María Inés Falconi

El Capitán Flúo


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como agarrar la pelota con la mano o decirle tonta a la maestra.

      2- Extraordinario, poco común o frecuente.

      Definitivamente, Tiago pensaba que Tico era extraordinario porque era el único que le había regalado para toda la vida sus galletitas y sus juguetes.

      3- Escaso en su clase o especie.

      Aclaro: "clase" no se refiere acá a la clase de la escuela sino a la clase o tipo de persona, cosa, bicho o lo que sea, como cuando uno dice: esa clase de perros, esa clase de juegos, esa clase de pantalones. Amplío: "Escaso en su clase" quiere decir que entre los chicos o entre las personas hay pocos como él. Lo podemos afirmar. Ningún otro chico hacía en la escuela lo que Tico hacía.

      4- Sobresaliente o excelente en su línea.

      Esto no lo sabemos, pero tal vez sea así. ¿Sería Tico sobresaliente en algo?

      5- Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse.

      Sí, no tenemos ninguna duda de que Tico tiene conductas extravagantes. Extra-vagante no quiere decir que se vaguea extra o que se es muuuuy vago, sino que se es muuuyyy extraño o raro, claro.

      Ya lo sé, el diccionario ayuda poco. Raro puede ser súper genial o desastroso. Raro es un algo que uno no entiende. Raro es un algo diferente, al que uno no le encuentra la vuelta para decir cómo es realmente. Raro se sale de todos los parámetros, perdón por la palabra difícil pero es la justa, de las normas, de las leyes de la naturaleza, de la escuela, de la casa y de todos lados.

      Lo que sí podemos concluir es que, cuando la señorita Olga le decía a la señorita Leticia “¡Qué raro es ese chico!”, tenía razón. Tico era y es raro. Fue siempre raro, pero nadie se dio cuenta hasta que empezó primer grado.

      Y ahora viene la parte de contar algunas de las rarezas que hizo Tico desde primero a quinto que es cuando empieza nuestra historia aunque parezca que ya empezó hace rato.

      Para empezar, tenemos que decir que Tico recién aprendió a leer bien, bien, bien, en tercer grado. ¡Imagínense lo que es eso! Todos sabemos que vamos a la escuela para aprender a leer y a escribir. Es cierto que nos enseñan muchas otras cosas, pero sin leer y escribir las otras cosas no pueden aprenderse. Al menos eso piensan las maestras. Así que cuando terminó primer grado, la señorita Leticia le dijo a la señorita Alicia, la de segundo: “Este chico no lee. Es raro”. Y cuando pasó a tercero la señorita Alicia le dijo a la señorita Laura: “Este chico no lee. Es raro”. Solo la señorita Laura pudo decirle a la señorita Olga, la de cuarto, “Este chico lee, pero igual, es raro”.

      Es que cuando estaba en primero, Tico no podía entender que las letras eran letras. Él pensaba que eran dibujos. Entonces, cuando la señorita Leticia escribía la palabra "CASA", Tico leía: "la luna sobre la casa y el camino de la casa".

      —¿Perdón?

      Eso era lo que decía la señorita Leticia:

      —¿Peeerdón? –así, con muchas E.

      Y Tico repetía: "la luna sobre la casa y el camino de la casa".

      ¿Perdón?

      No desesperen. Tiene una explicación. Para Tico la C era una luna. Tiene lógica, fíjense: la C tiene forma de luna. La A era una casa y la S un caminito. De ahí que él “leía”: la luna sobre la casa y el camino de la casa. Ahora nosotros entendemos, pero la señorita Leticia no entendía y Tico no sabía explicarle.

      La señorita Leticia preguntaba y preguntaba, y Tico no arrancaba, hasta que Tiago le soplaba: “casa”.

      —Casa –repetía Tico.

      —Muy bien, Tico. ¿Y si lo sabías por qué no me lo dijiste antes?

      —Porque antes no lo sabía. Me lo dijo Tiago.

      Tiago se agarraba la cabeza, la señorita Leticia revoleaba los ojos al cielo y los chicos se reían. Es que Tico no sabía mentir, ni siquiera para salvarse de un reto.

