Michele Gesualdi

Don Lorenzo Milani


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las cuales se hiere a sí mismo y hiere a los demás.

      La energía y la fuerza con las que actúa parecen no conocer límites.

      Nuevo es también el lenguaje, sin parentesco ni siquiera lejano con el utilizado por los demás sacerdotes. Nada de lamentos ni de tonos buenistas y acomodaticios, sino palabras fuertes e incisivas que llegan, sacuden y mueven los sentimientos más elevados, escondidos en la conciencia de todo ser humano.

      A su amigo Cesare Locatelli, que le hace notar que un día escuchó salir de sus labios un lenguaje no precisamente edificante, le responde:

      Siempre he sido un malhablado. Haré todo lo posible por dejar de serlo. Si todavía no lo he logrado, es porque nunca le di tanta importancia. ¿Qué quieres que me importe lo que dicen los demás cuando la lucha es por estar en gracia de Dios? Si estoy en gracia no hago mal a nadie, tampoco si me expreso con palabrotas. Si no estoy en gracia, hago siempre el mal a todos, aunque hable todo de Jesús y de María.

      El suyo es un lenguaje cortante que trae a la memoria el Evangelio, que no es acomodaticio, sino chocante. «No he venido a traer la paz, sino la espada». La espada es la del guerrero de Dios, que no asesta el golpe al azar, sino que corta decidido donde está el mal, sin piedad, como hace el bisturí del buen cirujano.

      Quiere ser sacerdote, siervo de Dios, comprendido por todos con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo. Por eso es esencial la limpieza interior que otorga la gracia de Dios, que refuerza la fe y que Don Lorenzo busca constantemente en la confesión.

      En efecto, la fe es un gran consuelo para quien logra estar en gracia de Dios, y regala una limpieza que hace resplandecer al sacerdote con una luz nueva.

      El primer día de escuela pone de inmediato las cosas en claro diciendo: «Os juro que os diré siempre la verdad, aunque no haga honor a mi empresa, la Iglesia».

      Se trata de una escuela que, desde los primeros pasos, se impone con la atrayente novedad de romper los viejos esquemas y de mantener juntos en la casa parroquial, sentados a la misma mesa, a creyentes y no creyentes, militantes de partidos y sindicatos diferentes, unidos por el deseo de saber y el anhelo de rescate social; un hecho perturbador para una época en que se entregaban distintivos para poner en el ojal y así marcar las diferencias.

      El mundo católico tradicional recibió la escuela popular con recelo, y esto se transformó muy pronto en motivo de conflicto: ese sacerdote está equivocando el camino, no puede poner en el mismo plano a fieles y a gente alejada de la Iglesia. Hay que detenerlo.

      Un día, un muchacho de una sólida familia católica criticó a Don Lorenzo diciéndole: «Pero ¿usted enseña también al que es comunista y declarado enemigo de la Iglesia?». Él respondió: «Yo enseño el bien y a ser una persona mejor. Si después sigue siendo comunista, será un comunista mejor». A la acusación de haber dividido al pueblo replicaba: «Yo no lo he dividido, sino que lo he encontrado ya dividido. Solo he elegido de qué parte estar: me he alineado de parte de los pobres».

      La suya era una escuela que formaba a los jóvenes en una conciencia crítica, indicando objetivos nobles por los cuales comprometerse. Así los jóvenes obreros y campesinos de toda proveniencia ideológica llenaron de forma creciente la casa parroquial y la iglesia con una vivacidad y un entusiasmo que no se encontraban en las parroquias vecinas, que iban cultivando a duras penas su tradicional huertecillo humano.

      Don Lorenzo transmite con la escuela valores evangélicos que no necesitan mediación, sino ser aplicados sin excusas ni componendas, y que impulsan al sacerdote no a conservar, sino a asumir la función de estímulo y de guía hacia un cambio de la sociedad, porque la injusticia social, antes que ofender a los hombres, ofende a Dios.

      La fuerza de los argumentos, la vitalidad y sobre todo el ejemplo de vida del joven vicario se convierten muy pronto para los muchachos que frecuentan esa escuela en valores que asimilar y practicar como modelo de vida nueva.

