Martín Rodriguez

La grieta desnuda. El macrismo y su época


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de sus congéneres, a los cuales en líneas generales sospechaba de reaccionarios y conspiradores. Este patrón se extendía a lo que quedaba de la clase política y el círculo rojo de empresarios e “influyentes” en general, con los cuales solía no tener la más mínima consideración. Tanto como Macri después, los sospechaba berretas y corporativos, de vuelo corto y negocios largos. Al revés de Duhalde, que amaba las mediaciones y corporaciones, Kirchner creía que éstas ya no representaban nada más que a sí mismas. Néstor presidente procedía como un padre de familia de los años 50: encantador y seductor hacia afuera, y duro y severo hacia adentro del núcleo familiar. Mucho más condescendiente con las expresiones de la “sociedad civil” (organismos de derechos humanos, intelectuales, militancia social) que con los subordinados de la clase política.

      Solo superficialmente puede verse en esta dualidad una incongruencia. En realidad, los dos aspectos constituían una única política. Y esta era encarnada por Él. En aquella década de los 2000, la legitimidad estatal y política poseía todavía unos agujeros que la hacían ver como un queso gruyère. Sin clase política, Estado ni economía, el Presidente debía realizar el esfuerzo titánico de representarlos a todos para poder gobernarlos. Ser todo para todo el mundo. Kirchner parecía “agrandarse” más con los que más poder tenían, y esos enojos con el círculo rojo, esa intransigencia sin fin, funcionaban como un mecanismo compensador de su debilidad política de origen. El traumático 22% con que llegó al poder y que transpiró del mejor modo: “Tengo más desocupados que votos”, reconoció en la que quizás fue su mejor frase, la más interpretativa del desafío y del país que heredaba. Pero ese fue el Kirchner presidente. Su versión solista.

      El año 2009 fue clave en su trayectoria política. “Voy a renunciar indeclinablemente a la conducción del Partido a nivel nacional”, dijo entonces en un breve mensaje televisado. Acababa de perder las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires frente al empresario Francisco de Narváez. Y al día siguiente abrió la etapa política por venir. Hizo con el Partido Justicialista lo mismo que hizo con todas las instituciones (como la Vicepresidencia o la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires) que quería ver dormidas o neutralizadas: se lo dio a Daniel Scioli.

      Sin la carcaza asfixiante y libre de la mochila de la conducción justicialista, Kirchner protagonizaría sus años más altos en términos de creatividad política, como si su mejor “yo” apareciese siempre ante la minoría electoral. Kirchner en 2009 se sacaba de encima por un rato el protocolo institucional, y mientras el grueso del periodismo dictaba que el poder estaba vacante, se disponía a crear el segundo tiempo de ese partido.

      Los años previos a su muerte son los de la última reconstrucción, basada en un mixturado de la energía e inventiva de la primavera 2003 con las temáticas surgidas al calor del 2008. Néstor jugará a “la Néstor” en su propia versión rock del teorema de Baglini: cuanto menos poder se tiene, más alto se desafía. Con los temas que plantea, el kirchnerismo vuelve a la sociedad civil. Se había institucionalizado y radicalizado demasiado al mismo tiempo. Matrimonio igualitario, ley de medios, estatización de fondos de pensión aparecen como puntos clave que le permiten romper la barrera de sus propios fieles, interpelando una agenda de reforma desde el Estado al conjunto del pueblo argentino y con una fórmula de interpelación parlamentaria: mantener su bloque disciplinado e impulsar temas transversales que trastocaran los bloques opositores. Seguir produciendo conflicto con una innumerable actividad legislativa y de política pública. Una grieta con sentido que marcaba las fronteras y ordenaba bajo su propia égida los términos del debate, como pudo cristalizarse legislativamente en las mayorías que acompañaron todos los proyectos de ampliación de derechos. Los socialistas, radicales, pinosolanistas que acompañaron lo hicieron a pesar del kirchnerismo, no por su causa. Un ejercicio virtuoso de política que tendrá su acompañamiento en los sondeos, que mostraban ya para fines del 2010, un oficialismo en franca recuperación y una (nueva) atomización opositora. Unión PRO había sobrevivido escasamente a su propio éxito, y la era en que los periodistas chequeaban la partida de nacimiento de Francisco de Narváez para analizar la factibilidad de su candidatura a la Presidencia se había consumido ya como una vela.

