Louis Claude Fillion

Vida de Jesucristo


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cara a cara y conocer sus sagrados rasgos, pero ya transfigurados éstos para siempre. Entretanto, nos será imposible representarnos lo que fueron durante su vida mortal, pues ni los Evangelios, ni los demás libros del Nuevo Testamento, ni los escritores eclesiásticos más antiguos nos han transmitido noticias ciertas sobre este particular.

      Aunque los apóstoles y los primeros predicadores cristianos debieron de satisfacer en este punto la legítima curiosidad de sus oyentes, como, al fin, se trataba de cosa secundaria, pronto se perdió la memoria de aquellas noticias. Parece, pues, que la Iglesia primitiva no poseyó el verdadero retrato de Cristo. Colígese así, en primer lugar, de la extraña diversidad de pareceres que existió entre los más ilustres doctores de los primeros siglos acerca de la cuestión general de la fealdad o hermosura de Jesús. Durante bastante tiempo fue opinión predominante que había sido feo de rostro, pequeño de estatura, sin distinción exterior. Apoyábase tal sentencia en la trágica descripción que trazó Isaías del Mesías paciente y humillado[166], y que, por una interpretación exagerada, se aplicaba a Jesús literalmente hasta en sus menores rasgos. Se insistía en ciertos detalles: «No era su aspecto el de los hombres, ni su rostro el de los hijos de los hombres... No tenía forma ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto... Era despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro»[167]. San Justino[168], Clemente de Alejandría[169], Tertuliano[170], y más tarde San Basilio y San Cirilo de Alejandría, recibieron esta extraña sentencia, de la que el pagano Celso sacaba la conclusión de que en tales condiciones el Cristo no podía haber sido Dios[171]. Pero, merced a un cambio feliz, afianzóse poco a poco la opinión contraria, favorecida quizás por el gusto estético de los griegos, convertidos en gran número al cristianismo; pero más aún por la justísima consideración de que, siendo Cristo el hombre perfecto, el hombre ideal, parecía más conforme a la verdad imaginarle, aun en lo exterior, dotado de gracia y de belleza. En vez de mirar solamente al Christus patiens de Isaías, se puso también la consideración en el Mesías de David, del cual está escrito[172] que es «el más hermoso de los hijos de los hombres»[173]. Esta segunda opinión se hizo pronto universal. Santo Tomás de Aquino[174] y la mayoría de los grandes teólogos la prohijaron, alegando, con mucha razón, que es cosa recia de creer que un alma en quien todo era perfecto, admirablemente equilibrada, estuviese unida a un cuerpo imperfecto, sin contar, añaden, que una fisonomía fea y repulsiva hubiera dañado al ministerio del Salvador, acarreándole el menosprecio de las gentes. Favorecieron también a esta opinión los Evangelios, pues si bien es verdad que el atractivo que resplandece en todas sus páginas, ejercido por Nuestro Señor sobre millares de personas que pertenecían a clases diferentes, provenía ante todo de su bondad, de su santidad, de su predicación y de sus milagros, no puede negarse que también fuesen parte en este atractivo singular la distinción de sus modales y la gracia de todo su ser.

      Claro está que cuando hablamos de la belleza de Cristo, andamos muy lejos de atribuirle esa belleza muelle y afeminada con que hartas veces le han representado muchos pintores. Era la suya una belleza viril, espiritual, por así decirlo, digna de sus cualidades morales. Nos es, pues, grato imaginarle de fisonomía noble y distinguida, amable y graciosa, grave e inteligente, que inspiraba a la vez respeto y afecto y atraía dulce y religiosamente los corazones. En su semblante se reflejaban el esplendor de su alma, y en cierta manera el de su divinidad.

      Faltos de noticias precisas, nada más podemos añadir. Como Constancia, hermana de Constantino el Grande, hubiese escrito a Eusebio de Cesarea pidiéndole su parecer sobre este interesante tema, el sabio Obispo, gran conocedor de la historia eclesiástica hasta en sus menores detalles, le respondió[175] que en Jesucristo hay dos naturalezas: la divina y la humana; que sólo Dios sabe con exactitud en qué consiste la primera; que en lo tocante a la segunda, y en particular al retrato de Jesús, debemos contentarnos con decir con San Pablo[176] que no conocemos a Cristo según la carne. Lenguaje idéntico emplea San Agustín[177]. Si a la singular divergencia de sentimientos que hemos apuntado agregamos el testimonio de estos dos doctores cristianos, ambos renombrados por su ciencia, no parecerá atrevido el afirmar que la Iglesia antigua no conoció el retrato auténtico de Nuestro Señor Jesucristo.

