Varias Autoras

E-Pack Jazmín B&B 2


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ser puntual si iba a vivir en la casa, pero no dijo nada.

      –No volverá a suceder.

      –Sígame.

      El frío recibimiento del ama de llaves no consiguió disminuir la emoción de Sierra. Le temblaban las manos mientras pasaban del vestíbulo a un espacio habitable ultramoderno y abierto. Las mellizas estaban al lado de una fila de ventanales con vistas a Central Park parloteando y dando manotazos a los juguetes.

      ¡Cómo habían crecido! Y estaban muy cambiadas. Si las hubiera visto en la calle, probablemente no las habría reconocido. Tuvo que morderse los labios para no romper a llorar. Se obligó a no moverse mientras anunciaban su llegada, cuando lo que quería hacer era correr hacia sus hijas y abrazarlas.

      –La de la izquierda es Fern –le informó la señora Densmore sin el más mínimo afecto en el tono de voz–. Es la más chillona y exigente. La otra es Ivy, la más tranquila y astuta.

      ¿Astuta? ¿A los cinco meses? Parecía que a la señora Densmore no le gustaban los niños.

      Así que no solo iba a tener que vérselas con un atleta ególatra y juerguista, sino también con un ama de llaves autoritaria y criticona. ¡Menuda diversión!

      –Voy a buscar al señor Landon –dijo la señora Densmore.

      Sola por primera vez con las niñas desde su nacimiento, Sierra se arrodilló a su lado.

      –Cómo habéis crecido y qué guapas estáis –susurró.

      La miraron de forma inquisitiva con los ojos azules muy abiertos. Aunque no eran idénticas, se parecían mucho. Las dos tenían el pelo negro y liso de su madre, así como sus pómulos, pero no presentaban ningún otro rasgo chino de los que ella había heredado de su abuela. Tenían los ojos de su padre y los dedos finos y largos.

      Fern soltó un grito y le tendió los brazos. Sierra deseaba abrazarla con todas sus fuerzas, pero no sabía si debía esperar a que llegara Cooper. Con lágrimas en los ojos, agarró la manita de la niña. Las había echado mucho de menos y sintió unos enormes remordimientos por haberlas abandonado y puesto en aquella situación. Pero no volvería a dejarlas, y se ocuparía de que se criaran bien.

      –Quiere que la tome en brazos.

      Sierra se giró y vio a Cooper. Estaba descalzo, con la camisa por fuera de los vaqueros y las manos metidas en los bolsillos. Tenía el pelo húmedo y despeinado, como si se lo hubiera secado, pero no peinado. No se podía negar que era atractivo, con los ojos azul claro y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Incluso resultaba atractiva su nariz, ligeramente torcida. Pero los atletas no eran su tipo. Prefería a los estudiosos o a los hombres con una profesión.

      –¿Le importa que lo haga?

      –Claro que no. De eso se trata en esta entrevista.

      Sierra sentó a la niña en su regazo. Fern se fijó en la cadena de oro que le colgaba del cuello e intentó agarrarla, por lo que Sierra se la metió debajo de la blusa.

      –Es muy grande.

      –Pesa unos siete kilos, creo. Recuerdo que mi cuñada decía que tenían un tamaño normal para su edad. No sé lo que pesaron al nacer. Me parece que hay un cuaderno por algún lado con toda la información.

      Habían pesado algo más de tres kilos cada una, pero ella no podía decírselo, ni tampoco que el cuaderno lo había comenzado a escribir ella y se lo había dado a Ash y Susan cuando se llevaron a las niñas. Había escrito en él todo lo referente a su embarazo: la primera patada, la primera ecografía De ese modo, los padres adoptivos podrían enseñárselo a las niñas cuando crecieran. Y aunque había incluido fotos de las diversas fases del embarazo, en ninguna de ellas se le veía la cara. No había nada que pudiera identificarla.

