Miguel Serrano

Réplica


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las hendiduras y el misterio de lo que había pasado allí durante siglos. Se elevaron las grúas, como antenas que trataban de comunicarse con el futuro. Aparecieron nuevos recovecos, nuevas hendiduras, un misterio renovado. Cada mañana él madrugaba para desayunar junto a la ventana, con tiempo, y maravillarse de la eficacia imparable del progreso. Compró unos prismáticos para seguir con detalle los avances de la construcción. Tuvo que ir al centro de la ciudad para conseguirlos y pensó, con esperanza paradójica, que tal vez unos cuantos años después ya no sería necesario coger un autobús para conseguir determinados productos. Los primeros planos, desenfocados, le mostraron un mundo de chalecos, bolígrafos, manos y gestos indescifrables. Silencio. En la tienda, los clientes dejaron de hablarle de las obras como quien evita nombrar una enfermedad delante de un paciente desahuciado.

      Los prismáticos le dañaban la vista. Veía, pero no veía. Había algo en esa concentración, en el peso del plástico sobre el contorno del ojo, que lo mareaba. El mundo de las lentes era un mundo pixelado, cónico. Él necesitaba abrir la perspectiva, conseguir un ángulo mayor, salir del túnel. Además, ya no le bastaba con el balcón, con la distancia, quería calzarse, bajar, observar sobre el terreno, tocar el hormigón y saludar a los obreros. Necesitaba espacio, nivel. Quería mancharse. Pero le avergonzaba la posibilidad de que lo confundieran con esos otros mirones, en su mayoría jubilados, que cada día acudían a ver las obras sin otro propósito que aliviar el hastío o la soledad o rumiar un odio de clase macerado durante generaciones. Sus vecinos, los clientes de su padre, su padre mismo, al que se avergonzaba de ver allí. Lo suyo era distinto, pensaba, él todavía creía que la suya era una preocupación profesional. Se sentía solo, insignificante, tuvo una idea: despejar la habitación de la plancha, tirar un montón de trastos viejos y conseguir un perro. Lo hizo. Antes de conocerlo ya le dio nombre: Carrefour. Era parte de una camada de seis, los dueños de la madre habían puesto un anuncio en el periódico: Se regalan cachorros. Fue a buscarlo con una caja de cartón, pero ya era un animal grande, autónomo, no cabía. Fue el último cachorro en separarse de la madre, tal vez ni siquiera era ya un cachorro. ¿Dónde acaba un cachorro, qué día, en qué instante? Lo llevó a casa, le puso una manta en el suelo, no tardó en acostumbrarse a su presencia. Cada día lo sacaba tres veces a pasear: una por la mañana, otra después de comer, una última cuando cerraba la tienda. Carrefour, un labrador cariñoso, sentía por las obras el mismo interés que él, y era capaz de intuir en qué parte del recinto se iba a desarrollar en cada momento la actividad más interesante: enrejados, pasarelas, columnas, palés descomunales que oscilaban atados a una soga metálica del grosor de una de sus piernas. El perro tenía tres meses cuando fue a vivir con él, pero creció y se hizo adulto, sólido, con la misma increíble velocidad con que los cimientos dieron paso a las primeras piscinas de cemento, a los primeros muros que entorpecían la visión de lo que pasaba allí, a los carteles nuevos que ya anunciaban la apertura inminente. La elevación les quitó luz.

