«Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mt 22,14).
Se necesitan bautizados convertidos que gusten ya de un cambio auténtico de sus vidas. Hombres y mujeres pecadores como Carlos de Foucauld son llamados en la Iglesia a proclamar y extender el Evangelio. Configurados con Cristo. A Foucauld no le faltaba ningún dolor, ni descalabro, ni fisura; ninguna diferencia. Las tenía todas y de todo tipo. Conviene pararnos a contemplar dónde le nace su vocación adulta.
Carlos de Foucauld vive en un final de siglo decadente, ofuscado por un frustrante pesimismo ambiental. Él es un militar fogoso y patriota. Le vemos viajar a Marruecos para defender su patria en contra de Alemania, que quiere anexionárselo. Es un hombre con una pura visión política de los acontecimientos. Junto a su tía y a su sobrina, la señora Bondy, se posiciona incluso como defensor de la monarquía. En Marruecos descubre la dureza de la vida y reafirma un voluntarismo intransigente que ya practicaba. Su tendencia natural y familiar le conduce por la senda del extremismo. Hubiera podido ser un fanático, un fundamentalista, un inquisidor, pero, ciertamente, el islam produce en él una gran conmoción; aunque la conmoción y la transformación completa de su ser le vendrán a través del encuentro con un hombre extraordinario, que le influirá y le conducirá espiritualmente a lo largo de su vida: el abbé Huvelin.
El padre Huvelin es un sacerdote con una inteligencia fuera de lo común. Renuncia a ser profesor del Instituto Católico de París y permanece como coadjutor de la parroquia de San Agustín hasta su muerte. Es un hombre al que consultaban profesores y filósofos, gente muy capacitada. Acompaña a dos de ellos hasta su muerte, incluso a Émile-Maximilien-Paul Littré, que fue un lexicógrafo y filósofo francés, famoso por su Diccionario de la lengua francesa. Huvelin es un hombre y un sacerdote excepcional, tanto como consejero espiritual y amigo de no creyentes como cura de las empleadas de hogar y de la gente menuda de ese barrio de la burguesía parisina.
En octubre de 1886, Carlos de Foucauld, por insistencia de su prima Marie de Bondy, se encuentra por primera vez con el padre Huvelin. Desde ese momento, Foucauld se va a dejar guiar por él. De un modo progresivo comenzará un largo proceso de acompañamiento y de transformación. Ese año, Huvelin tiene 48. Rehúsa ser profesor de Historia y se dedica a dar charlas en la cripta de la parroquia de San Agustín. Allí acuden muchas gentes y muchos intelectuales parisinos. Su enseñanza fascina y provoca la amistad de bastantes agnósticos. Su bondad, sus cualidades espirituales, su humildad hacen de él un hombre de gran discernimiento de la voluntad de Dios en la vida de los que le visitan. Y lo hace con una gran finura. Manifiesta una profunda alegría interior. Adivina el secreto de muchos corazones a base de silencio y discreción. Y mantiene una salud muy quebradiza, que le hace estar exhausto largas horas al día.
No podemos pasar por alto la influencia decisiva en Carlos de Foucauld de este sacerdote increíble y el reconocimiento explícito e importantísimo del acompañamiento espiritual al cuasi fanático Carlos de Foucauld desde el momento en el que el padre Huvelin aparece en su vida. El Dios de la señora de Bondy y de Carlos de Foucauld, cuando aparecen en San Agustín, era un Dios de bondad y de inteligencia; Huvelin le enseñará al hermano Carlos la ciencia del corazón. Frente a los jesuitas, que fomentaban la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con una mentalidad de expiación y de víctimas, Huvelin precisa lo que ha de ser una auténtica devoción al Sagrado Corazón de Jesús: «Un corazón viviente en medio de la humanidad, unido a la divinidad [...] no es el corazón sangriento, aislado, separado del cuerpo». Huvelin pasa de la concepción política a la concepción mística de esta devoción.
La hondura, la prolongación en el tiempo y la discreción de la dirección espiritual de Huvelin será el fundamento del cambio de rumbo en la vida de Carlos de Foucauld. A partir del encuentro de los dos hombres, el fuego de Dios transformará, incluso físicamente, a Carlos de Foucauld. Probablemente también a Huvelin. El fuego de Dios transformó la psicología voluntarista y las tentaciones del hermano Carlos, del mismo modo que ha de seguir transformando el voluntarismo de los laicos bautizados del siglo XXI, para transmitir el Evangelio. Y observamos en la vida de Foucauld, como en la de los cristianos bautizados actuales, que, cuando la gracia de Dios invade la existencia de una persona, se producen verdaderas maravillas. Pablo d’Ors habla de la importancia de la psicología religiosa, que ocupa un lugar importante en la vida espiritual y es capaz de diluir poco a poco nuestras sombras. Carlos de Foucauld, gracias a la magnífica orientación recibida por el padre Huvelin, confió su vida plenamente a Dios.
