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Cómo cuidar a
un unicornio
Jaquelina Romero
Ilustraciones:
Ernesto Guerrero
Índice de contenido
Capítulo 1: Cómo cuidar a un unicornio
Capítulo 2: Primer día. Improvisando
Capítulo 3: Segundo día. El príncipe de Inglaterra
Capítulo 4: Tercer día. Coiffure Renata, peinados que matan
Capítulo 5: Cuarto día. Viento del este, lluvia como peste
Capítulo 6: Quinto día. Olfato de detective
Capítulo 7: Sexto día. El señor Pernil
Capítulo 8: Séptimo día. El amor está en el aire
1. Cómo cuidar a un unicornio
Mi vecina se fue de vacaciones y me encargó una tarea que no pude rechazar. El pedido era simple:
—Renata, quiero contratarte para que cuides a mi unicornio.
Yo le dije inmediatamente que sí, al instante, sin dudarlo. ¿¡Se imaginan!? Una cosa es salir a pasear a un perro, cualquiera sea su raza, y otra a un U-NI-COR-NIO. ¡Es de otro planeta! Quizás hasta lograría llamar la atención de Manuel, el chico que me gusta.
No creí que fuera una tarea difícil: es un unicornio pequeño, se llama Otto, tiene el tamaño de un perro gran danés pero con forma de caballo, su pelaje es suave y blanco como el jabón en polvo. Un cuerno adorna su frente, pero no me animaba a tocarlo, leí que podía ser mágico.
Elvia, mi vecina, me dijo que sería por una semana y me dejó la llave, me pidió que pasara por la tarde cuando regresara del colegio, que dejaría una lista enorme con un instructivo muy específico sobre cómo cuidar a Otto. También resaltó que era sumamente importante leerla y memorizarla como el Himno Nacional y que cualquier acto o hecho fuera de esa lista podría ser fatal.
Al día siguiente, llegué al colegio media hora antes. Todos me preguntaron si me había caído de la cama, pero no, eran mis nervios y mi mente que trataban que las horas pasaran más rápido, aunque mi ansiedad causó el efecto contrario: las horas se volvieron lentas como un caracol en subida.
Finalmente sonó el timbre. Corrí, corrí y corrí hasta que me cansé, entonces, caminé, caminé y caminé.
Llegué a mi casa, agarré la llave que había dejado la vecina y me paré, por fin, en la puerta de su casa. Abrí con cuidado, entré en puntas de pie, muy en silencio para que el unicornio no se asustara, y fui directo a la mesa donde estaba la lista más importante del mundo, que pasó a mejor vida en pocos segundos con la ayuda de la mandíbula de Otto que masticaba el papel como si fuese un chicle Bubbaloo.
No cabía ninguna duda, iba a tener que improvisar.
2. Primer día: Improvisando
No tenía idea de lo que tenía que hacer con un unicornio.
Busqué en Internet y nada. Llamé a la veterinaria y me dijeron: “¡Los unicornios no existen! ¡Usted está chiflada!”.
Necesitaba tiempo para pensar qué hacer, pero el unicornio me miraba fijo y el estómago le hacía ruidos, parecidos al del rugido de un león hambriento. Entonces abrí la heladera, él se acercó como el tren bala y puse en una bandeja lo que encontré para que eligiera: queso gouda, berenjenas, tres huevos duros, pepinos, manzanas, brócoli y helado de frutilla y kiwi.
Se comió todo en dos segundos.
La barriga del unicornio se hinchó del tamaño de una sandía, que se movía como una gelatina. ¡Parecía que estaba viva!
Me preocupé; a la veterinaria ya no podía llamar, menos que menos al zoológico, lo más probable era que mi nuevo amigo terminara entre rejas.
Así que recordé cómo se hacía "el provechito" y lo palmeé en el lomo. En pocos segundos el cuadrúpedo eructó con el sonido más escalofriante que escuché en mi vida: el ruido de diez truenos juntos salieron de esa boca en forma de trompeta. Me escondí debajo de la mesa hasta que Otto me sonrió, y me di cuenta de que la tormenta ya había pasado.
Lo felicité, ya que en China eructar es un halago (quiere decir que le gustó el banquete), lo acaricié, tiré al aire unas patadas de karate y le dije: “¡Chow fan!”. En realidad es una comida, pero él no lo sabía, simplemente quise darle un clima oriental y místico al ambiente.
El primer día fue intenso, casi vaciamos la heladera, tendría que pasar por el supermercado a comprar provisiones y poner todo a cuenta de Elvia.
3. Segundo día: El Príncipe de Inglaterra
Al día siguiente toqué timbre, no sé para qué, si el pobre cuadrúpedo no me iba a responder, así que entré con cuidado.
Me vio y se puso contento, saltó hacia mí con la velocidad de una locomotora sin frenos y me lamió la cara (¡uuuuhhhggggg!) y pensé “¡que asco!, ¡parece que no se lavó los dientes!”.
El unicornio prácticamente nadaba entre papeles picados: era una escena digna de un festejo histórico. Me preocupé un poco cuando vi que uno de los pedazos decía “factura de agua”: Otto no dejó nada, hizo pedazos hasta las flores de plástico del centro de mesa (igual no eran muy lindas).
Evidentemente, eso de estar tanto tiempo solo lo estaba poniendo ansioso, así que tomé una decisión: ¡iríamos a pasear!
Pensé que la Plaza de los Españoles sería una buena opción: todos llevan a sus perros. Manuel también.
Le dije “Otto, ¡nos vamos!” y saltó en dos patas festejando con un “jiiiiiii jiiiii”, algo parecido al caballo del zorro, pero tamaño extra small.
El