Mercedes Abad

Casa en venta


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permitiera escuchar grabaciones. Sin embargo, lo que más ilusión me hacía —tanta que apenas me atrevía a pensar en ello— era que la familia se multiplicase en mi interior. Que Solange se quedase embarazada estando dentro de mí. Yo lo sabría en el acto, lo intuiría mucho antes de que ella tuviera la primera sospecha; las casas siempre sabemos ese tipo de cosas.

      Me quedé atónita primero y consternada después el día en que, sin tomarse la molestia de ventilar primero —pero yo casi lo preferí porque el olor a madera y clavo de Solange aún flotaba en la atmósfera— el chico de la inmobiliaria volvió acompañado por dos desconocidos y subió a toda prisa las persianas para enseñar mis dominios. ¿Y Solange? Aquella nueva visita, ¿significaba que quien ya era mi propietaria espiritual, la dueña que yo había elegido, no iba a adquirirme? ¿Acaso nunca más volvería por aquí? ¿No volvería a verla ni a deleitarme en la caricia de su voz grave y algo rota, que se arrastraba un poco en ciertas sílabas y con su leve acento francés cambiaba la música de palabras familiares de forma que era como si lo oyeras todo por primera vez? Me hundí en un pozo sin fondo de desolación. Aunque fuera lucía el sol, la oscuridad me envolvió. Algo debieron de percibir los visitantes porque exclamaron poco y enseguida se fueron. Menos mal que me dejaron en paz, porque sus pisadas se me hicieron insufribles, como si me estuvieran violando. Podría jactarme de haberlos expulsado, pero mentiría. Se fueron por voluntad propia. Nadie quiere vivir en una casa que no te quiere, que te detesta incluso, que se encierra en sí misma porque acaba de sufrir una desilusión. En cuanto cerraron la puerta tras de sí y dejaron de mancillarme, me entregué a la amargura. No podía dejar de darle vueltas a la última visita que me había hecho Solange. ¿Había venido a probarme, a ver si mi acústica era apropiada para ensayar en mi interior? ¿Le había fallado acaso? ¿Me había mostrado por debajo de sus expectativas? ¿No era yo un buen lugar para una violinista? No sabría decir cuánto tiempo viví martirizada por esos pensamientos. Me acusaba, me odiaba y aborrecía la criminal mezquindad de los constructores que no habían concedido importancia a mi acústica y me habían hecho indigna de alguien como Solange. Hasta que de repente recordé un gesto suyo. Me vino a la mente el momento en que, justo antes de partir, después de haber guardado en su estuche el violín, con el chico de la inmobiliaria esperándola en el rellano y jugueteando con las llaves de un modo que me habría irritado de no hallarme todavía vibrando con la música, Solange acarició con el dorso de la mano, muy levemente y a lo largo de algo menos de un metro, una pared del salón. Qué ofuscada, qué maltrecha debía de haberme dejado el dolor de perderla, para haber tardado tanto en recordar un detalle tan concluyente. Si me había acariciado, con algo que me pareció nostalgia anticipada, ¿no sería que no había venido a probar mi acústica sino a despedirse de mí? A decirme «Eres hermosa, eres perfecta, me habría encantado vivir aquí, pero no nos han concedido el préstamo y no podemos comprarte». O quizá a su marido le habían ofrecido un buen puesto de trabajo en el extranjero y allá se iban los tres. Por algún motivo los imaginé en las antípodas, colgados boca abajo, a años luz de mí. También me pregunté —o más bien esa pregunta me tomó por asalto— si la pieza musical que había tocado no habría sido escrita por ella misma para mí. Será vanidad o soberbia pero, una vez entrevista, esa posibilidad alivió mi dolor. De ser cierta, mi pasión por Solange era correspondida. No había sido rechazada. No era indigna de ella. Solange también sufría, aunque no me cabe la menor duda de que debió de hallar consuelo mucho antes que yo.

