Luis Romera Oñate

La inspiración cristiana en el quehacer educativo


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nuestra cultura.

      Por una parte, como decíamos, se presume la conciencia de la dignidad del ser humano. Hoy en día somos bien conscientes del sentido de la dignidad de la persona y, por lo tanto, nos insertamos con naturalidad en un proyecto de emancipación que ya está en curso. Lo que pretendemos con este proyecto es que a todos se nos reconozca nuestra dignidad, se respete nuestra libertad y se garanticen las condiciones para ejercer nuestro protagonismo. Para eso se crean instituciones cívicas, que deben instaurar y proteger un orden social que permita la libertad. El estado de derecho, las instituciones políticas democráticas, la libertad de iniciativa —económica y social—, la libertad religiosa, la libertad de pensamiento y de palabra, la promoción de la solidaridad y un largo etc. son expresiones culturales que se fraguan en un proyecto orientado hacia una sociedad verdaderamente humana.

      En el contexto contemporáneo junto al reconocimiento de la dignidad, con la asunción del proyecto de emancipación, asistimos a otro fenómeno, de carácter opuesto con respecto a la modernidad: la crítica de las ideologías que han derivado de ella, en cuanto epígonos de un enfoque determinado del ideal moderno. El rechazo de las ideologías se ha llevado a cabo desde dos niveles o puntos de vista. Para empezar, uno de naturaleza práctica, histórica y existencial. El otro de tenor intelectual. Ambos corren parejos porque uno conduce al otro.

      Desde un punto de vista histórico, en el seno de las ideologías se han originado regímenes políticos que han provocado millones de muertos, por medio de la represión que han promovido o de las guerras que han suscitado. En el siglo XX hemos visto demasiados muertos. Y eso no aconteció en un lugar desconocido, inhóspito, sumergido en la barbarie. Eso ocurrió en la cuna de la cultura del progreso, en la sociedad ilustrada europea, en el meollo de la modernidad. Esta experiencia nos ha marcado: hemos visto demasiada sangre, demasiadas ideologías. De ahí su rechazo, para empezar, existencial.

      El motivo que liga la ideología con un régimen político de represión conduce a su rechazo conceptual. Una ideología es, en síntesis, una visión unilateral absolutizada. La ideología detecta un elemento relevante del ser humano y de la sociedad; pero se limita a él. Lo que ha visto la ideología no es algo absurdo o sin sentido; todo lo contrario. Pero se trata solo de un lado. Y si ese lado se considera único, entonces se absolutiza. Absolutus significa lo que está desligado, desatado, sin dependencias ni relaciones. Lo absoluto no es relativo a nada: es lo que se sostiene en sí, de modo pleno, suficiente. Hacer absoluto algo que es solo un aspecto supone incurrir en una unilateralidad.

      El régimen totalitario es la aplicación de una ideología, de una visión unilateral que se considera completa. Ahora bien, la aplicación social de una ideología se ve obligada a recurrir a algún tipo de violencia, porque intenta introducir la totalidad en uno de sus lados. Si uno se compra una chaqueta que solo tiene una manga e intenta vestirla, o se rompe la “chaqueta” —y eso es lo que no quiere el ideólogo— o se rompe “el brazo” de la gente. Esto último es lo que finalmente el dictador hace. Por eso en el siglo xx hemos asistido a ideologías de diferentes tenores que han pretendido aplicarse a la sociedad, violentándola.

      Se objetará, quizá, que tampoco hoy en día faltan las ideologías. Por desgracia es cierto. Parece que el ser humano no acaba de aprender la lección. Las de hoy, como las de entonces, suelen apelar a motivos característicos de la modernidad: la emancipación, la igualdad, etc. Pero si se mantiene la unilateralidad, los proyectos sociales que se derive de ellas continuarán generando concepciones “políticamente correctas”, ordenamientos civiles y praxis de comportamiento de tenor represivo, aunque se pretenda lo contrario.

      Si regresamos a la historia, el cataclismo que supuso en Europa la primera guerra mundial, en la Europa ilustrada del progreso burgués, anunciaba que nos encaminábamos a una nueva época. La modernidad que hasta ese momento se había desarrollado se sustentaba sobre un fundamento frágil. La razón ilustrada y la libertad emancipada no fueron capaces de detener un conflicto terrible. Es más, la configuración que habían adquirido lo hizo posible. La reacción, como es sabido, no resolvió el problema. Las ideologías políticas que se impusieron después de esos años de guerra acuciaron el problema y condujeron a nuevos conflictos armados.