      Pero su muerte súbita abortó ese proceso. Se llevó esa política virtuosa a la tumba. Fue el fin de una cierta idea del peronismo. Kirchner tenía una relación polémica y llena de tensión con el “peronismo oficial”, propio de todos los jefes exitosos que tuvo este Movimiento, incluyendo al mismo Juan Domingo Perón. Arrastrar y ordenar a ese pesado y lento transatlántico que era el peronismo desgajado, dividido y escorado de 2003, exigía primero un ejercicio de represión. Kirchner ganó su jefatura definitiva en 2005, venciéndolo por afuera con la creación santacruceña que luego utilizó para gobernarlo: el Frente para la Victoria. Pero siempre, incluso después de la amnistía posterior a los rebeldes duhaldistas, conservó con el peronismo un ojo abierto por las noches. Las candidaturas testimoniales y la posterior invención de las PASO (primarias abiertas, simultáneas y obligatorias) están allí para atestiguarlo. El Kirchner “justicialista” y Jefe de Partido desde la crisis del campo hasta la derrota electoral de 2009 fue su peor versión, visiblemente enojado con la sociedad que le tocaba representar.

      Sin embargo, y a pesar de todo esto, Kirchner tenía una política para el peronismo, al igual que Macri parece tenerla hoy para el radicalismo. A su manera –áspera y algo brutal–, el peronismo tenía, bajo Kirchner, un rol, subordinado y de acompañamiento, pero su propio lugar en el macrocosmos. El anecdotario ilustra el concepto: cientos y miles de concejales, diputados, senadores y gobernadores, punteros y funcionarios que tenían sus minutos con Kirchner, sus consejos de Viejo Vizcacha y su folklore astuto, aunque de “formas patagónicas”, es decir, sin el barroquismo del “interior”, del Norte o Cuyo, sino en una economía de palabras al hueso. El ex presidente maltrataba y conducía a la estructura del peronismo estatal, y se preocupaba aun más por la sindical. Su relación llena de vaivenes con Hugo Moyano y su CGT testimoniaba el lugar clave que Kirchner otorgaba a los garantes de la paz social, a quienes desbordaba por izquierda a través de las organizaciones sociales pero a los que, a su vez, contenía por derecha vía mantenimiento de privilegios sindicales y obras sociales. Fue esa conducción y el poder del Estado lo que generó la ilusión de un poder peronista incólume tras el 2001.

      El 54% de Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones celebradas en 2011 –un año después de la muerte de Néstor– no solo creó al “cristinismo” como un movimiento político autónomo. También inició de manera sistemática un proceso latente y siempre con riesgos de fractura entre peronismo y progresismo. Esto fue evidente en 2012, durante el lanzamiento de la corriente “Unidos y Organizados”, que pretendía promover la organización de la militancia menos “pejotista”, que fungiera como “actualización doctrinaria” a la vez que como superación. El resultado es paradójico: si bien Cristina siempre arrastró personalmente un gran caudal de votos, esos votos también siempre resultaron intransferibles a figuras de su entorno más ideológicamente “puro”. En 2013, esto significó que Martín Insaurralde asumiera la candidatura a diputado nacional por el kirchnerismo. El intendente de Lomas de Zamora no sólo espejaba el estilo de Massa, sino que reflejaba una de las versiones de ese PJ bonaerense. Tal vez esto tenga una explicación más simple: en el destrato en la intimidad de Olivos y en su sustancia ideológica más pragmática, los políticos del PJ se forjan un poco más de cara a los medios y la sociedad que los militantes, tradicionalmente apegados a las audiencias propias. Y a la vez, esa militancia, encantada por el rictus ideológico kirchnerista, cultivadora de una práctica militante disciplinada, vivía pendiente más de “hablarle a Cristina” que de “hablarle a la sociedad”. Se lo puede ver incluso en el desempeño retórico de la misma dirigencia. Se suele decir que Máximo es el que mejor habla en el arco de la militancia juvenil. Tal vez además, ese lucimiento refleje una libertad: es el dirigente juvenil que no le habla a Máximo.