      Pasaron los años. Envejeció, o sintió que envejecía. Una mañana de septiembre Carrefour echó a correr desde el portal y no respondió a sus gritos. Él vio cómo cruzaba la verja abierta y cómo se perdía, cada vez más pequeño, en el laberinto del complejo comercial. Caminó por la carretera recién asfaltada a paso rápido, casi sin resuello, aterrorizado por la idea de perderlo: le había cogido cariño. Todo olía a alquitrán, a verano en el pueblo, a su juventud. Rodeó el aparcamiento y se acercó a la estructura por primera vez, vio ascensores forrados con papel de embalar, escaleras que subían y bajaban, trabajadores alucinados, se tropezó un par de veces. Cuando alcanzó la entrada, se sorprendió al ver desprotegidas las grandes cristaleras, y por primera vez pudo echar un vistazo al interior. Se deslumbró con la luz blanca que surgía de dentro, y sintió vértigo de los techos altísimos, del aluminio (¿sería aluminio?). Vio una galería, una fuente, parterres con plantas que parecían de plástico. Vio también algunos clientes que empujaban maravillados los carros de la compra. No reconoció ningún rostro. ¿Sería una prueba, un ensayo general? ¿Eran clientes o actores? Siguió a un hombre calvo hasta un nuevo espacio interior, delimitado por una línea de cajas. Entró como quien entra en un templo, avergonzado de ser el dueño de una ferretería. A la derecha, después del arco de seguridad, dos jóvenes de uniforme entretenían sus bostezos alisándose la camisa con la mano junto a una retractiladora. Se acercó a ellos y les preguntó por la sección de objetos perdidos. Le señalaron un mostrador vacío al fondo de un pasillo. Para alcanzarlo tuvo que pasar junto a un expositor de comida para mascotas. Casi todos los perros que aparecían en los paquetes de pienso tenían la boca cerrada, no se veían sus dientes, y él se preguntó por qué no aparecían con la lengua fuera, como todos los perros, con colmillos blancos y perfectos. Cuando llegó al mostrador, una mujer vestida con un traje rojo le sonrió instantáneamente. No se preocupe, lo hemos encontrado, dijo, y le hizo un gesto para que la siguiera. Lo condujo hasta una puerta y después a otro pasillo y después hasta otra puerta abierta a una habitación luminosa. Supuso que se trataba de la sala de descanso de los empleados, por las máquinas de café y de chocolatinas que cubrían la pared frontal. Todo esto está recién hecho, pensó. En el otro extremo se situaba una mesa baja de metacrilato, sobre la que descansaban revistas y periódicos. Había un panel de avisos, de corcho, casi vacío. Tres sofás rodeaban la mesa, y en uno de ellos estaba sentado el niño, moreno, de rasgos vagamente mediterráneos, que lo miró con esperanza. En la mano tenía un botellín de agua mineral, casi vacío. Dudó entre alegrarse o regañarlo por el mal rato que le había hecho pasar. Se decidió por una tercera opción, un abrazo prolongado y silencioso que el niño sostuvo sin ambigüedad. Tenía ocho años, tal vez nueve, nunca se le había dado bien (ni siquiera en la infancia) calcular la edad de los niños. Le dio las gracias a la mujer, que no dejaba de sonreír (le aseguró que esas cosas pasaban todos los días, que no tenía que sentirse culpable). Se miraron, el niño y él. Salieron de allí cogidos de la mano. Atravesaron las puertas automáticas, abandonaron el centro comercial y empezaron a caminar, pero no hacia la ciudad (hacia su casa) sino en dirección contraria, rodeando el complejo. Tardaron casi una hora en dejar atrás los edificios del otro lado. Después se internaron en el desierto y siguieron caminando, con los pies hundidos en la arena, hacia el lugar donde comenzarán de nuevo a construir.

      UN TIEMPO MUERTO

      Sal.

      ¿Sal? ¿No debería decir «entra»?

      El zumbido, el movimiento que lo rodea, la imposibilidad sorprendente (como si nunca lo hubiera pensado antes) de distinguir todas las cosas a la vez, toda la gente, todos los instantes, todo lo que piensa él mismo, de forma sucesiva y en estratos, en cortes perpendiculares, diapositivas o grasientas lonchas de tiempo y dedos torpes o llenos de aceite o agarrotados. Piensa, por ejemplo, en las abejas. El vértigo de imaginar a las abejas, sus vidas pautadas (aunque no cuadriculadas, sino hexagonales). No debiera. El momento de la verdad, de demostrar lo que vales. Demasiadas películas. El banquillo de madera. El filo. Lo sucesivo. Lo que ya pasó y vuelve a suceder. Una danza de abejas alrededor de sus ojos transmitiendo información que no sabe traducir.

      Fernando, el entrenador, habla con él, aunque no lo mire. Sal. Hace también un gesto con la mano, el brazo se mece hacia la canasta, se proyecta.

      Muchas veces les dice, en los entrenamientos: «No penséis tanto, pensar invalida la acción. No penséis tanto: jugad. Este es un juego muy sencillo». Pero él no entiende la relación entre una cosa y la otra. Fernando es un pedante, dice su padre con desprecio, un sabihondo, un gilipollas («un intelectual», ha oído decir a alguien), el entrenador, Fernando, el padre de Noelia, más joven que su padre, mucho más joven que su padre.

      Lo que le pasa a este tío es que no ha dado un palo al agua en su puta vida.

      ¿Alguna vez has pensado en lo fascinantes que son las abejas, en la forma en que se organizan, en su conmovedora falta de ambición?

      El otro lo mira.

      ¿Fernando, eres tú?

      Quítate la chaqueta y sal, le dice ahora.

      Su padre nunca va a ver los partidos. Siempre trabaja los sábados por la mañana. Su madre tiene que cuidar de Blanca, su prima. Pasa a buscarlo el padre de Juan. Él espera en el portal, imagina su