Sergey Baksheev

Una esquirla en la cabeza


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compensación.

      El coronel traía en la mano el famoso casco hermético con el dibujo de un gavilán. El ave, con plumaje encendido, aunque mostraba el pico amenazador, tenía la mirada tranquila y decidida. Ese dibujo en ese uniforme tan serio solo se lo podía permitir el respetado comandante.

      – Avisa a la torre de control. – gritó Timofeev y, sin apurarse, subió al carro que lo esperaba. Se sentó teniendo cuidado con las mangueras neumáticas del traje. En dos minutos llegó al avión. El grupo de mecánicos de guardia ya había terminado con la preparación del caza.

      – Todo listo, camarada coronel. – Cuadrándose y sonriendo, le dijo el jefe de grupo.

      – Gracias, Egorich. – De manera amistosa, Vasily Timofeev saludó al antiguo técnico, cuidadosamente se colocó el casco hermético y subió por la escalerilla a la cabina conocida. El avión estaba inundado por el implacable sol de Kazajstan.

      El último día de agosto de 1978 se acercaba a la puesta del sol y todavía los rayos luminosos alcanzaban a calentar todos los rincones de la estrecha cabina.

      El coronel cerró los ojos para aspirar con deleite los conocidos olores de la formidable máquina y dijo, mentalmente, “no me falles, linda”, y recordó los besos juveniles con Liuba en los días lluviosos de mayo en el parque de Saratov. En la espalda sentía el ajustado agarre de la silla eyectable y en la boca sentía, como si fuera ahora, los húmedos labios de la joven. Eso era su ritual propio de despegue de la tierra, una oración que el repetía invariablemente desde 1970, tiempos de luchas desesperadas en el cielo de Egipto.

      Después cerró la cabina y se acomodó en la silla. Con movimientos acostumbrados se sujetó la máscara de oxígeno. El coronel probó la correcta mezcla para respirar y se comunicó con la torre de control. El laringófono funcionó normalmente y la comunicación era estable.

      Vasily comprobó las lecturas de los instrumentos de medición y le dio al encendido. Los auriculares contra ruidos apagaron correctamente el atronador rugido de los motores a reacción, pero la potencia creciente se sentía en todo el cuerpo: desde las puntas de los dedos en el timón hasta las nalgas en el asiento. “Adelante”, se dio a sí mismo la orden Vasily Timofeev.

      El avión hizo la aceleración necesaria y suavemente se despegó de la tierra.

      Rápidamente, Vasily tomó altitud y con la sobrecarga añadida el cuerpo se apretó contra el asiento. Al coronel le gustaban estas sensaciones. El sentía la unión del cuerpo entrenado con la obediente máquina de guerra y la sobrecarga confirmaba palpablemente la potencia de ambos. Vasily dio una vuelta y pasó entre la famosa plazoleta de arranque “de Gagarin”, del cosmódromo y la ciudad de Leninsk. En el borde de la ciudad se veía el instituto donde estudiaba su hija Liuba.

      Apenas arrancaba su vida familiar, inestable y llena de preocupaciones, nació la niña y no hubo tiempo para pensar en el nombre. Entonces le pusieron como a su esposa: Liuba.

      Y ahora Vasily recordaba, que este año anterior la hija había ingresado al instituto de aviación y qué durante los exámenes de admisión, varias muchachas fueron, misteriosamente, estranguladas. Y Vasily entonces, quien muchas veces había arriesgado su propia vida, se daba cuenta, con un sentido de alarma desagradable, qué en un día normal y tranquilo, podía perder su única hija.

      Esa idea la tenía clavada como una espina afilada. Por eso, cuando, seis meses después, la hija, avergonzada, informó que estaba embarazada, Vasily inclusive se alegró. Ahora su pequeña familia crecería. Y como podría reprochársele algo a la hija amada, si ella prácticamente había repetido el destino de la madre.

      Afortunadamente no hubo la amenaza de un hijo sin padre. La feliz Liuba presentó a sus padres a Anatoli Kolesnikov. El muchacho estudiaba en el curso superior en el mismo instituto. La inminente boda Anatoli la tomó sin entusiasmo, pero con sangre fría masculina: “Si hay que hacerlo, pues lo hacemos”.

      Después de la ceremonia el muchacho se mudó a casa de ellos. Junto con la maletica con su ropa, se trajo un montón de libros raros; es decir, era muy difícil de encontrarlos en las librerías. Entre los libros había muchos iguales y absolutamente nuevos. Anatoli explicaba con mucho entusiasmo que el vendía libros viejos y de poco valor y a conocidos. Y todo el tiempo estaba cambiando, vendiendo y comprándolos.

