Gerardo López Laguna

Los libertadores


Скачать книгу

      El obispo le contó todo esto a Don Ángelo cuando se encontraron meses después. Aquel hombre tenía el cuerpo quebrado. La cojera de la pierna y las numerosas marcas que se distribuían por su espalda, su pecho, su cara y sus brazos, atestiguaban el trato que había recibido en sus numerosos años de cautiverio. Sí, tenía el cuerpo roto, pero su alma era la de un águila: siempre mirando el horizonte desde arriba.

      Monseñor Virás encomendó a Don Ángelo el cuidado del niño, Yuri, como le había llamado su madre. El sacerdote quedó sorprendido por el encargo, pero su obispo, al ver su reacción, le sonrió maliciosamente y le dijo:

      -Ángelo, hijo mío, no te asustes. Esto es sólo el principio. Ya lo verás.

      Y sonrió otra vez con una mirada jocosa. Don Ángelo no supo a qué se refería hasta que empezaron a llegar más niños al alejado lugar de retiro que había encontrado. Este lugar lo conocían pocas personas: un pastor al que el obispo le pidió que acompañara a Don Ángelo en su búsqueda, y algunos enviados que, siguiendo las indicaciones de ese pastor le fueron llevando niños a lo largo de los años. Al principio venían al cabo de unos meses, luego las visitas se fueron espaciando cada vez más... Encontraban menos niños abandonados o rechazados, pero no porque hubiera menos abandonos y rechazos sino porque había menos niños. Don Ángelo también notaba la desproporción numérica de varones y hembras, pero esto, por desgracia, ya sabía a qué se debía: en la vieja Europa hacía ya tiempo que se había asentado en muchos la costumbre del infanticidio femenino; además, los buscadores de material para los burdeles siempre estaban al acecho.

      José, el más pequeño, tenía dos años cuando lo trajeron. Desde entonces habían transcurrido ya algo más de tres años y nadie había vuelto a traer a ningún otro niño. En esa última visita Don Ángelo pudo saber que monseñor Virás continuaba vivo, muy enfermo pero con la suficiente energía como para hacerse llevar en un viejo carro para hacer sus viajes pastorales y consolar a los muchos desgraciados con los que se cruzaba. Ese hombre era testigo de lo que es ser un hombre libre: nada le impedía volver a sonreír...

      Don Ángelo miró a los chicos. Estos no se habían dado cuenta de la invasión de recuerdos que habían asaltado a su querido Don Ángelo... Misterios de la mente humana: un solo segundo había bastado para que todas esas imágenes atravesaran la cabeza y el corazón del viejo sacerdote. Recorrió con su mirada a todos los muchachos y les sonrió. Un gesto sencillo que actuó como medicina para el alma, ahora inquieta, de todos ellos.

      -Sé que todos os estáis preguntando por lo que ha pasado con Bo, quiénes son esas personas de las que nos ha hablado Iván, y qué es lo que vamos a hacer... Son mercenarios que se dedican al tráfico de hombres... Capturan hombres para venderlos...

      Un murmullo recorrió todo el grupo. Los chicos se miraban entre sí y se cruzaban palabras en voz baja...«eso pensaba cuando Iván estaba hablando»... «y qué va a pasar con Bo»... «van a venir a por nosotros»...

      Don Ángelo prosiguió:

      -No tenemos tiempo para muchas explicaciones. Ya sabéis lo que supone esto que os he dicho. Van a buscar por todas partes para encontrarnos... Habrán supuesto que Bo e Iván no estaban solos.

      -¿Qué podemos hacer? -preguntó Baruc, un muchacho de quince años que llamaba la atención por sus rizos de color absolutamente negro.

      -Escuchadme todos -respondió Don Ángelo- ... Es hora de «cortar las amarras»... Lo que hemos hablado juntos tantas veces... Vamos a hacer dos grupos. Uno tiene que llevarse a los niños.

      Dirigiéndose a Tonino, que seguía en pie a su lado, le dijo:

      -Tú, Tonino, eres responsable de este primer grupo. Contigo van a ir... tú, Tasunka; a ti los niños te quieren de un modo especial, y, además, eres el único al que siempre obedecen... Va a ser muy peligroso. También vosotras, Raquel y Edita, vais a ir con ellos... Y vosotros tres, Sabá, Baruc y Mikel, vais en este grupo. Sois los más fuertes y en algún momento tendréis que cargar con alguno de los niños. Vosotras sois buenas cazadoras, y a Tonino le va a hacer falta explorar el terreno más de una vez...