      Animados por su vicario, se comprometen para ayudar a un orfanato existente en su territorio. Luchan por eliminar la costumbre de hacer participar a los huérfanos en los cortejos fúnebres a cambio de una compensación económica al colegio por parte de los parientes del difunto. Sostienen que el lugar que corresponde a los chicos es la escuela, la vida social con sus coetáneos, no los funerales. Los liberan también de la humillación de ir por las casas pidiendo limosna. Cogen el carrito de tracción humana que utilizaban los huérfanos y ellos mismos van periódicamente casa por casa a reunir alimentos y donaciones para el sostenimiento del colegio. En estas salidas, los jóvenes notan un hecho curioso: cuando está con ellos Don Lorenzo, las familias católicas más conocidas son generosas a la hora de donar y hacen todo lo posible por ser notadas por el sacerdote. Por el contrario, cuando van solos, no dan nada, diciendo que ya han donado en abundancia la vez anterior. Una hipocresía que Don Lorenzo no renunció a remarcar cuando le fue referida.

      El vicario dedica sus cuidados a los huérfanos también como sacerdote y maestro, pasa a ser su confidente y confesor. Les ayuda en las tareas escolares, escribe farsas divertidas para recitar en común. Juega también al fútbol con ellos y las risas de los chicos son incontenibles cuando, al correr torpemente a causa de la sotana, cae a veces y rueda por tierra.

      Aparte de ayudar al colegio vemos a esos jóvenes empeñados en el río junto a Don Lorenzo, tamizando la arena para los trabajos de recuperación de una capilla en desuso y, más tarde, para construirle la casa a una viuda y a sus hijos, que habían perdido al padre en un dramático accidente de trabajo.

      Se encuentran en las plazas para impugnar las mentiras de los oradores de los distintos partidos políticos y organizar conferencias y debates públicos sobre los problemas de actualidad.

      Giacomino

      Se ocupan de los que viven rechazados por todos, como Giacomino, el alcohólico que le hace todo tipo de fechorías a su mujer, que al final, indignada, lo echa de casa. Él se va

      a vivir solo y lleva una vida de marginado, pero siente la soledad y todas las mañanas se presenta temprano junto a la reja de la ventana de la planta baja de la casa de su mujer para implorar que lo reciba de nuevo. Ella ha terminado definitivamente con él y le echa siempre cerrándole la ventana en la cara. Tras el cristal de la ventana aparece una mañana el perfil del marido con los ojos desorbitados, inmóvil. Se había ahorcado en la reja. La pobre mujer grita desesperada: «¡Has querido hacerme también este último desprecio!».

      La noticia del suicidio se difunde velozmente por el pueblo; vienen los carabineros y también el joven vicario. Juntos cubren el cuerpo con una manta en espera de los procedimientos para su levantamiento.

      El magistrado acepta la propuesta del vicario de ocuparse del cadáver. En el bolsillo de su vestimenta encuentran una nota: «Soy Giacomino, hombre perverso. No recéis por mí, que es tiempo perdido».

      En esa época no se permitía el funeral religioso al suicida. Pero Don Lorenzo y sus jóvenes acompañan el féretro al cementerio para la sepultura.

      El pequeño cortejo fúnebre se cruza durante su camino con Alfredo, un muchacho de 18 años que va camino de regreso a casa. Cae ya la tarde, y el pequeño grupo con el féretro y el sacerdote le impresiona un poco, pero se une también él a la comitiva. Al regreso le acompaña Don Lorenzo. Alfredo frecuentaba intermitentemente la escuela popular, pero los dos no habían tenido nunca una charla verdadera y profunda. Esa tarde aprovechan la ocasión. Hablan del misterio de la vida y de la muerte, de Giacomino, que había tirado un hermoso don de Dios como es la vida. El joven se abre y confía al sacerdote su deseo de dejar su tierra por el trabajo en la fábrica y por sus aspiraciones para el futuro. Don Lorenzo le convence de que frecuente de forma regular la escuela popular, y después le pregunta: «¿Cómo van las cosas con el alma?». Y de rodillas, en medio del campo, no lejos de su casa campesina, con los perros ladrando a distancia, le oye en confesión. A partir de ese día Alfredo frecuentó de manera regular la escuela y se unió a los otros jóvenes a los que la obra de un sacerdote estaba transformando en personas socialmente comprometidas y combativas.