Эдгар Аллан По

Cuentos completos


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      El filósofo engulló otro vaso, a fin de mostrar su total comprensión y aceptación. Así, el visitante continuó:

      —Bueno, nos arreglamos de diversas formas. Una gran parte de nosotros se muere de hambre, algunos ceden ante el encurtido. Por mi parte, adquiero mis espíritus vivient corpore, pues me he dado cuenta de que así se mantienen muy bien.

      —¿Pero el cuerpo …hic …y el cuerpo?

      —¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, con el cuerpo? ¡Oh, ah, ya, ya! Pues bien, mi estimado, la transacción no afecta al cuerpo para nada. He realizado incontables adquisiciones de este género en mis tiempos y los implicados nunca sufrieron el menor inconveniente. Sirvan como ejemplo Nerón, Calígula, Caín y Nemrod, Dionisio y Pisístrato… además de otros mil que nunca sospecharon lo que era tener un alma en los últimos momentos de sus vidas. Sin embargo, señor mío, esos hombres eran el ornamento de la sociedad. ¿Y también está A… a quien usted conoce tan bien como yo? ¿No se encuentra él en posesión de todas sus facultades mentales y físicas? ¿Quién puede escribir un epigrama más agudo que él? ¿Quién razonaría con más ingenio? ¿Quién…? ¡Pero, basta ya! Tengo este contrato en mi bolsillo.

      Diciendo esto, sacó una cartera de cuero rojo y extrajo de ella gran cantidad de papeles. Bon-Bon llegó a ver parte de algunos nombres en varios documentos: Maquiav… Robesp… Maza… y las palabras Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad seleccionó una delgada tira de pergamino y procedió a leer el siguiente párrafo:

      “A cambio de algunos dones intelectuales que no es necesario especificar y a cambio, además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, por medio de la presente cedo al portador de este contrato todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada “alma”. (Firmado) A…”.

      (Entonces, su Majestad leyó un nombre que no me creo autorizado a revelar de una forma más inequívoca.)

      —Él era un personaje muy sagaz —resumió—, pero, igual que usted, Monsieur Bon-Bon, estaba equivocado acerca del alma. ¡El alma… una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ji, ji, ji! ¡Imagínese una sombra fricassée!

      —¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —duplicó nuestro héroe, cuyas dotes se estaban iluminando considerablemente ante la seriedad del discurso de su Majestad.

      —¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —repitió—. ¡Que me ahorquen… hic… hic…! ¡Y si yo hubiera sido tan… hic… tan necio! ¡Mi alma señor… hic!

      —¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?

      —¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es…

      —¿Dígame, señor mío?

      —¡No es ninguna sombra, que me ahorquen!

      —¿Usted quiere usted decir que…?

      —Sí, señor. Mi alma es… hic… ¡sí, señor!

      —¿Usted no querrá asegurar que…?

      —Mi alma est… hic… sustancialmente calificada para… hic… para un…

      —¿Un qué, señor mío?

      —Un asado.

      —¡Ah!

      —Un souflée.

      —¡Eh!

      —Un fricassée.

      —¿De verdad?

      —Ragout y fricandeau… ¡Vamos a ver, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted… hic… haremos un trato! —y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.

      —Tal cosa no es posible —dijo este último sosegadamente, mientras se levantaba de su asiento.

      El metafísico se quedó mirándolo.

      —Tengo suficiente provisión por el momento —señalo su Majestad.

      —¡Hic! ¿Cómo?

      —Y, a la vez, no tengo fondos disponibles.

      —¿Qué?

      —Además, no es correcto de mi parte que…

      —¡Caballero!

      —…que me aproveche…

      —¡Hic!

      —…de su afligida y poco elegante situación en este momento.

      Y con estas palabras, el visitante hizo un saludo y se retiró —sin que se pueda señalar de qué manera exactamente—. Pero en un bien calculado esfuerzo por lanzar una botella al “villano” se rompió la delgada cadena que colgaba del techo y el metafísico quedó tendido por el golpe de la lámpara al caer.

      Manuscrito hallado en una botella

      Qui n’a plus qu’un moment à vivre

      Quinault-Atys

      Tras muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la rica y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, únicamente inducido por una especie de nerviosa desazón que me fustigaba como un espíritu demoníaco.

      Nuestro majestuoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido fletado en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquedivas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar moreno de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco casi se hundía.

      Levamos anclas apenas impulsados por una tenue brisa, y a lo largo de muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro percance que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que habíamos puesto rumbo.