Alemania se anexionó los Sudetes el 10 de octubre de 1938.
Durante el conflicto de los Sudetes, papá aceptó una tarea militar no combatiente. Lo apostaron en la oficina de correos de Mulhouse para controlar las conversaciones telefónicas. Yo no entendía el funcionamiento del teléfono, pues nosotros no teníamos, solo los ricos podían permitirse tener teléfonos. Llegué a la conclusión de que papá tendría que pillar las palabras que saliesen del cable eléctrico.
Aunque el peligro de que estallara una guerra se había reducido, la tensión todavía flotaba en el ambiente. Papá había regresado a casa y volvía a vestir su ropa de civil, pero, se quedó callado como tiempo atrás. Su apetito desapareció. Zita no conseguía atraer su atención. Los días se hacían más cortos, las hojas comenzaban a tornarse de color marrón y nosotros nos sentíamos cada vez más tristes. ¿Sería porque habíamos sido expulsados de nuestra familia?
Quizá nuestros parientes pensasen que este aislamiento nos haría recobrar el juicio y regresaríamos a la Iglesia Católica. No obstante, ¿cómo podríamos ir en contra de nuestra conciencia? Mis padres estaban resueltos a apegarse a la Biblia. La pequeña congregación de Bibelforscher satisfacía nuestras necesidades y se había convertido en algo próximo y querido para nosotros.
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La calle principal que iba hasta la estación de tren de Mulhouse discurría al lado de un jardín cuadrado. Estaba rodeado por unos arcos que proporcionaban una fresca sombra a las aceras. A la agradable sombra podíamos pasear a lo largo de una hilera de tiendas. Entre ellas había una barbería con tres sillones y tres sillas para los que esperaban. El local pertenecía al barbero de papá, su mejor amigo, Adolphe Koehl, quien también se convertiría en mi peluquero.
Al aproximarnos a la barbería, podía percibir el maravilloso aroma del agua de colonia que flotaba en la acera. Frente a la entrada, una gran cortina separaba el negocio de la habitación de servicio. Este era un pequeño cuarto con una mesa sobre la que se apilaban las toallas, una silla enfrente y un taburete debajo. Entre los últimos escalones de la escalera de caracol que subía al apartamento y la puerta que conducía al patio interior había sitio suficiente para tres personas. Todos los jueves era el día de cortar el pelo a los niños, el día que dos veces al mes escogían los dos Adolphe para encontrarse, y para cortarme el pelo a mí de paso. Ese día había más probabilidades de que Adolphe pudiera dejar la tienda en manos de su empleado. Los niños rara vez preguntaban por el dueño, a diferencia de sus clientes más selectos: médicos, jueces, directores y demás. Estos solían pedir que los arreglara el dueño, un hombre caballeroso y de encantadora personalidad.
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