Ignacy Karpowicz

Sońka


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una especie de cuna, de un negro reluciente, similar al caparazón de un escarabajo. De la moto se bajó una figura. Me persigné tres veces y agaché la mirada, porque me pareció que se trataba del diablo o de su criado; vestido de cuero negro, incluso su cara estaba cubierta por unas extrañas gafas, y si no le vi el rabo fue porque venía hacia mí de frente.

      Se acercó al banco, se detuvo, vi las puntas de sus botas polvorientas. Empezó a decir algo, pero hablaba de una manera horrible, no pude entender ni jota de lo que quería, hablaba en algún dialecto bronco del infierno. En ese idioma suyo se tronchaban los troncos de abedules jóvenes, se rompían los cabrios y nada casaba con nada, sino que todo se separaba de todo. Rogué a Dios que se llevara de mi lado al maligno, rogué y rogué apretando con fuerza los ojos, hasta que empezaron a dar vueltas ante mí hogazas de pan anaranjado. Después de eso todo quedó en silencio y noté que me tocaba la piel desnuda de otra persona. Olía a almidón. Pensé que mi madre había vuelto para levantar mi cara hacia la carretera, que el mal se había alejado, barrido por completo por la falda de mi madre, incluidas la moto y la figura negra.

      Dejé que aquella piel desconocida me agarrara por la barbilla y volviera mi cara hacia el sol. Entonces mis ojos se hundieron en otros, los más azules, profundos y alegres, enormes, brillantes y terriblemente tristes. Pensé que así debía de ser el mar del que oí hablar una vez a los judíos de Gródek. Eso fue lo que pensé, agua sin límites que no era posible cruzar a nado, había que ahogarse, y un momento después empecé a sollozar porque comprendí que estaba hechizada, fascinada y enamorada, para lo bueno y para lo malo. Comprendí que el Señor acababa de poner su sello, pude oler la cera del sello. Dios había unido nuestros destinos, el de aquel hombre con ropa de cuero negro y el mío, con mi vestido de flores.

      El hombre, señalándose su corazón con la mano, dijo:

      —Joachim.

      Me miró.

      —Joachim —repitió—. Und sie?

      Noté que me ruborizaba. Aún me quemaba en la barbilla el roce de su piel. Aún me ardían las huellas de mis lágrimas.

      —Sońka —contesté lo más bajo posible, aunque él me oyó.

      —Sońka. —Sonrió—. Sehr gut.

      Se acercó a aquella cuna negra a un lado de la motocicleta y sacó algo de ella. Me dio un cachorrillo peludo que dormía: un pequeño perro lobo rojizo. También me dio un precioso collar de piel.

      —Sońka und Joachim —dijo, y después se subió a la moto y se alejó, levantando una polvareda.

      Me quedé allí con el perrito dormido. No sabía qué hacer. Me sentí como una semilla sembrada en un campo de piedras. Giré con los dedos el collar para intentar descifrar las extrañas letras de estilo antiguo. No se me daba muy bien leer, sabía lo poco que me había enseñado el pope, y además aquellas no eran las letras que yo conocía, porque las que hay en nuestra iglesia se parecían a sillitas. Pero por algún milagro conseguí leerlas.

      —Borbus —dije, y el cachorro levantó su hocico hacia mí.

      Así recibió su nombre: Borbus Primero.

      —Borbus —dijo en alto Igor.

      —Borbus —repitió Sońka, y se levantó para servir más leche.

      Y al otro lado de la ventana, la susodicha Borbus, Borbus Doce, se calentaba al sol y gañía. Igor, en su mente, soltó el bolígrafo, la hoja de papel, el móvil, el dictáfono y el extracto bancario electrónico donde apuntaba el relato de Sońka. Se preguntaba si debía acentuar el dialecto de uno u otro lugar —dependiendo de si la perspectiva era la del sitio donde se hallaba en ese momento o si era la de Varsovia— y si eliminar ciertas frases hechas, metáforas y comparaciones demasiado urbanas que a Sońka nunca se le habrían ocurrido. ¿O quizá sí?

      Bueno, pensó, pero debo hacer hincapié en el carácter universal de esta historia, de este relato que presiento, pero que aún no conozco. Esta historia debe ser comprensible sobre todo para los demás y entonces también será comprensible para mí.

