Emilio Salgari

La reina de los caribes


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y muchos cañones.

      —Pero aquí vuestra posición es insostenible, capitán.

      —¡Corten la escalera y sálvense!

      —Eso haremos dentro de poco.

      —¡Vamos a la ventana, amigo! ¡Luchan fieramente en la bahía!

      Un tercero y un cuarto cañonazo hacían retumbo sobre el mar, y se oían frecuentes descargas de mosquetería. Carmaux y Yara llevaron casi en peso al Corsario, haciéndole sentarse ante la ventana del torreón. Desde aquel sitio la mirada se extendía por toda la ciudad y dominaba por completo la bahía y hasta un inmenso trozo de mar.

      La batalla entre el Rayo y las chalupas tripuladas por los soldados del fuerte se había trabado con mucho brío por ambas partes. La nave, que no quería abandonar la bahía sin antes haber recogido a su capitán, había anclado a trescientos metros de la playa, presentando a los asaltantes su estribor, mientras sus hombres se habían extendido por la borda, prontos a descargar sobre el enemigo sus largos fusiles.

      Los dos cañones de cubierta habían ya disparado repetidas veces contra los asaltantes, y sus disparos no se habían perdido. Una chalupa, alcanzada de lleno por una bala, se había hundido, y se veía a los que la tripulaban intentar a nado volver a la playa. El Corsario Negro, de una sola ojeada, se había dado cuenta de la situación.

      —¡Mi Rayo dará mucho que hacer a los asaltantes! —dijo—. Dentro de un cuarto de hora quedarán muy pocas chalupas a flote.

      —Sin embargo, mi capitán, temo que haya algo peor —dijo Carmaux—. No me parece natural que esas chalupas se lancen al abordaje de una nave tan formidablemente armada.

      —También yo sospecho algo, Carmaux. ¿No ves nada en alta mar?

      —No, mi capitán. Pero la costa es muy alta, y esas escolleras muy bien pueden ocultar alguna nave.

      —¿Tú crees?… —preguntó con cierta ansiedad el Corsario.

      —Que los españoles esperan algún auxilio por la parte del mar.

      —¡Mi Rayo cogido entre dos fuegos!

      —El señor Morgan es hombre capaz de hacer frente a dos adversarios, capitán.

      —Lo sé, y, sin embargo, estoy muy inquieto. ¿Habría alguna nave en la bahía de Chiriquí? Nosotros no la recorrimos del todo. ¡Oh! ¡Bravo Morgan! ¡Más metralla! ¡Límpiame el mar! ¡Así; así va bien! ¡Las chalupas llevarán pronto la peor parte!

      —¡Aquí sí que nos va mal, mí capitán! —dijo Carmaux, que se había asomado por el agujero de la escalera—. ¿No oyes el estruendo que arman los españoles?

      —¡Ve a socorrer a tus compañeros, Carmaux; a mí me basta con Yara!

      —Creo que me necesitarán —dijo el filibustero cargando precipitadamente su fusil—. El primer hombre a quien vea puede darse por muerto.

      Mientras Carmaux corría en socorro del hamburgués y del negro, los cuales comenzaban a encontrarse en mala situación a causa de los furiosos y repetidos ataques de los españoles, en la pequeña bahía la batalla iba tomando tremendas proporciones. Las chalupas, no obstante las terribles descargas de la nave filibustera y las graves pérdidas que les causaba, corrían animosamente al abordaje, enardeciéndose con gritos ensordecedores. Ya tres chalupas destrozadas por las balas filibusteras se habían ido a pique, y, sin embargo, las otras no se habían detenido. Se habían colocado en semicírculo para abordar a la nave por dos distintas partes, y forzaban los remos para llegar hasta los costados del barco y ponerse así a cubierto de los cañones de proa.

      Hasta el fuerte, que dominaba la parte meridional de la bahía, había tomado parte en la acción. Aunque su guarnición no contaba más que con unas pequeñas piezas de artillería disparaba furiosamente, enviando algunas balas al puente de la nave. No obstante aquel doble ataque, la nave filibustera parecía burlarse de sus adversarios. Siempre firme en sus áncoras, se cubría de humo y de fuego, haciendo valientemente frente al fuerte y a las chalupas. Sus hombres ayudaban a los artilleros, tirando con matemática precisión sobre las tripulaciones de las chalupas, particularmente sobre los remeros. Si no sobrevenía algún nuevo enemigo, la victoria del Rayo era cierta.

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      El Corsario Negro, apoyado en la ventana, seguía atentamente los diversos episodios de la batalla. Parecía no sentir ningún dolor, y a ratos se animaba amenazando con el puño, ora al fuerte, ora a las chalupas.

      —¡Ánimo, hombres del mar! —gritaba—. ¡Una buena descarga sobre aquella chalupa que va a abordarlos! ¡Ya no son más que nueve! ¡Fuego sobre el fuerte! ¡Desmantelen sus baluartes y hagan saltar su artillería! ¡Viva la filibustería!

      —¡Señor, no te animes así! —decía Yara intentando en vano hacerle sentar—. ¡Piensa que estás herido!

      El Corsario Negro, entusiasmado, parecía no oírla y haber olvidado por completo a su joven amiga. Continuaba alentando a sus valientes marineros, señalándoles los peligros y mirando a unos y a otros como si se encontrase en el puente de la nave o como si pudiesen oír su voz. Se había olvidado hasta de Carmaux, Wan Stiller y el negro, que peleaban ferozmente contra los españoles del corredor para impedirles expugnar el torreón.

      Al cabo de un rato, un grito terrible salió de sus labios:

      —¡Maldición!

      Tres chalupas, no obstante las tremendas descargas de los filibusteros, habían llegado junto a la nave, poniéndose a cubierto de su artillería, mientras que a la derecha de la península que se extendía ante la bahía habían aparecido de improviso las altísimas arboladuras de dos navíos.

      —¡Señor! —gritó Yara, que las había visto—. ¡Tu Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!

      El Corsario iba a contestar, cuando penetraron en la estancia Carmaux, Moko y el hamburgués. Estaban rendidos y cubiertos de pólvora de los disparos. El último tenía el rostro ensangrentado por efecto de un tajo recibido en plena frente.

      —¡Capitán! —grito Carmaux, mientras Moko retiraba precipitadamente la escalera y el hamburgués cerraba el hueco—. ¡La barricada ya no resiste!

      —¡Ira de Dios; y el Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!

      Los dos filibusteros y Moko se lanzaron a la ventana. Las dos naves antes vistas por el Corsario estaban en la bahía, cerrando por completo el paso al barco filibustero. No eran dos simples veleros, sino dos naves de alto bordo, poderosamente armadas y provistas de numerosa tripulación; dos verdaderas naves de combate, en suma, capaces de medirse ventajosamente con una pequeña escuadra.

      El Rayo, aprovechando un golpe de viento, había evitado primero hábilmente el abordaje de las primeras chalupas que le alcanzaron, y con una bordada había entrado en el pequeño puerto, situándose tras un islote que se alzaba entre la costa y la península formando una especie de dique.

      —¡Ah, bravo Morgan! —exclamó el señor de Ventimiglia, que había comprendido la atrevida maniobra del Rayo—. ¡Ha salvado mi nave!

      —¡Pero los dos navíos irán a sacarle del refugio! —dijo Carmaux.

      —Te engañas —repuso el señor de Ventimiglia—. No hay agua suficiente para barcos de ese