Hal Foster

El retorno de lo real


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porque fuimos iniciados por prácticas que aspiraban a romper con sus modelos dominantes. Así, también para nosotros se había aliviado la ansiedad de la influencia que a partir de Pablo Picasso y a través de Jackson Pollock fluía hasta alcanzar a los artistas ambiciosos en los sesenta; un indicio de nuestra diferencia (para nuestros predecesores, sin duda, de nuestra decadencia) era que el ángel con el que luchábamos era Marcel Duchamp por mediación de Andy Warhol, más que Picasso por mediación de Pollock. Más aún, estas dos narraciones edípicas habían pasado por el crisol del feminismo, que los cambió profundamente[8]. De manera que un crítico como yo, investido de la genealogía minimalista del arte, debe diferir de otro implicado en el expresionismo abstracto: el arte moderno no le resultará indiferente, pero tampoco lo convencerá enteramente. De hecho, en el capítulo 2 sostengo que este tema de la imitación puede situar al crítico en un punto crucial del arte moderno y, por lo tanto, llevarlo a prestar más atención a sus contradicciones que a sus triunfos[9].

      Como otros en mi ambiente, pues, me encuentro a cierta distancia del arte moderno, pero a poca de la teoría crítica. En particular, me encuentro cerca del giro semiótico que revigorizó a gran parte del arte y la crítica sobre el modelo del texto en la segunda mitad de los setenta (algo tratado en el capítulo 3), pues me formé como crítico durante esa época, cuando la producción teórica se hizo tan importante como la artística. (A muchos de nosotros nos parecía más provocadora, innovadora, urgente; pero entonces no había una contienda real entre, por ejemplo, los textos de Roland Barthes o Jacques Derrida y la pintura new-image o la arquitectura pop-historicista.) Sin embargo, por lo que se refiere a la teoría crítica, tengo el interés de un iniciado de segunda generación, no el celo de un converso de primera generación. Con esta ligera distancia intento tratar la teoría crítica, no sólo como una herramienta conceptual, sino como una forma simbólica e incluso sintomática.

      Aquí podrían aventurarse dos intuiciones retrospectivas. Desde mediados de los setenta la teoría crítica ha funcionado como una continuación secreta de la modernidad por otros medios: tras el declive de la pintura y la escultura tardomodernas, ocupó la posición de las bellas artes, al menos en la medida en que conservaba valores tales como la dificultad y la distinción, que habían perdido importancia en la forma artística. Asimismo, la teoría crítica ha servido como una continuación secreta de la vanguardia por otros medios: tras el clímax de las revueltas de 1968, también ocupó la posición de la política cultural, al menos en la medida en que la retórica radical compensaba un poco del activismo perdido (a este respecto, la teoría crítica es una neovanguardia por derecho propio). Este doble servicio secreto –como sucedáneo de las bellas artes y sustituto de la vanguardia– ha atraído a muchos seguidores diferentes.

      Una de las maneras en que trato la teoría crítica como objeto histórico es tomando en consideración sus conexiones sincrónicas con el arte avanzado. Desde los sesenta ambos han compartido al menos tres áreas de investigación: la estructura del signo, la constitución del sujeto y la ubicación de la institución (por ejemplo, no sólo los papeles del museo y de la academia, sino también el lugar del arte y la teoría). Este libro se ocupa de estas áreas generales, pero se centra en relaciones específicas tales como la existente entre la genealogía minimalista del arte y la preocupación fenomenológica por el cuerpo de un lado y por el análisis estructuralista del signo de otro (algo tratado en el capítulo 2), o por la afinidad entre la genealogía pop del arte y la explicación psicoanalítica de la visualidad desarrollada por Jacques Lacan más o menos en la misma época (tema tratado en el capítulo 5). También se concentra en momentos particulares en los que el arte y la teoría son reubicados por otras fuerzas: por ejemplo, cuando las instalaciones para un sitio específico o los collages de foto-texto replican los mismos efectos a los que por otro lado se resisten, la fragmentación del signo-mercancía (capítulo 3); o cuando un método crítico como la deconstrucción se convierte en una táctica cínica del posicionamiento del mundo artístico (capítulo 4).

      Considérense tales momentos como fracasos totales o como revelaciones parciales, suscitan la cuestión del criticismo del arte y la teoría contemporáneos (el desarrollo histórico de este valor se trata en los capítulos 1 y 7). Ya he señalado unos cuantos aspectos de la crisis actual tales como una relativa desatención a la historicidad del arte y un casi eclipse de los espacios contestatarios. Pero estos lamentos por una pérdida de asidero histórico y distancia crítica son viejos estribillos y a veces expresan poco más que la ansiedad del crítico por una pérdida de función y poder. Pero esto no los convierte en ilegítimos o narcisistas. ¿Cuál es el lugar de la crítica en una cultura visual que es eternamente administrada –desde un mundo artístico dominado por agentes de promoción con escasa necesidad de crítica hasta un mundo mediático de corporaciones de comunicación-y-entretenimiento sin ningún interés por nada–? ¿Y cuál es el lugar de la crítica en una cultura política que es eternamente afirmativa, especialmente en medio de las guerras culturales que llevan a la derecha a amenazar con o lo tomas o lo dejas y a la izquierda a preguntarse dónde estoy en este cuadro? Por supuesto, esta misma situación hace igualmente urgentes para siempre los viejos servicios de la crítica: cuestionar un statu quo político-económico comprometido con su propia reproducción y provecho sobre todo lo demás, y mediar entre grupos culturales que, privados de una esfera pública para el debate abierto, no pueden parecer más que sectarios. Pero tomar nota de las necesidades no es mejorar las condiciones.

      Esto no es apartar a la teoría de los artistas ni al arte de la política; ni alentar las agresiones de los medios de comunicación contra la teoría ni la caza de brujas de la derecha. (A veces la teoría está cargada lingüísticamente y es irresponsable políticamente, pero eso no significa ni remotamente, como el New York Times supone, que la crítica de arte sea mera palabrería y la deconstrucción una apología del Holocausto.) Por el contrario, de lo que se trata es de insistir en que la teoría crítica es inmanente al arte innovador y que la autonomía relativa de lo estético puede ser un recurso crítico. Ésta es la razón de que me oponga a una denigración prematura de la vanguardia. Como señalo en el capítulo 1, la vanguardia es obviamente problemática (puede ser hermética, elitista, etc.); sin embargo, recodificada en términos de articulaciones resistentes y/o alternativas de lo artístico y lo político, sigue siendo un constructo que la izquierda abandona a su suerte. La vanguardia no tiene patente de criticismo, por supuesto, pero un compromiso con tales prácticas no excluye un compromiso simultáneo con otras.