Michael Palin

Diario de Corea del Norte


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país, en ciudades, en pueblos y en el campo, esta era una restricción que nos irritaba. Debido al correspondiente nerviosismo al ver a un extranjero sacar una cámara o una grabadora de voz, mi única opción para registrar la oportunidad única que era este viaje se reducía a una pequeña libreta de espiral de tapas azules, que escogí porque me pareció la más discreta de todas.

      Al final, las autoridades se mostraron bastante tolerantes con la cámara de mi iPhone y, en la privacidad de diversas habitaciones de hotel (aunque la privacidad era algo acerca de lo que siempre nos mostrábamos escépticos), pude grabar algo de material complementario con mi grabadora de voz. Aunque lo he ordenado un poco y he ampliado las entradas con recuerdos que entonces no tuve tiempo de escribir, el grueso de este libro lo escribí a mano en mi libreta azul siempre que encontraba un momento para hacerlo.

      Una cosa que aprendí es que Corea del Norte no es una denominación aceptada por los nativos. Sus habitantes se refieren al país como la República Popular Democrática de Corea, la RPDC.

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      Día 1

      Jueves, 26 de abril

      A bordo del vuelo BA 39 a Pekín. Asiento de ventanilla. Son las siete de la mañana cuando levanto la persiana de la ventanilla tras una noche de sueño entrecortado. Estiro el cuello y desde las alturas veo el polvoriento y espectacularmente yermo desierto marrón mongol. Debe de ser el Gobi. El resto de pasajeros tienen las persianas bajadas, pero, para mí, no hay color entre dormir y contemplar el desierto del Gobi. Estas son las tierras donde se iniciaron las invasiones. Fue en ese laberinto de montañas azotadas por el sol desde donde Gengis Kan partió con sus guerreros para conquistar buena parte del sur de Asia. Desde luego, dejó huella. Recuerdo haber leído en alguna ocasión que el insaciable apetito del mongol eran tal que uno de cada doscientos hombres vivos en la actualidad es pariente suyo. Miro a mi alrededor en la cabina del avión, pero es difícil de decir. Todos están dormidos.

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      Cuando nos acercamos a Pekín, una espesa capa de nubes bajas oculta el mágico y misterioso desierto, y realizamos nuestro largo descenso diurno entre la oscuridad, que ya no nos abandona hasta que el suelo aparece de pronto debajo de nosotros. Antes de darnos cuenta, rebotamos sobre la pista de aterrizaje.

      Nos recibe Nick Bonner, pionero del turismo en Corea del Norte cuya empresa, Koryo Tours, ha organizado nuestro itinerario. No debemos hacer mención alguna ni de ITN, por su historial de periodismo de investigación, ni de Channel 5. Ambos se consideran herramientas del Gobierno británico y, por lo tanto, lacayos de los estadounidenses, etcétera, etcétera, aunque, como estoy a punto de descubrir en estos tiempos tan asombrosos en los que vivimos, ser un lacayo de los estadounidenses tampoco está tan mal.

      Una vez me aseo y me cambio, salgo del hotel y camino por la ancha carretera que atraviesa la ciudad de este a oeste. Nick Bonner la llama «el Támesis de Pekín», pero es un río de tráfico que contamina todo a su alrededor. Cuanto más me acerco a la plaza de Tiananmén y a la Ciudad Prohibida, más numerosa se vuelve la multitud y mayor es la presencia policial. Empiezo a sentirme atrapado, así que doy media vuelta y me voy por donde he venido. Justo frente a la avenida principal, escondido entre dos altos bloques, encuentro un parquecito con sauces retorcidos y pabellones pintados con delicadeza y techados con tejas esmaltadas.

      En Pekín, como en cualquier otro lugar del mundo, hay una ruta para la masa de turistas y otra para el turista aventurero. Este pacífico jardincito me anima a mantenerme alejado del camino que toman la mayoría y a regresar al hotel a través de laberínticas calles secundarias. Como recompensa, paso por delante de una serie de mercadillos llenos de gente con paradas de comida y de té y surrealistas chucherías de todo tipo.

