para retirar a quienes mueren en sus casas por cualquier causa. Quienes trabajan en servicios funerarios temen contagiarse. Las fábricas aumentan el precio de los ataúdes, que llega a los U$S 1000 por unidad. El efecto del tiempo sobre la carne hace que sea imposible alojar a los muertos en los hogares austeros de sus familias. Los deudos los dejan a la intemperie. Otros familiares no encuentran a los suyos; algunos son rápidos para los negocios: piden dinero para hallar a cada persona muerta dentro de la burocracia sanitaria. Las y los guayaqueños no quitan el sonido a los videos que postean: todos son gritos. El olor todavía no pudo ser digitalizado.
Una semana después –cuando se comprueba que las denuncias eran ciertas y que la llegada del virus multiplicó por diez las muertes diarias en la ciudad–, el municipio de Guayaquil anuncia la construcción de dos cementerios para llevar a quienes retira de los domicilios. Comienzan a usarse ataúdes de cartón; en seis cárceles los presos se ponen a fabricar cofres con madera incautada, proveniente de la tala ilegal. A través de una página web se puede saber dónde es enterrada cada persona, sin ritual.
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