Juan Valera

El Comendador Mendoza


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señoras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce nuestro héroe.

      Las dos tías ó chachas se parecían en algo y se diferenciaban en mucho.

      Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía sólo de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el extremo contrario de empeñarse en que las mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa. Aprendían á coser, á bordar y á hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen á escribir, y apenas sí se les enseñaba á leer de corrido en El Año Cristiano ó en algún otro libro devoto.

      Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa condición y carácter de cada una estableció después notables diferencias.

      La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida, había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental y curiosa. Á fuerza de deletrear, llegó á leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron sólo de vidas de santos, sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de varios poetas. Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y Gerardo Lobo.

      Se preciaba de experimentada y desengañada. Su conversación estaba siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: —¡Qué mundo éste! —¡Lo que ve el que vive!— La chacha Victoria se sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían extendido más allá de cinco ó seis leguas de distancia de Villabermeja.

      Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica, había llenado toda la vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía diez y ocho años, conoció y amó en una feria á un caballero cadete de infantería. El cadete amó también á la chacha, que no lo era entonces; pero los dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda á que llegase á capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.

      Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía á Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas cada ocho ó diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.

      Esta necesidad de escribir obligó á la chacha Victoria á hacerse letrada. El amor fué su maestro de escuela, y le enseñó á trazar unos garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía, entendía y descifraba el cadete.

      De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas, se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó á teniente.

      Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El cadete, teniente ya, se fué á la guerra de Italia. Desde allí venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.

      En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados españoles volvieron de Italia á España; pero nuestro cadete, que había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo pareció, con la licencia absoluta, su asistente, que era bermejino.

      El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el golpe, dió á la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete, cuando iba ya á ver colmados sus deseos, cuando iba á ser ascendido á capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído atravesado por la lanza de un croata.

      No murió en el acto. Vivió aún dos ó tres días con la herida mortal, y tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese á su querida Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.

      El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.

      La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas las amadas reliquias. El resto de su vida le pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel á su memoria y llorándole á veces. Cuanto había de amor en su alma fué consumiéndose en devociones y transformándose en cariño por el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la chacha Victoria la muerte de su perpetuo y único novio.

      La pobre chacha Ramoncica había sido siempre pequeñuela y mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural é instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince años, que no había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres á los hombres había en germen en su alma, ella acertó á sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía hasta los animales.

      Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena de gatos, dos ó tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.

      Una criada llamada Rafaela, que entró á servir á la chacha Ramoncica cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas á una extrema vejez.

      Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció siempre soltera.

      En medio de su fealdad, había algo de noble y distinguido en la chacha Ramoncica, que era una señora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural grandísimo.

      Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y grado en la jerarquía social, se identificaron por tal arte, que se diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y los mismos propósitos.

      Todo era orden, método y arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el cuerpo de la chacha Ramoncica ó guardada en el armario. Después, estando aún en buen uso, pasaba á ser prenda de Rafaela.

      Los muebles eran siempre los mismos y se conservaban, como por encanto, con un lustre y una limpieza que daban consuelo.

      Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si bien no tenía sino muy escasas rentas, apenas gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues, acumulando y atesorando, y pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás se sentía con valor de ser despilfarrada sino por empeño de su sobrino Fadrique, á quien, según hemos dicho, mimaba en competencia de la chacha Victoria.

      Don Diego andaba siempre en el campo, de caza ó atendiendo á las labores. Sus dos hijos, D. José y D. Fadrique, quedaban al cuidado de la chacha Victoria y del P. Jacinto, fraile dominico, que pasaba por muy docto en el lugar, y que les sirvió de ayo, enseñándoles las primeras letras y el latín.

      Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un diablo de travieso; pero D. José no atinaba hacerse querer, y D. Fadrique era amado con locura de ambas chachas, del feroz D. Diego y del ya citado P. Jacinto, quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón á los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo tronco de los López de Mendoza bermejinos.

      Mientras