Pilar Tejera Osuna

Damas de Manhattan


Скачать книгу

sangre cubría ya el uniforme de su esposo cuyo rostro palideció en cuestión de minutos hasta adquirir una tonalidad cadavérica.

      La refriega proseguía y no parecía haber nadie para cubrir la vacante dejada por su marido. Así que Margaret Corbin aparcó su dolor y se centró en lo que había memorizado como una salmodia: «Limpiar, cargar, apuntar, disparar…». No se lo pensó dos veces. Durante unas horas que parecieron días, disparó y disparó hasta ser alcanzada en un brazo, en el pecho y en la mandíbula. Instantes después, perdía el conocimiento.

      Los británicos ganaron la batalla de Fort Washington, última posición rebelde en la ciudad de Nueva York. A las cuatro horas de la tarde de ese mismo día, la bandera estadounidense fue arriada del mástil para ser reemplazada por la británica. Margaret y el resto de los supervivientes fueron hechos prisioneros.

      La derrota marcó el inicio de la reocupación británica. La ciudad de Nueva York permanecería en manos inglesas siete años, hasta producirse la definitiva retirada el histórico 25 de noviembre de 1783. Desde entonces, ese día, bautizado como Evacuation Day, en el que el general Washington condujo triunfalmente al Ejército Continental desde su cuartel general situado al norte de la ciudad hasta el otro lado del río Harlem, y al sur a través de Manhattan hasta The Battery, se celebra en todo el país.

      Margaret Corbin recibió el tratamiento de un soldado herido y fue liberada poco después. Tras aquello, se retiró a Filadelfia.

      Al parecer, nunca se recuperó del todo de las heridas. Se alistó en el Cuerpo de Inválidos llevando una existencia difícil hasta que en 1779, tres años después de haber caído, su caso fue revisado por una Junta Militar. El Gobierno decidió concederle una pensión para cubrir sus necesidades básicas y en reconocimiento a su servicio; le fue concedida la mitad del sueldo mensual de un soldado. De esta forma fue la primera mujer, en la historia de los Estados Unidos, en recibir una pensión del Congreso por un servicio militar.

      En 1909 se levantó en su memoria un monumento no lejos de la escena de su hazaña. El lugar, conocido como Fort Tryon Park, es un precioso parque público con vistas al Hudson en el neoyorquino barrio de Washington Heights. La calle que discurre a lo largo del parque lleva su nombre. Una placa en su honor, colocada en 1982, marca el inicio del sendero. Su recuerdo se conserva también en el gran mural art déco que describe su gesta y que decora el vestíbulo de un edificio de apartamentos situado en el 720 de Fort Washington Avenue.

      Margaret Corbin fue una de las muchas Molly Pitcher, el nombre de la heroína que se destacó en la batalla de Monmouth (New Jersey) acaecida dos años después de la de Fort Washington y que bautizó a otras esposas luchadoras. Molly Pitcher pasó la mayor parte de la contienda llevando agua a los soldados y artilleros bajo el intenso fuego enemigo. Llegado un punto, también sustituyó a su marido caído en combate, ocupando su lugar en el cañón. En un momento dado una bala de cañón voló entre sus piernas desgarrando su falda. Al parecer, después de comentar «podría haber sido peor» volvió a cargar y siguió disparando.

      Todas estas mujeres forman parte de la historia de Nueva York. Su valor mantuvo alta la moral de sus esposos y de los soldados que lucharon por defender la ciudad cuando era un lugar muy distinto al que conocemos hoy. Bravo por ellas.

      

      ANNA OTTENDORFER

      (1815-1884)

      Una editora llegada de Baviera

      Se estima que hay más de tres mil cien licencias de venta de hot dogs en la ciudad de Nueva York. Según los informes, algunos interesados en obtener una de ellas han estado en lista de espera hasta veinte años. Pero tan largo plazo no se aplica para montar un puesto en los parques de la ciudad. Hay lugares y lugares, claro. No es lo mismo explotar este negocio entre los árboles de Central Park, por ejemplo, que hacerse con un suculento trozo de acera bajo el Empire State Building. El precio de la licencia varía pudiendo alcanzar cifras astronómicas. Y es que Nueva York y los perritos calientes forman un matrimonio duradero y estable. No hay película que se precie rodada en la Gran Manzana en la que los protagonistas no pidan un perrito a la hora del almuerzo.