      El resultado, en términos de conciencia cultural, es la persuasión de la fragilidad del ser humano, también en lo que respecta a su inteligencia. Las desventuras de la razón moderna —que creía ser capaz de hacerse con una verdad absoluta desde sí misma y ha generado monstruos— ponían de manifiesto, en los hechos, que esa razón no es absoluta, como no son absolutas las ideas que elabora. Es claro que siempre se podrá argumentar que se trataba de derivaciones de la razón humana; que las ideologías, con sus unilateralidades absolutizadas, no son el único derrotero que puede recorrer la razón; que siempre cabe un ejercicio diferente de la razón. Pero la sospecha de que las pretensiones de poseer una verdad generan represión y violencia, ha prevalecido. A este respecto, la respuesta posmoderna ha sido contundente: los únicos discursos racionales legítimos son aquellos que no se entienden desde la pretensión de aspirar a la verdad, sino los que elaboran narrativas acerca de lo humano, ocasionales, relativas a un contexto, siempre provisionales, tanto desde un punto de vista ontológico como axiológico. La legitimidad no la pierden ni la razón empírica, ni la razón instrumental o técnica; pero sí la que aspira a un horizonte antropológico de mayor alcance, en la esfera existencial o social.

      El problema que se cela en este planteamiento es doble. Por un lado —como han puesto de manifiesto no pocos pensadores contemporáneos— el enfoque posmoderno esbozado postula una actitud derrotista ante la búsqueda de la verdad, permite que se generen nuevas ideas, nuevos relatos, nuevas teorías, pero nos obliga a desechar la esperanza de obtener, no solamente nuevas concepciones acerca de lo humano, sino concepciones mejores: más verdaderas, más humanas. Por otro, nos deja sin criterios de discernimiento ante las propuestas que se suceden sobre el modo de enfocar lo humano. Lo que corresponde a las ciencias de la naturaleza puede, al menos, apelar a criterios cuantificables, para advertirnos ante teorías o actitudes que no respetan el cosmos. La ecología permite hacerse con datos que denuncian acciones o comprensiones de la naturaleza de carácter dañino, que hay que evitar. Pero ¿y lo humano? El sentido de la existencia humana, con su belleza y sufrimiento, queda desasistido desde un punto de vista intelectual: se deja en manos de la emotividad o del pragmatismo.

      El fenómeno de la crisis del concepto de verdad no acontece aislado. Su ocaso se encuentra acompañado por el proceso, de raíz moderna, de la secularización. Secularización, como proceso, significa que la religión se relega progresivamente al ámbito de lo privado. El ciudadano no puede apelar a motivos de inspiración religiosa en la esfera pública. Pero, además, secularización indica que la religión va perdiendo relevancia existencial en la vida de la gente.

      El proceso de secularización se entrelaza con el que hemos esbozado precedentemente de una manera que no es casual. No podemos detenernos ahora a considerarlo por problemas de tiempo. Pero es menester hacer notar que, de ambos fenómenos, surge una sociedad que ha sido descrita con una imagen gráfica: la sociedad líquida. La expresión ha hecho fortuna porque el contexto cultural que se ha generado en la posmodernidad, con su actitud dialéctica con respecto a la modernidad, es tal que produce la impresión de encontrarnos situados en un espacio vital en el que todo fluye, en el que se carece de tierra firme, donde no hay ningún lugar en el que el yo pueda asentarse y sentirse seguro. En la sociedad líquida, se resquebraja la idea de que las cosas, los eventos, las instituciones, las personas y sus acciones, las diferentes relaciones, tengan una identidad de suyo. Los discursos de la razón no dejan de ser narraciones coyunturales en un mundo en donde no hay una verdad en sí. La libertad alcanza, entonces, la última meta de su aspiración a emanciparse; supera lo que parecía el último obstáculo en su afán de autonomía absoluta: la instancia de una ética con valor en sí. Si las acciones, las relaciones, las instituciones carecen de una identidad de suyo, entonces el sentido de un acto proviene de la voluntad del sujeto que lo realiza, no de la acción en sí. En esta tesitura, la moral se relativiza; el sentido y la valoración ética de cada acción dependen de la voluntad del sujeto. La libertad se emancipa de una referencia moral objetiva, se considera completamente autónoma en una existencia donde se impone lo líquido. Lo humano se ha tornado líquido.

      ¿Por qué