      Así un día y así otro con la señorita Leticia. La M eran montañas, la O era pelota, la E era un rastrillo y la F un rastrillo al que le faltaba un diente. La señorita Leticia se cansaba de preguntar y Tico se cansaba de escuchar que lo que leía estaba mal. Vinieron más maestras, adentro y afuera de la escuela, y nada. Tico no aprendía. Cansado de tanto reto, Tico decidió que, si no podía leer bien, no iba a leer más y a partir de ese día se negó a intentarlo. Cuando la señorita Leticia le daba una hoja, él, enojado, la tiraba al suelo. Y vuelta otra vez a “levantá eso”, grrrr y a la Dirección, el mejor lugar de la escuela.

      Nadie sabía qué hacer con Tico. ¿Tendría que repetir el grado para siempre? ¡No!, decía uno, si suma y resta, divide y multiplica (eso era cierto); ¡Sí!, decía otro, porque no aprende a leer; ¡Casi!, decía uno más, porque a lo mejor aprende durante las vacaciones. Al único que no le importaba un rabanito si Tico leía o no leía era a Tiago. No necesitaban leer para jugar, no necesitaban leer para inventar historias divertidas, ni para comer galletitas ni para contarse lo que les pasaba. Y si por casualidad había algo para leer, Tiago lo leía (con dificultad, hay que decirlo) y Tico de lo más contento.

      Así vista, la vida de Tico en la escuela parece un desastre, y en parte lo era. Digo en parte, porque Tico no se daba por enterado. Iba a la escuela contento, a encontrarse con su amigo todas las mañanas y como todos los retos terminaban en la Dirección, que era el segundo lugar que más le gustaba (el primero era sentarse junto a Tiago, claro), Tico la pasaba bien.

      Con el tiempo, el resto de sus compañeros, si bien no se hicieron sus amigos, aprendieron a quererlo. Es que Tico, el raro o el rarito, como le decían, aparecía siempre en el momento justo. El momento justo no es un momento en particular. El momento justo no es siempre a las ocho y media de la mañana, ni a las doce del mediodía. El momento justo no se conoce de antemano, aparece de repente, solo hay que estar atento para saber cuándo es. Y eso tenía Tico. Siempre sabía cuándo era el momento justo.

      Para que entiendan lo que quiero decir: un día a Matías, uno de los más grandotes y más peleadores del grado, se le perdió el álbum de figuritas. ¡El álbum de figuritas, nada menos! El nuevo, el que recién le habían comprado. Matías volvió del recreo, miró dentro de su mochila y el álbum, ¡puf!, no estaba más. Ni lerdo ni perezoso (traducción por si no se entiende: ni muy despacio ni con fiaca) o sea, rápidamente, se dio vuelta, encaró a Luciano y le gritó:

      —¡Devolveme el álbum!

      Luciano se puso pálido. Le tenía miedo a Matías y mucho más miedo cuando se enojaba y mucho más si se enojaba con él.

      —Yo no lo tengo –contestó temblando.

      —¡No seas mentiroso! ¡Yo te vi! ¡Vos lo estabas mirando! –eso era verdad.

      —Sí, pero no lo tengo –repitió Luciano.

      Los chicos, aprovechando la ausencia de la maestra, ya los habían rodeado y movían las cabezas mirando a uno y a otro, esperando la piña que seguramente iba a estamparse en la nariz de Luciano. Matías apretó los puños, apretó los dientes y apretó los labios.

      —¡Me lo das!

      Las cabezas giraron hacia Luciano, pero Luciano ni se lo dio ni contestó.

      Como en cámara lenta, Matías levantó el puño a la altura de su oreja para tomar impulso. Agustina corrió a la puerta para llamar a la maestra y así evitar el desastre. Algunos se subieron sobre las sillas, para ver mejor… y disfrutar el desastre. Entonces, antes de que la piña se descargara sobre la cara pálida de Luciano, Tico pegó un salto y se paró entre los dos.

      Lamentablemente, tenemos que decirlo, la acción fue heroica, pero resultó un fracaso. La piña, que ya había salido hacia su objetivo (la nariz de Luciano) impactó en el lugar equivocado (la nariz de Tico), lo hizo tambalearse y caer despatarrado entre los bancos.