      Llevaba unos tres años a la venta cuando eso sucedió. Tras la decepción me apliqué a cultivar un escudo protector forjado en escepticismo. Me volví cínica y dura, pétrea a más no poder. Asistía a las visitas con la mayor displicencia y las compuertas emocionales herméticamente cerradas. Si no había de habitarme una diosa, prefería ser para siempre un piso deshabitado y envuelto en telarañas. El polvo acumulado por todas las superficies, el tufo a cerrado y la oscuridad permanente convenían admirablemente a mi melancolía. Confieso que había cierta voluptuosidad en regodearme en el dolor. Creo que fui incluso responsable de la ruptura de una pareja. «Hay malas vibraciones aquí», le dijo él a ella entre susurros en un momento en que el chico de la inmobiliaria hablaba por teléfono y no podía oírlos. «La de chorradas que puedes llegar a decir a falta de argumentos —contraatacó ella—. Es un piso perfecto, una puta maravilla, ¿me oyes? No encontraremos nada mejor ni aunque veamos tres mil». «Pues a mí me da mal rollo —insistió él—, ¿qué quieres que le haga?». «Tú sí que empiezas a darme mal rollo a mí. Fumas demasiada mierda y te dan paranoias. Igual no es buena idea que nos compremos un piso». No sé qué sucedió luego porque el chico de la inmobiliaria interrumpió la disputa y el hipersensible detector de malas vibraciones y la novia furiosa se hundieron en un silencio enfurruñado y hostil. Confieso que sentí un impío regocijo rayano en la euforia. Puede que no fuera lo bastante buena para atraer a la compradora de mi elección pero tenía el poder de ahuyentar a los demás.

      Con el tiempo, fatalmente, el dolor fue cediendo. Llegó un día en que descubrí horrorizada que mi recuerdo de Solange se desvanecía y que, por más que siguiera fingiendo indiferencia para cubrir el expediente, las visitas de posibles compradores volvían a ilusionarme. Por aquel entonces ocurrió algo que sería deshonesto dejar de mencionar. Alguien compró un piso en el edificio. Raro era el día en que no resonaban pasos o retumbaban martillazos o ruidos de taladros a medida que ese piso se iba vistiendo con lámparas y estanterías, camas y cabezales, espejos y mamparas. Mi soledad perdió su aura romántica y empecé a sentirme devorada por los celos. Me pasaba el día alerta y en tensión, presa de la envidia, y cada ruido se me clavaba como si fuera una espina. Hasta ese momento había sobrellevado mi vacuidad con bastante estoicismo, pero imaginar a otra, hasta entonces mi igual, decorada con alfombras y cuadros, butacas y mesas, veladores y sofás y plantas de interior me resultó desquiciante. Tenía ataques agudos de nostalgia por todos los enseres que convierten un espacio vacío en un lugar habitable, sobre todo de las plantas, que tanta compañía podían haberme hecho, y cada visita que recibía me llenaba de ansiedad. Dominada por el despecho, procuraba mantenerme impasible ante las exclamaciones de júbilo de mis pretendientes y aunque no podía evitar que algunos me encantaran y otros me repatearan, me engañaba pensando que me daba igual que me compraran o no. En esas estaba, y dentro de mí habían exclamado en castellano y en catalán, en ruso y en portugués, en polaco y en chino, en alemán y en inglés, pero nunca más en francés, cuando una tarde soleada de final de verano, siete años después de que me construyeran, aparecieron ellos. Él, alto, sólido, ancho de hombros, lento y reflexivo, el tipo de persona que piensa antes de actuar. Ella, menuda y dueña de una energía inquieta, veloz como un roedor, el tipo de persona que actúa antes de pensar. Cuando dije que no los recordaba era solo una pose. Más que gustarme como individuos —ella pisaba mis suelos un poco demasiado fuerte y, además, por aquel entonces yo aún me prohibía el menor atisbo de sentimentalidad—, me pareció que se conjugaban muy bien los dos, por un contraste tan extremo que llamaba la atención. Las parejas observadas a lo largo de siete años —la observación psicológica no dejaba de ser mi único entretenimiento— pertenecían a dos tipos: aquellas en las que ambos eran parecidos y de los que siempre sospeché que habían buscado a un igual movidos por la autosatisfacción, y aquellas ante las que era difícil no preguntarse cómo diablos dos personas tan distintas podían estar juntas. Supongo que la primera tipología busca en el otro sus propias virtudes. La segunda, en cambio, debe de preferir no hallar en el otro ninguno de sus defectos. Sea como fuere, ella, de quien al principio pensé que podía ser actriz, prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, quizá algo excesivas para mi gusto, pero debo confesar que me cautivó su lenguaje. No decía: «Qué bonita casa o qué maravilla (que era la palabra que con mayor frecuencia pronunciaban mis pretendientes) o qué preciosidad de vistas», como lo hacía la mayor parte, y tampoco se encalló en el nivel onomatopéyico, sino que enseguida diagnosticó: «Es magnífica», un adjetivo que, por extraño que parezca, nadie me había aplicado aún y que, a pesar de mis esfuerzos por hacerme la indiferente, produjo un agradable cosquilleo en mi maltrecha vanidad. El efecto del «magnífica» aún no se había disipado y yo estaba achispada, burbujeante de placer, cuando me aplicó toda una andanada de adjetivos de la que solo retuve «epustuflante», que no había oído jamás, pero que me sentó como si acabaran de ponerme una condecoración.