      Bebió un poquito de leche.

      —Así que usted se llama Sońka —comentó—. Yo soy Igor. Igorek para los amigos.

      Sońka pensó que ese nombre no existía, al menos allí. ¿Sería quizás Ihar? En el idioma de Sońka no había letra «g». Daba igual; sonrió mostrando su hermosa prótesis, señaló su pecho con la mano verrugosa y dijo:

      —Sońka. Sońka.

      Hemos conocido nuestros nombres, pensó él, haciendo cierta concesión a la mentira.

      Y después lo asaltaron pensamientos tristes.

      Sońka callaba. Sentía una felicidad y una satisfacción que se extendían por aquel cuerpo suyo olvidado y conducido a una vía muerta. De nuevo, en agosto ocurría algo importante, algo que otra vez iba a ser definitivo. Se levantó, fue al dormitorio, sacó de un baúl un harapo enrollado y se lo dio con timidez al visitante.

      —Na, pahladzi18 —dijo en alto.

      El hombre no se apresuró a desdoblar el trapo. Primero lo sopesó en sus manos, medio sorprendido, medio intrigado. No pesaba mucho, pero en definitiva lo importante no pesa mucho, exactamente igual que lo no importante. Por eso resulta tan fácil confundir lo uno con lo otro, confundirse y perderse.

      Igor miró aquella tela medio deshecha. Tenía entre sus manos un ramillete de flores secas, un trapo sucio y raído con una gran mancha color bronce. Concentró su mirada en esa mancha: ¿café, cacao?

      —Heta yaho krou19 —dijo Sońka en voz baja.

      Le di al cachorro leche con un trozo de pan mojado en ella. Tenía miedo de que mi padre no me dejara quedarme el regalo. Volvió muy borracho, tanto que ni siquiera me pegó, sino que se tiró sobre el jergón y se durmió como un ceporro. Deseé que en su sueño tuviera una muela de molino atada a su cuello y que el peso lo arrastrara a los abismos; que mi padre sintiera la noche y el frío, murciélagos en el pelo y sanguijuelas en los párpados, que se asustara y regresara cambiado, que fuera bueno con Janek y Witek, conmigo y con nuestros animales.

      Porque mi padre era un demonio. Los demonios se habían apoderado de él, unos muy trabajadores y de fervientes rezos. Mi padre no se diferenciaba de otros padres, en los pueblos de por aquí los demonios crecen en tal cantidad que ni siquiera un camello entraría en el paraíso.

      No podía dormirme. Todo en mí había cambiado. Por eso salí de casa y fui al banco en el que había estado sentada unas horas antes; hace mucho, mucho tiempo. Desoí la orden de mi padre: Pa nochy tolki katy i bladzi laziać,20 solía decir. Tenía miedo de esa arbitrariedad suya, pero más miedo aún me daba mi propio coraje. Todo había cambiado en mí. Era la misma y a la vez otra completamente distinta, vuelta del revés como un vestido con lo de dentro hacia fuera. Temía más el futuro que la furia de mi padre, porque la furia la conocía, pero el futuro no. Miré al cielo. Vi la bóveda con millones de estrellas. Mi Dios, recé, tienes millones de estrellas, dame una, la más pequeña, hazla fugaz, impúlsala con el dedo o con un estornudo y yo pensaré un deseo. La estrella más pequeñita; puede estar desconchada, no importa, pero dámela, te lo suplico.

      Se ve que mi mamá intercedió por mí ante el Todopoderoso, porque escogió una estrella, que quizá no fuera grande pero sí muy bien hecha y casi nueva, y la empujó para que pasara fugaz sobre la tierra. Cerré los ojos y pensé un deseo. Tuve los ojos cerrados durante un buen rato y mi deseo grabó a fuego una señal en mi corazón. Fue un deseo como la tapa de un ataúd. Un deseo muy corto, una palabra a lo sumo, o quizá menos.

      —Joachim —dijo Igor, rememorando con voz tranquila el eco del deseo ansioso y desdichado de Sońka.

      Sońka miraba ahora con ojos muy abiertos al joven de la ciudad, de piel dorada y cuyos cabellos empezaban a escasear, con una calva que avanzaba como un río apacible; un chico de olor elegante y sin manchas