      Ivy comenzó a protestar, probablemente celosa de que toda la atención se le prestara a su hermana. De pronto, Cooper la tomó en brazos y la levantó, la lanzó hacia arriba y la volvió a agarrar.

      Al ver la cara de Sierra, se echó a reír.

      –No se deje engañar. Es un diablillo.

      Se sentó frente a ella y se puso a la niña en el regazo. Fern le tendió los brazos y trató de escapar de los de Sierra. Ella no esperaba que las niñas se hallaran tan a gusto con él, que le demostraran afecto. Y esperaba que él fuera mucho más inepto y carente de interés por ellas.

      –¿Trabaja con bebés más pequeños?

      –Normalmente con recién nacidos.

      –Voy al mercado –dijo la señora Densmore desde la cocina–. ¿Necesita algo? –le preguntó a Cooper.

      –Pañales y esos tarros de fruta que les gustan a las niñas. Y también cereales, los de la caja azul. Se están acabando.

      El ama de llaves salió por la puerta de servicio. Sierra se preguntó cómo sabría Coop que se estaban quedando sin cereales y por qué se habría molestado en comprobarlo.

      –¿Las niñas toman alimentos sólidos?

      –Fruta y cereales. Y biberones, claro. Una cantidad sorprendente. Tengo la impresión de que me paso todo el día preparándoselos.

      ¿Les preparaba los biberones? No podía imaginárselo.

      –¿Duermen toda la noche?

      –Aún no, aunque van mejorando. Al principio se despertaban continuamente –sonrió a Ivy con afecto y algo de tristeza mientras le retiraba un mechón de pelo de los ojos–. Creo que echan de menos a sus padres. Anoche solo se despertaron dos veces, y durmieron en la cuna. Muchas veces acaban en mi cama. Reconozco que tengo muchas ganas de dormir de un tirón toda la noche. Y solo.

      –¿Duerme con ellas? –preguntó ella tratando de que no se le notara la incredulidad.

      –Sí, y le advierto que acaparan toda la cama. No me explico cómo alguien tan pequeño puede ocupar tanto espacio.

      La idea de un hombre tan alto y corpulento acurrucado con dos bebés en la cama era adorable.

      –¿Con quién creía que dormirían?

      –Supuse… ¿No las cuida la señora Densmore?

      –De vez en cuando, si tengo trabajo. Tras criar a seis hijos y dos nietos, dice que está harta de cuidar niños.

      –¿Siempre es tan…? –buscó una forma de decir «desagradable» que no fuera hiriente, pero Cooper pareció leerle el pensamiento.

      –¿Malhumorada? –sonrió y ella tuvo que reconocer que el corazón comenzó a latirle un poco más deprisa.

      Sonrió a su vez.

      –Sé que no ganaría un concurso de simpatía, pero es una buena ama de llaves y una cocinera cojo… Fantástica, quiero decir. A la señora Densmore no le gusta que diga palabrotas, y a veces lo hago para fastidiarla.

      –Creo que no le caigo bien.

      –No importa lo que ella piense. Quien va a contratarla soy yo. Y resulta que creo que es usted perfecta para este trabajo. Supongo que, puesto que está aquí, sigue interesada.

      –Por supuesto. ¿Me ofrece, entonces, el empleo?

      –Con una condición. Quiero que me dé su palabra de que se quedará. No se imagina lo difícil que fue la primera semana, después de… –cerró los ojos y suspiró–. Las cosas han comenzado a calmarse y he conseguido establecer una rutina para las niñas. Necesitan hábitos regulares, o eso fue lo que me dijo la asistente social. Lo peor sería que tuvieran que cambiar de niñera cada poco tiempo.

      De eso, él no tendría que preocuparse.

      –Nos les fallaré.

      –¿Está segura? Porque dan mucho trabajo, más del que me podía imaginar. En comparación, el hockey es pan comido. Quiero estar seguro de que se compromete a quedarse.