Michele Gesualdi

Don Lorenzo Milani


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y percibida por todos): «Os he querido más a vosotros que a Dios, pero tengo la esperanza de que él no esté atento a estas sutilezas y lo haya apuntado todo en su cuenta». Este amor, hecho de inteligencia y de afecto, dirigido en su totalidad al rescate y a la liberación respecto de atávicas herencias de resignación y marginación, se reencuentra en las páginas de este libro de Michele Gesualdi, que es un testigo privilegiado de esta realidad. Debemos estarle verdaderamente agradecidos por esta reconstrucción de la historia del priore de Barbiana, tan histórica y, al mismo tiempo, tan personal.

      ANDREA RICCARDI,

      Fundador de la Comunidad de San Egidio

      NOTA DEL AUTOR

      Barbiana, en el silencio de la montaña, guarda hoy la tumba de Don Lorenzo y su escuela.

      Antes de morir, Don Lorenzo había pedido al cardenal Florit que confiara la casa parroquial a Eda y a su familia de Barbiana mientras tuviesen necesidad de ella. Florit y sus sucesores mantuvieron la palabra dada. Gracias a esta presencia, Barbiana pudo seguir existiendo. La Fondazione Don Lorenzo Milani la rehabilitó en 2004 y le dio vida como en su período más hermoso.

      Todo ha seguido siendo pobre y austero, como en tiempos de Don Lorenzo. Una pobreza que no debe borrarse ni modificarse, porque es elocuente y nos recuerda que para realizar obras importantes no hacen falta grandes medios, sino que basta con disponerse a amar mucho la causa que se haya elegido servir.

      Todo volvió a hablar: las mesas y las sillas construidas por los primeros seis muchachos para comenzar la escuela, las paredes con los mapas realizados a mano, los gráficos que reemplazaban los libros, el taller instalado en la planta baja, con algún tornillo de banco y otros utensilios regalados o construidos por los muchachos. En ese taller casero, los alumnos y su maestro-sacerdote construían los instrumentos didácticos, las bibliotecas, los esquíes, los zancos y toda otra cosa que sirviese para la escuela y para la casa.

      Gradualmente, esa habitación de trabajo se convirtió en taller y escuela de carpintería, de mecánica, de soldadura, de forja, de electricidad y de estudio de las modernidades que se daban fuera de Barbiana, como los motores y las nuevas tecnologías. No pasaba por allí ningún artesano sin detenerse a enseñar su arte durante algunas horas.

      El taller se convirtió en un servicio gratuito también para las pocas familias del pueblo. Si se rompía un carro, se acudía a esos chicos para repararlo. Lo mismo se hacía si se rompía una silla o el asa de alguna olla, y los pequeños artesanos estaban orgullosos de ser útiles y de mostrar a sus padres lo que sabían hacer.

      Actualmente, esa pobre tumba y esa escuela anómala llaman a Barbiana a cientos de grupos escolares, parroquias, asociaciones, familias y personas individuales para respirar en vivo la experiencia que allí se desarrolló.

      Para los jóvenes de hoy es una experiencia lejana en el tiempo. Pertenece a una época diferente de la suya. Pero se hace actual cuando, confrontándose con los protagonistas directos de esa escuela, comprenden que las distorsiones contra las cuales luchó y enseñó a luchar Don Lorenzo existen todavía. Hoy como ayer existen en la sociedad primeros y últimos, cultos e incultos, insertos y marginados, pobres y ricos; y, en la escuela, los Pierinos y los Giannis. Las Barbianas del mundo son todavía muchas, y los barbianeses, mucho más numerosos: solo han cambiado de lugar y de piel.

      No llegan a comprender por qué motivo la Iglesia, en lugar de reconocer a un hombre valioso como Don Lorenzo, lo expulsó al exilio en esa montaña para reducirlo a silencio.

      Para dar alguna respuesta decidí expresar los testimonios vivos reunidos a lo largo de los años de personas que conocieron directamente el camino de Don Lorenzo antes de su llegada a Barbiana. He reunido estos testimonios porque también yo, en aquel tiempo, quería comprender lo mismo que quieren comprender los muchachos de hoy.