      Lo que muy pocos saben es que el hot dog fue llevado a los Estados Unidos por los inmigrantes alemanes llegados hace un siglo y medio. Fueron ellos quienes enriquecieron la gastronomía local con los dachshund o perro salchicha en alemán, así como con otra reina del menú estadounidense: las hamburguesas. Por lo visto la venta de hot dogs se hizo popular a finales del siglo xix, después de que un vendedor callejero gritara: «Adquiera su dachshund (perro salchicha) mientras están al rojo vivo», durante una celebración deportiva. A partir de ahí se desató la fiebre. Los alemanes contribuyeron también a la mejora de la vida de su país adoptivo estableciendo las primeras guarderías, tradiciones como el árbol de Navidad y aportando un sinfín de costumbres que hoy siguen muy arraigadas. Aunque ya estaban presentes en el país desde el siglo xvii, la mayor ola de inmigrantes se produjo entre 1820 y la Primera Guerra Mundial, cuando llegaron casi seis millones. Entre 1840 y 1880 llegó el mayor grupo debido a las revoluciones de 1848, provocando una avalancha de refugiados políticos o Forty-Eighters. Su presencia contribuyó a poblar vastas zonas del interior. A mediados del siglo xix se agrupaban en Germanias o distritos habitados por ellos. La Pequeña Alemania, en el Lower East Side neoyorquino es un ejemplo. Con los años, sería la tercera comunidad de habla alemana del mundo. La ciudad reconoce su legado celebrando cada tercer sábado de septiembre un desfile germano-estadounidense. Otras ciudades como Chicago, Cincinnati, Pittsburg o St. Louis, dedican también desfiles anuales a su población de origen alemán. Hoy en día, los germano-estadounidenses forman el mayor grupo étnico del país por delante de los irlandeses y los ingleses.

      El 1 de abril 1884 a las seis de la tarde, moría en su vivienda de la calle 17 de Manhattan la editora y propietaria del New York Staats Zeitung. El funeral de esta ciudadana de origen alemán fue el más importante, hasta ese momento, para honrar a una mujer en la ciudad de Nueva York. El discurso fúnebre corrió por cuenta de Carl Schurz, el secretario de Interior de los Estados Unidos que 23 años antes había ocupado, entre otros cargos, el de embajador de su país en España. Un gran vacío se abría no solo en la colonia de inmigrantes alemanes con la pérdida de esta dama, sino también en el mundo periodístico y filantrópico.

      A sus diecisiete años, Anna Ottendorfer formaba parte de la corriente de expatriados recién llegados a Nueva York en la primera mitad del siglo xix. Desembarcó en 1837, como miles de ellos, buscando una vida mejor. Solo unos cuantos dejarían su huella en el país, devolviendo parte de lo recibido con iniciativas y mejoras sociales y esta alemana nacida en Baviera fue una de ellas.

      Eran tiempos en que las mujeres dejaban el trabajo en manos de sus esposos; ella sacó partido de su matrimonio con Jacob Uhl, un impresor que al poco de casarse con ella se hizo con el New Yorker Staats-Zeitung. Se trataba de un diario trimestral dirigido a la población alemana pero que acabaría siendo uno de los medios más importantes de Nueva York. Desde un primer momento Jacob Uhl compartió con ella aquel proyecto periodístico.

      Cuando en 1853 muere su esposo ella quedó a cargo de seis hijos y con un proyecto entre manos que no paraba de crecer. En 1859, seis años después de enviudar, aceptó la propuesta de matrimonio de Oswald Ottendorfer que había entrado como editor un año antes. Con su ayuda, Anna Otetndorfer haría de aquel periódico respetado, popular y conservador, uno de los principales medios del país.

      La circulación del New Yorker Staats-Zeitung en la década de 1860 ya era comparable a la de periódicos como el New York Tribune o The New York Times. Aquello no pasa desapercibido entre los grandes de la prensa que la tientan con jugosas ofertas, pero ella las rechazó.

      Oswald Ottendorfer acabaría siendo uno de los habitantes más prominentes y ricos de Little Germany, involucrado en la política local. Se presentó como concejal en 1872, así como para alcalde en 1874. Era un filántropo convencido que ayudó activamente a mejorar las condiciones de vida del Lower East Side.

      En cuanto a Anna Ottendorfer era lo opuesto a lo que se esperaba de una respetable esposa y madre de familia. Era una persona atractiva,