, cuando había que manejar fuentes bibliográficas con peligro de contagio doctrinal