      Vasily se preguntaba cuanto tiempo y energía gastaba su yerno en esas labores sin sentido. ¿Que era eso? Un entusiasmo inocente de un coleccionista o el yerno era un acaparador y se hacía pasar por un honesto “negociante”.

      Timofeev quería pensar bien del yerno. El veía que no simplemente organizaba los libros en los estantes, sino que continuamente estaba leyendo. Este hecho era suficiente para la tranquilidad de espíritu del coronel. Aunque, es necesario reconocerlo, el yerno siempre tenía dinero en el bolsillo. Y no de la beca. Pero… ¿acaso unos rublos de más molestan a una familia joven?

      En el verano, Anatoli se fue a casa de sus padres por dos meses. Liuba se quedó en casa. Todos estuvieron de acuerdo en que, con su embarazo avanzado, no anduviera montada en trenes. La semana anterior, el yerno había regresado, trayendo dos pacas grandes de jeans americanos.

      Lo menos que se puede decir es que esto no le gustó al coronel de la aviación. Los jeans son una cosa que solamente se puede comprar en los almacenes “Beriozka”, en divisas o en dinero especial. Después de servicio en el extranjero Vasily Timofeev recibió unos tickets con los cuales podía ir a Moscú, a esos almacenes cerrados para la gente común. ¿Como podía conseguir jeans un estudiante, y en tal cantidad? Pero el yerno explicó que unos conocidos que trabajan en el extranjero, le dieron los jeans para que los vendiera. En el instituto, en los vendería rápido entre sus compañeros, regresaría el dinero y, con la ganancia, que debería ser buena, compraría lo necesario para el futuro bebé.

      Ese mercantilismo el coronel no lo veía bien. El mismo podía comprar todo para el nieto o nieta, y los estudiantes no debían meterse a buhoneros, sino arañar la dura ciencia, para convertirse en buenos especialistas. Pero la esposa y la hija, inesperadamente, se pusieron del lado de Anatoli. La hija anhelaba ponerse esos pantalones importados, pero miraba resignada su creciente vientre. Al final separó dos jeans y le pidió a Anatoli que no los vendiera y que esperara hasta el parto.

      Pero todo eso era una simple tontería, pensaba Vasily Timofeev, cerrando el siguiente viraje sobre la estepa desierta. Lo importante era que la hija pariera un bebé sano y sinceramente amara a su esposo.

      Liuba esperaba a Anatoli con tanta intensidad, y cuando llegó, se lanzó a abrazarlo con tal ardor que Timofeev sintió celos paternales. Que se puede hacer, la hija creció y el amor hacia los padres dio paso, en su corazón, al amor a un hombre extraño.

      Para la vez siguiente, el nuevo abuelo ya se había tranquilizado. Además, era claro que Anatoli, hacia ella, no era indiferente. Aunque, algunas veces, en su mirada, brillaba algo perruno; pero se puede entender al muchacho. Por algún tiempo, Liuba estaba fuera del juego.

      El coronel viró el avión directamente hacia el sol poniente, bajó hacia sus ojos la esfera filtro y se lanzó, con ardor infantil, hacia las estrellas salientes. Se dirigió hacia la esfera púrpura como si fuera un objetivo.

      Cuando, hacía cinco días, Liuba había dado a luz un bebé sano, Vasily había celebrado, como se debe, con la esposa y el yerno. Pero euforia y éxtasis espiritual no sintió. La hija y el nieto todavía estaban en la maternidad y ellos tres estaban sentados en la cocina tomando vino y cognac, como se acostumbra en tales celebraciones. La conversación se centraba en el nombre del niño.

      Pero hoy, por fin, cuando trajeron al pequeñín a la casa y el coronel, con cuidado, cargó el frágil cuerpecito en sus brazos inseguros y miró su nariz respingadita y sus cacheticos hinchaditos y los ojitos húmedos del pequeño milagro y olió el olvidado olor de un bebé, algo dentro de él se estremeció. Esos inesperados temblores internos rompieron la entumecida cáscara del alma y liberaron una exuberante sensación. Como si una placa teutónica se hubiera desplazado bajo un volcán y se hubiera liberado toda la energía contenida bajo ella. Vasily disfrutó esa erupción del alma, y no se contuvo.

      En