      Don Ángelo quedó pensativo un momento. Se dirigió al mayor de todos y le dijo:

      -Yuri, por favor, trae rápido unas tijeras.

      Todos se sorprendieron un poco por esta petición. Enseguida comprenderían. Yuri se levantó y, sorteando a todos los que estaban sentados en el suelo, salió de la choza corriendo. Volvió en unos segundos con el instrumento en la mano. Mientras, los integrantes del primer grupo se habían puesto en pie -excepto Tasunka que seguía vigilando a los niños sentado a la puerta- y se habían situado al lado de Tonino.

      Yuri entró, e inmediatamente le preguntó a Don Ángelo:

      -Ya están aquí las tijeras; ¿qué hago con ellas?

      Don Ángelo volvió la cabeza a su derecha y observó fugazmente a Raquel y a Edita. Luego miró a Yuri y dirigiéndose a todos, dijo:

      -Raquel, Edita, y tú, Miriam... Tasunka, escucha: Marinova y Sara... todas os tenéis que cortar el pelo.

      Raquel y Edita se intercambiaron una mirada asombrada; luego se dirigieron en silencio a Miriam y se toparon también con unos ojos abiertos y desconcertados. Todos, ellas también, observaron atentamente a Don Ángelo esperando una explicación.

      -... Lo hemos hablado alguna vez -comenzó Don Ángelo-. Ahí fuera, muchas personas no respetan a las mujeres... Sabéis a qué me refiero...

      Efectivamente, Don Ángelo había procurado siempre que hubiera igualdad de trato entre los chicos y las tres chicas. Éstas trabajaban duro, igual que ellos, y les había enseñado a moverse por el bosque, a trepar a los árboles, a introducirse en cuevas, a cazar y a pescar, y también a escalar, como a los chicos. Don Ángelo, obviamente, también se había dado cuenta de que los chicos seguían siendo chicos y las chicas eran ya unas mujercitas de catorce y quince años aproximadamente... Aproximadamente porque de algunos niños de corta edad que le habían confiado no se sabía exactamente cuándo habían nacido. Ni siquiera dónde y en qué circunstancias... Don Ángelo se había percatado de la atracción que las chicas despertaban en varios de los muchachos. Había contemplado -y sonreído en su interior- cómo algunos de ellos bravuconeaban delante de las chicas, disimulaban el cansancio o el dolor, o se hacían notar ostensiblemente para que ellas les miraran. Con todos ellos, y en presencia de ellas, les había hablado de los misterios de la vida, de sus propias sensaciones y reacciones; y sabiendo lo que pasa en el mundo desde el principio, había intentado inculcar en los muchachos el respeto por sus compañeras. Les había dicho mil veces que ellas no eran sólo un cuerpo sino que tenían, como ellos, libertad y dignidad. Ellos sabían que Raquel, Edita y Miriam eran hijas de su mismo Padre.

      ...También sabían, por boca de Don Ángelo, las cosas que ocurrían fuera... Y lo que ocurría en esa época... eran cosas que no se podían apenas contar. Don Ángelo siguió con su rápida aclaración:

      -Por lo menos que, desde lejos y si alguien nos ve, que no distingan a primera vista a ninguna mujer ni a ninguna niña en el grupo... Aunque Marinova y Sara sean unas niñas, tampoco van a respetar eso... Por favor, hacedlo ya, aquí mismo. Yuri, anda, empieza...

      Yuri, un poco titubeante, se acercó primero a las dos chicas que permanecían en pie, Raquel y Edita. Encogió los hombros y dirigiéndoles la mirada les preguntó en silencio cuál de las dos sería la primera. Ellas callaban. Entonces Miriam, la enérgica Miriam, se puso en pie de un salto y dijo con resolución:

      -Yuri, venga, no perdamos más tiempo; córtame el pelo primero a mí.

      Don Ángelo, apenas oyó el primer tijeretazo, dijo a otro de los chicos:

      -Rodín, ve a buscar una de las azadas y haz un pequeño hoyo aquí al lado, fuera de la choza. Ahí el suelo está más blando. No podemos dejar los mechones a la vista...

      Yuri le cortó a Miriam el pelo a la altura de la nuca y de las patillas. Ella, con la mirada firme y el rostro sereno, recogía los largos mechones en las manos. Luego le tocó el turno a Edita que, animada