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E-Pack Escándalos - abril 2020


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todo lo que hay que saber sobre siembras, señorita Hill.

      Sus diez primeros años de vida se lo habían enseñado bien.

      Ella dio un paso atrás.

      —Sí, bueno… quizá pueda entonces explicarme por qué sembrar guisantes y rabanitos en el huerto le ha hecho enfadarse tanto.

      ¿Se atrevía a cuestionarle?

      —Escúcheme bien, señorita Hill: mi hijo… mis hijos han de ser educados como un caballero y una dama, y no como vulgares labradores.

      Ella no retrocedió.

      —Era una lección de botánica.

      Él no bajó la mirada.

      —Era humillante.

      Lo miró con incredulidad.

      —No creo que sembrar un huerto y ver cómo crecen las plantas pueda ser humillante en ningún sentido.

      —¡Mi hijo no necesita saber hacer agujeros en la tierra para llegar a ser un caballero!

      —Pero como el marqués que llegará a ser algún día, ¿no cree que necesitará saber qué esfuerzo ha de emplearse para hacer crecer los cultivos que producen sus campos? ¿Qué clase de trabajo es necesario? ¿Qué conocimientos? Ese era el objetivo de la clase, milord.

      Para eso no encontró respuesta. Solo podía pensar en el trabajo que él había tenido que realizar en su niñez.

      —Puede leerlo en los libros.

      Ella bajó la cabeza y guardó silencio como si estuviera pensando cómo debía actuar. Ojalá lo descubriera porque él estaba demasiado ofuscado para mantener conversaciones y sus emociones demasiado embarulladas para poder confiar en ellas.

      La señorita Hill se acercó a la ventana para mirar. El sol estaba casi en su cenit e iluminaba el aire que había en torno a su persona.

      Brent tragó saliva.

      Se dio la vuelta con los brazos cruzados bajo sus pechos… sus senos redondeados y firmes.

      —Perdemos el tiempo hablando de esto. Le agradezco mucho que haya venido tan deprisa. ¿Recibió mi carta?

      —Sí.

      Lo había dejado todo para acudir junto a su hijo.

      —Créame, milord: lord Calmount no tiene demencia alguna. Es un niño normal, muy tímido eso sí, y que ha sido muy desdichado. No pueden enviarlo a un manicomio. ¡No puede consentirlo!

      Nadie iba a enviar a su hijo a un manicomio, eso estaba claro.

      —No habla.

      ¿Cómo era posible que él, el padre del chico, no supiera que el chiquillo no hablaba? Sabía cuál era la respuesta: que no había estado con él tiempo suficiente para darse cuenta. Sus breves visitas no incluían conversación.

      —¡Pero esa no es razón para enviarlo a un manicomio! Él sabe hablar, pero solo habla con su hermana. El doctor Store piensa que es por alguna clase de locura, pero no lo es, milord, se lo aseguro.

      Sería demasiado cruel para el niño tener que padecer alguna clase de demencia después de todo lo que había tenido que pasar. Por culpa de su made. Y de su padre.

      —¿Se atreve usted a llevar la contraria al doctor, señorita Hill?

      —Me atrevo porque sé que Calmount mejorará si le damos tiempo —se acercó—. Le dije que fui durante años la acompañante de lady Charlotte, quien cuando tenía la edad de Calmount era muy parecida al niño. Era terriblemente tímida, y de hecho yo llegué a ser su acompañante precisamente para que mi presencia lograse sacarla de su aislamiento. Estoy convencida de que su hijo es solo eso, tímido. Sé que se le puede ayudar —añadió con vehemencia—. ¡Pero no enviándole a una institución mental!

      Él apartó la mirada.

      —¿Y cómo voy a poder creer lo que usted me diga?

      A pesar de que deseaba con todo su corazón poder hacerlo.

      Ella levantó la cabeza y sus ojos azules brillaron con rabia.

      —Quizá, si pasase más tiempo con su hijo, lo vería con sus propios ojos. No le ha sido precisamente de ayuda que ninguno de sus progenitores se haya preocupado en exceso por su bienestar.

      —Yo me he visto obligado a permanecer lejos de casa.

      —¿Por causa de la guerra? —adivinó—. La lucha cesó hace más de un año.

      Sus palabras le escocían. Era cierto que en aquel último año había permanecido fuera de allí cuanto le había sido posible, pero se negaba a permitir que una institutriz le reprendiera.

      —¿Se cree usted con derecho a juzgarme, señorita Hill?

      La angustia desfiguró por completo su expresión y la vio llevarse una mano a la frente.

      —Perdóneme, milord. Me he dejado llevar.

      Brent se sentó. De pronto se sentía agotado.

      —Siéntese, señorita Hill, y hábleme de mi hijo.

      Se sentó frente a él.

      —Le he oído hablar con su hermana, de modo que no hay desorden ninguno en el habla, pero se niega a hablar con nadie más. De hecho, Dory habla por él en cuanto tiene la oportunidad. Oye perfectamente y está alerta ante todo. Es un niño muy inteligente. Lee, escribe bien, pero nunca con el fin de comunicarse. Para eso se limita a asentir, a negar o emplea gestos.

      Pobrecito…

      —¿Por qué?

      Lo que le había ocurrido ¿tendría que ver en su negativa a hablar?

      Ella dudó.

      —He de volver a hablar claro, milord.

      Brent hizo un gesto vago con la mano.

      —Adelante.

      —El ruido y la conmoción que son naturales en los niños nunca han sido bien recibidos en esta casa. Me han dado a entender que su difunta esposa insistía en que los niños no salieran del ala del edificio que les ha sido reservada, y tras su muerte todo siguió igual dado que su institutriz estaba enferma —hizo una pausa y respiró hondo—. No puedo decir hasta qué punto eso es cierto, pero sí sé que… a algunos miembros del servicio… no les gusta que los niños anden por la casa o por los jardines.

      La señora Tippen, sin duda.

      —Mi opinión es que no es bueno para los niños estar permanentemente recluidos en casa —continuó en tono acusador—. Por eso organizo cuantas actividades están a mi alcance para que salgan, como por ejemplo sembrar algo en la huerta.

      Sin duda le estaba culpando de no haber tomado cartas en el asunto de los excesos de su esposa, de no haberse dado cuenta de que la institutriz ya no podía seguir desempeñando sus labores, de no prestar suficiente atención a cómo el servicio de la casa atendía a sus hijos y se preocupaba por su bienestar.

      Su propia conciencia le azotaba por esos mismos motivos.

      —¿Y qué quiere que haga? —espetó a la defensiva.

      —¡Pues no permitir que a lord Calmount lo lleven a una institución mental!

      Él bajo la mirada.

      Al volver a hablar, Anna lo hizo en un tono más tranquilo pero aun así cargado de emoción.

      —Soy consciente de que debe estar pensando despedirme, pero le ruego que no lo haga. Deme la oportunidad de quedarme por el bien de sus hijos. Le ruego que no escuche al doctor Store y que me dé la oportunidad… —se quedó callada un momento—. Por lo menos pase algo más de tiempo con sus hijos y véalo usted mismo. Observe a su hijo con sus propios ojos y verá lo que yo veo en él. Estoy segura de ello.

      La apasionada