Los hombres confiados, los que se dejan hacer humildemente por el amor universal, son los que necesita esta tierra para avanzar y expandir la frescura y la ternura del Evangelio. Y es maravilloso poder hacerlo en este tiempo oscuro y de gran pesimismo ambiental, como en el tiempo de la conversión de Foucauld en París. Nadie mejor que él para orientar nuestra reflexión y nuestro cambio necesario. Este es un tiempo asombroso en el que el mundo real exprimirá a los nuevos evangelizadores como si fueran naranjas.
El mensaje anunciado por Carlos de Foucauld se encierra en lo que vivió, en lo que intentó hacer. Está también en las abundantes páginas que redactó, donde dejó traslucir lo esencial de su experiencia espiritual. Cerca de cien años después de su desaparición, estamos muy lejos de haber hecho un inventario de toda la riqueza de su testimonio. Sin embargo, se pueden situar algunos elementos principales, presentados aquí brevemente bajo algunas citas de las cartas a su amigo Henri de Castries 2.
SOLO LOS BAUTIZADOS ADULTOS SERÁN CAPACES DE AFRONTAR LA EVANGELIZACIÓN DEL TIEMPO PRESENTE
La primera perla es de vital importancia para poder entender el trasfondo de este libro. Pretende, en primer lugar, que, antes de hacer un planteamiento de evangelización del mundo actual, se tenga bien definido qué tipo de evangelizadores, de discípulos de Cristo, son los necesarios, y se los prepare con prioridad absoluta sobre el resto de la acción pastoral de la Iglesia. Si algo le sobra a la Iglesia es clericalismo enfermizo. Y si algo le falta es la formación y conformación con Cristo del laicado cristiano. Ellos han de ser los artífices de la evangelización en el tiempo presente. Es ahí donde se sitúa la apuesta que empapa todo el libro. En una cultura como la actual no hay otro camino que la irrupción laical, sana, no contaminada, fortalecida por una fe comunitaria, fraterna, espontánea y auténtica.
Para desvelar el tipo de laico adulto que necesitamos vamos a seguir la pista de unas citas elementales del pensamiento vital y de la transformación espiritual de Carlos de Foucauld. Intentamos encontrar caminos para el crecimiento de un cristiano adulto, de un evangelizador renacido y renovado, conformado y configurado con Cristo y sustentado en el amor a las diferencias. Un discípulo que se sabe, como los de todas las generaciones cristianas, llamado a ser «pescador de hombres» (Mt 4,19). La selección de citas –parte de la gran aportación espiritual recogida por la Familia de Carlos de Foucauld– es expresión de su ser en Dios, convertido, salido de la noche e iluminado por la gracia. Foucauld nos ofrece en este capítulo inicial los primeros trazos del enamorado del Evangelio, del discípulo adulto transformado por el fuego de Dios que precisa la evangelización silenciosa de este siglo XXI.
«Una gracia interior extremadamente fuerte me empujaba» 3
Foucauld enseña que no se puede afrontar la vivencia del Evangelio desde fuera de la gracia. Todo paso fuera de ella será inútil. Una experiencia que se sucede a lo largo de la historia de la Iglesia. Nada acontece sin la gracia, lo cual no presupone ni éxito ni triunfo. Foucauld es buen guía en este empeño. Los llamados a evangelizar se entregarán a Cristo y a su Evangelio, conscientes de que nada depende de ellos. Solo así la fe germinará en un cristiano adulto, experimentado en el camino de la gracia, libre y ágil, sin pesos inútiles o infantiles, alejado del protagonismo y con el solo deseo de servir.
«¿Qué milagro de la infinita misericordia de Dios me ha llevado tan lejos?»
En el Año de la misericordia que convocó el papa Francisco se hizo comprensible que, al margen de la misericordia, no es posible la evangelización. La Iglesia ha de cuidar, observar y vigilar para que la misericordia envuelva la evangelización y la torne humilde y sana. Y que las acciones evangelizadoras sean conformes a su misericordia. El adulto misericordioso bebe en la fuente del Hijo, duerme