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      Día 2

      Viernes, 27 de abril

      He dormido bien, con la ayuda de dos pastillas de melatonina y del cansancio acumulado.

      Hoy debo dejar atrás la comodidad del hotel Hyatt. Aunque la mayoría de los visitantes llegan a Corea del Norte en avión, nosotros hemos optado por un método más lento, y vamos a tomar el tren nocturno hasta la ciudad fronteriza de Dandong y, desde allí, atravesaremos, también en ferrocarril, la RPDC, hasta Pyongyang. A pesar de lo mucho que me gustan los trenes, sé que el viaje que me espera, especialmente al tener que negociar un cruce de fronteras, pondrá a prueba mi resistencia. Neil, el director; Jaimie, el cámara; Jake, su asistente; Doug, el técnico de sonido, y yo nos reunimos a media mañana en la oficina de Koryo Tours para realizar una última sesión preparatoria. La primera toma del documental es mi llegada. Me echo al hombro la bolsa de viaje, espero a que me den la entrada y, acto seguido, camino hacia la puerta de la oficina como si nunca lo hubiera hecho. En cuanto la cámara de Jaimie me sigue, vuelvo a ser simultáneamente viajero y presentador de un documental de viajes, y regreso a esta tierra a medio camino entre la realidad y la narración que no había visitado desde que grabé en Brasil, hace siete años.

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      Rodeado por la nutrida colección de pósteres y cuadros socialistas-realistas que ha acumulado en las más de dos décadas que lleva visitando Corea del Norte, Nick nos ofrece un avance de lo que nos espera, y lo hace combinando una miríada de advertencias con una gran dosis de humor. No puede predecir todo lo que experimentaremos, pero su mensaje es que este será un viaje diferente del que disfrutaremos. Sus folletos, repletos de consejos, se esfuerzan por destacar la alteridad del lugar al que nos dirigimos. «La RPDC es una sociedad conservadora. Los coreanos, por regla general, se visten y comportan con recato»; «Viajar por la RPDC sin la compañía de un guía podría acarrearle graves problemas a usted y a su agencia de viajes»; «Todo aquello que se perciba como un insulto, o incluso un chiste, sobre el sistema político de la RPDC y sus líderes se ve con muy malos ojos»; y, en una vena más tranquilizadora, «los coreanos consideran la carne de perro una exquisitez, pero no suelen servirla a los turistas».

      El único consejo que me entristece de verdad es el que parece ir en contra de la esencia de lo que, para mí, es un viaje. «Recuerde que puede poner a los norcoreanos y a sus familias en una situación muy difícil si intenta establecer contacto con ciudadanos de a pie».

      Nick nos entrega los visados para acceder a Corea de Norte. Están en tarjetas aparte: no se marca nada en nuestros pasaportes para evitar situaciones embarazosas en caso de que luego viajemos a países para los cuales la RPDC es el demonio. Ha llegado el momento de llevar nuestro equipaje y equipo a la estación. El sofocante calor es cada vez más intenso, aunque el sol permanece oculto tras un cielo nublado. Nick consulta su teléfono. El índice de calidad del aire está alrededor de 220. Esa cifra lo sitúa en la categoría de «Muy poco saludable». «No está mal para ser Pekín», comenta él, animado.

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      La primera etapa de nuestro viaje a Corea del Norte comienza de forma espléndida en la estación de Pekín, con sus techos de pagoda y sus múltiples torres. Su espacioso vestíbulo está ya abarrotado de viajeros. El reloj de la estación da las tres al son del viejo himno maoísta «Oriente es Rojo», lo que me retrotrae a mi primer viaje a China, en el verano de 1988, cuando el país tenía un aspecto y transmitía una sensación muy distintos de los actuales. Los monos maoístas y los ríos de bicicletas son cosa del pasado, y es más probable que los eslóganes que adornan los tejados sean anuncios de pasta de dientes que consignas políticas para enardecer a las masas.

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      Las escaleras