      Los hechos relativos al seminario, a Montespertoli y a San Donato los he escuchado de labios de Mons. Enrico Bartoletti, Mons. Silvano Piovanelli, Don Renzo Rossi, Don Auro Giubbolini, Don Bruno Brandani, Don Alfredo Nesi, Don Piero Paciscopi, Don Silvano Nistri, de Francesca, Cesarina, Eda, Giulia, Dora, Giovanna, Giorgio, Bestemmino, Don Ezio Palombo, y alguna cosa la he oído también directamente yo mismo de labios de Don Lorenzo.

      Se trata en todos los casos de testigos directos que apreciaban y querían al párroco. Por eso los hechos referidos están vistos con mirada parcial, pero todos son verídicos. He procurado confirmarlos también en las cartas de Don Lorenzo, que refiero a menudo. Algunos nombres han sido cambiados por respeto a los interesados o a sus familias.

      Otros episodios han sido enriquecidos con escritos o simples frases inéditas de Don Lorenzo o de terceros.

      Todo lo que he escrito sobre el período de Barbiana lo he vivido yo mismo directamente y, por tanto, no me ha sido transmitido por terceros, salvo los relatos de Don Cesare Mazzoni.

      Intencionadamente omito tratar de forma extensa acerca de la escuela de Barbiana y de su intensa vida, difícil de separar de la de Don Lorenzo y de su familia barbianesa. No excluyo la preparación de un ulterior trabajo independiente, porque se trata de una experiencia completamente distinta del resto. El mismo Don Lorenzo se convierte en Barbiana en una persona nueva. La cultura de los montañeses, los últimos entre los últimos, le transforma, dándole ojos, oídos, mente y corazón nuevos.

      En todos los escritos de Barbiana –Lettera ai cappellani militari [Carta a los capellanes militares], Lettera a i giudici [Carta a los jueces], Carta a una maestra, y su correspondencia privada– ya no es el «señorito» que escribe con un lenguaje culto y refinado, sino el barbianés. Escribe y habla como ellos, ve las cosas desde su mismo punto de vista, cada palabra es esencial y llega directamente al corazón, como una flecha hecha a mano por quien la lanza.

      Los años de Barbiana vieron el «milagro» de Milani. Quien no vivió directa e intensamente aquellos años indaga para comprender, pero al final se rinde. No comprende cómo ese sacerdote, aun siendo poseedor de una gran inteligencia, pero aislado en un lugar paupérrimo, sin relación alguna con el exterior y sin medios, en el que falta de todo: teléfono, luz, calles, libros, diarios y revistas culturalmente influyentes, puede haber logrado hablar con semejante fuerza al mundo entero.

      Cuando estaba en Calenzano, Don Lorenzo buscaba personajes interesantes y los invitaba a hablar en la escuela popular. En Barbiana sucede exactamente lo contrario: son las personalidades políticas, religiosas, socialmente comprometidas y cultas las que lo buscan y trepan hasta allá arriba para respirar esa experiencia. Don Lorenzo habla desde la «cátedra de la nada», enseña y elabora nuevos pensamientos para hoy y para el futuro. Logra transformar lo particular y la cotidianidad en algo universal, tratando temas de gran envergadura, como la objeción de conciencia, la paz, la formación civil y religiosa, la injusticia social, el primado de la conciencia por encima de la ley, la explotación Norte-Sur del mundo, el racismo y la escuela. Contra estos males se dirige su lección. Una lección que toca la escuela, la política, la Iglesia, la economía, la justicia, que no logran sustraerse a la fuerza de las verdades que las martillean.

      ¿Cómo puede haber sucedido todo eso? Sé que digo una cosa grande y al mismo tiempo obvia si afirmo que por Barbiana pasó el Espíritu Santo, que llenó plenamente a este sacerdote ayudándole en todo.

      Escribir acerca de esa experiencia no es fácil para mí, porque se asoman a mi memoria doce años de vida en común con Don Lorenzo: una montaña de recuerdos sobre el hombre, el sacerdote, el maestro, el hermano-padre. Muchos de esos recuerdos pertenecen a aquella esfera del alma que no desea compartirse con nadie, y contar se convierte en una violencia contra mí mismo que no me apetece padecer.

      Mi hija Sandra se opone, aunque delicadamente, a esta posición mía y sostiene que el tiempo hace que también aquello que se vive como lucha se convierta en un don universal.

      Sobre todo ahora que una rara enfermedad me ha debilitado y me ha quitado la fluidez de la palabra, y estoy obligado a permanecer más en casa, me hurga y me espolea para que coja la pluma.

      La comprendo, porque ella, al igual que su hermano Daniele y su hermana Emanuela, son hijos