      Esto nos obstante, desde el siglo I, y más aún desde el II, los pintores de las catacumbas reprodujeron la imagen del Salvador en variadísimas formas. Sabemos también que, desde muy antiguo, los gnósticos, especialmente los discípulos de Basílides y de Carpócrates, tuvieron retratos de Cristo que veneraban a su modo[178]. Pero a estas imágenes pintadas o esculpidas puede aplicarse esta observación de San Agustín[179]: De ipsius dominicae facie carnis innumerabilium cogitationum diversitate variatur et fingitur. Eran simplemente obras de imaginación, que trazaba cada artista conforme a la imagen que de Cristo se había forjado, sin pretensión de reproducir sus rasgos verdaderos. Más tarde, la leyenda se apoderó de este asunto, como de tantos otros, y citó retratos de Jesús, unos milagrosos[180] y otros compuestos por el evangelista San Lucas[181]; pero ninguno de ellos se remonta a grande antigüedad.

      En época menos remota se han hecho descripciones de la fisonomía de Nuestro Señor. Se citan tres principales: la que San Juan Damasceno, en el siglo VIII, insertó en una carta dirigida al emperador Teófilo[182]; la que cierto Publio Léntulo, que se presenta como antecesor de Pilato en Palestina, esboza en un supuesto mensaje oficial, que habría sido enviado por él al Senado romano, y la que se atribuye a Nicéforo Calixto[183], el historiador griego del siglo XIV. Como hay entre estas descripciones cierta semejanza, cabe sospechar que dependen de una fuente común más antigua. La más completa y conocida es la segunda; pero se cree que no es anterior al siglo XII. Hela aquí, según el texto que nos parece más acreditado: «Es de elevada estatura, distinguido, de rostro venerable. A quienquiera que le mire inspira (a la vez) amor y ternura. Son sus cabellos ensortijados y rizados, de color muy oscuro y brillante, flotando sobre sus espaldas, divididos en medio de la cabeza al modo de los nazarenos[184]. Su frente, despejada y serena; su rostro, sin arruga ni mancha, es gracioso y de encarnación no muy subida. Su nariz y su boca son regulares. Su barba, abundante y partida al medio. Sus ojos son de color gris azulado y claros. Cuando reprende es terrible; cuando amonesta, dulce y amable y alegre, sin perder nunca la gravedad. Jamás se le ha visto reír, pero sí llorar con frecuencia. Se mantiene siempre derecho[185]. Sus manos y sus brazos son agradables a la vista. Habla poco y con modestia. Es el más hermoso de los hijos de los hombres.» Si en este esbozo hay rasgos falsos —por ejemplo, los largos cabellos flotantes—, el conjunto del retrato no carece de cierto embeleso ni es indigno de Nuestro Señor, y representa bien el tipo general que ha prevalecido desde hace siglos, y que ha sido reproducido por el pincel o el cincel de tantos maestros insignes.

      Desde el primer instante en que el Espíritu Santo formó el cuerpo de Nuestro Señor le fue unida un alma semejante a las nuestras, pero de una perfección que apenas podemos concebir. Trátase de ella en varios pasajes de los Evangelios. Algunas veces el divino Maestro mismo o los escritores sagrados la mencionan directamente; por ejemplo, cuando dijo Jesús: «Mi alma está turbada»[186]; «El Hijo del hombre vino a dar su alma como rescate de muchos»[187]; «Triste está mi alma hasta la muerte»[188]; «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»[189], o bien cuando los evangelistas cuentan que el Maestro conoció «en su espíritu» los pensamientos secretos de sus enemigos[190], que gimió «en su espíritu»[191], que se conmovió y se turbó «en su espíritu»[192], que «rindió el espíritu»[193]. Pero por lo común esta santa alma sólo se nos muestra indirectamente por múltiples manifestaciones que vamos a estudiar. Si nada de cierto sabemos acerca del semblante exterior de Jesús, podemos, en cambio, gracias a los evangelistas, formarnos concepto bastante exacto de su fisonomía intelectual y moral, no porque nos den una descripción propiamente dicha de ella, sino porque agrupando los muchos rasgos que ellos citan aquí y allá y sacando de las acciones y palabras del Señor conclusiones que la lógica consiente, llegaremos, sin violencia y sin esfuerzo, a representarnos el majestuoso esplendor de aquella alma y a penetrar en el recogido santuario de sus sentimientos, de sus afectos y de sus móviles.

      Pero antes de pedir a los evangelistas los elementos de este análisis psicológico, echemos una ojeada general sobre la perfección del alma del Salvador. Si el cuerpo de Jesús estaba dotado de cualidades excepcionales,