Elizabeth August

Una niñera enamorada


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juego con él. Le hablo.

      –¿Que le hablas?

      –Le cuento mis problemas y él me escucha y me ayuda a ver cómo los puedo solucionar.

      El niño puso expresión de impaciencia.

      –No te puede ayudar a solucionar nada. En el lugar del cerebro tiene relleno.

      –Bueno, él no me responde y eso me hace pensar en mis problemas. Me imagino que hablar con un oso de peluche es mejor que hablar sola.

      John lo pensó por un momento y luego asintió.

      –Tienes razón. Parecerías tonta hablándole a nada.

      Luego tomó a Travis y lo llevó a la casa.

      Estaban volviendo al coche cuando Judd regresó a casa. En vez de llevar el coche al garaje, aparcó a su lado.

      Al ver a su padre, la cara de John se iluminó.

      –¡Papá! –gritó y corrió hacia él.

      Minerva vio como a Judd se le iluminaba también la cara. No le cupo duda de que ese hombre amaba a su hijo, lo levantó y lo abrazó.

      –¿Como os ha ido con la nueva niñera?

      –Habla con un oso de peluche.

      Al parecer, su explicación no lo había convencido por completo, pensó Minerva sintiéndose un poco avergonzada.

      Judd pareció preocupado.

      –¿Y dice que el oso le responde?

      John frunció el ceño.

      –No, por supuesto que no. Es de peluche.

      –Entonces está bien. Solo deberíamos preocuparnos si el oso la respondiera.

      Pero aún así, él estaba empezando a tener sus dudas sobre Minerva Brodwick y de que fuera la persona adecuada para cuidar de sus hijos.

      Minerva casi no dio crédito a sus oídos. Se había esperado sarcasmo de su jefe, o incluso que la despidiera por ser demasiado inmadura.

      John sonrió aliviado. Estaba claro que si su padre pensaba que estaba bien que ella le hablara a su oso, para él también lo estaba.

      –La estaba ayudando a sacar sus cosas del coche –dijo.

      –La ayudaremos los dos.

      Judd dejó a su hijo en el suelo y ambos se acercaron a ella.

      –¿Qué puedo llevar? –le preguntó.

      –Lo que prefiera –respondió ella tomando una caja que luego se llevó.

      Sí, Judd Graham había sido intimidante cuando llegó, pero ahora había mostrado tolerancia y un cierto sentido del humor.

      Una sensación incómoda la hizo mirar por encima del hombro. John la seguía a unos pasos y Judd iba tras él. Lo que había sentido era la mirada de Judd. Su expresión había perdido su suavidad y su mirada era fría.

      Volvió de nuevo la cabeza rápidamente. Ahora lo entendía. La única razón por la que ella seguía allí era que estaba desesperado. Su buen humor había sido solo por su hijo. Sin duda, él estaría dentro de nada llamando a la agencia para que le mandara a alguien más maduro.

      Padre e hijo iban muy cerca cuando entró en su cuarto.

      Judd dejó lo que llevaba en los brazos y miró al oso de peluche que habían dejado sobre la cama. Cuanto más pensaba en que ella hablaba con él, más dudas tenía de que fuera suficientemente madura para cuidar de sus hijos.

      –Se llama Travis –dijo John.

      El orgullo hizo que Minerva se negara a permitir que él se creyera que era infantil o excéntrica.

      Lo miró muy digna y dijo:

      –Algunas personas piensan en silencio la solución a sus problemas. Yo encuentro más fácil solucionar los míos si los hablo. Pero soy una persona muy reservada y encuentro difícil hablar con las demás personas y ridículo hablar sola. Travis es perfecto para eso. Siempre está disponible, no me interrumpe, no trivializa mis preocupaciones y me deja encontrar mis propias soluciones.

      Judd tuvo que admitir que no había nada de inmaduro en esas palabras. Más aún, parecía bastante razonable.

      –Yo me paso todo el rato maldiciendo para mí los cambios que los dueños de las casas que construyo quieren hacer después de haber empezado el trabajo –dijo.

      Entonces los gritos de los trillizos los interrumpieron. Habían oído a su padre y decidido que ya era hora de terminar la siesta.

      Fueron a por ellos y se encontraron a las dos niñas esperando a que les abrieran las puertas de sus cercas de seguridad, mientras que Henry empujaba la suya tratando de liberarse.

      –Yo me ocuparé de ellos ahora –dijo Judd–. Usted termine de traer sus cosas.

      Mientras llevaba lo último que le quedaba en el coche, Minerva se preguntó si Judd Graham llegaba siempre pronto a casa. Esperaba que no fuera así. Su presencia le afectaba los nervios. Cuando pasó por la puerta de los trillizos, oyó a Lucy decirle a Judd:

      –Cada vez que has llamado te he dicho que Minerva lo estaba haciendo bien. No había ninguna razón para que volvieras tan pronto a casa.

      –Quería verlo por mí mismo. Esta mañana tenía prisa y no tuve tiempo para dejarle claras las reglas.

      –Entonces te sugiero que se las cuentes ahora. Y luego te metes en tu despacho y dejas de mirarla como si, de repente, le fuera a salir una segunda cabeza o algo así.

      –Puede que haya superado el primer día, pero sigue siendo una desconocida para nosotros. No me voy a arriesgar a nada con mis hijos.

      –Tanto John como yo la estamos vigilando –le recordó Lucy.

      Minerva se metió en su cuarto antes de que nadie la viera. No podía culparlos por tener cuidado en lo que se refería al bienestar de los niños y le encantaba la forma de proteger a sus hermanos pequeños que tenía John. Pero la ponía nerviosa el sentirse continuamente observada. Podía entender la razón por la que las tres niñeras que no habían sido despedidas se habían marchado tan pronto.

      Lo cierto era que a ella le gustaban esos niños, pero no soportaba al padre. Aún así, iba a tener que aguantar hasta que Wanda le encontrara otro trabajo, pero ni un momento más.

      Estaba dejando una caja en el suelo cuando oyó a alguien entrar en la habitación y cerrar la puerta. No tuvo que volverse para saber quien era.

      –Esta mañana no hemos tenido la oportunidad de hablar de los detalles de su trabajo –dijo Judd.

      De repente a ella le pareció como si la habitación hubiera encogido. No sintió miedo, pero fue extremadamente consciente del hombre que tenía delante, de la anchura de sus hombros, de su fuerza, su virilidad. Era una reacción extraña y enervante. No se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Lo atribuyó a lo poco que le gustaba ese hombre y lo miró.

      –Nunca golpeará a ninguno de mis hijos –dijo él.

      –No tenía ninguna intención de hacerlo.

      –Me alegro de oírlo. Cuando tenga que castigar a alguno, puede hacerlo teníendolo sentado durante una cantidad de tiempo o les puede retirar algún privilegio por otro tiempo. Si no funciona ninguno de esos métodos, dígamelo a mí y yo me ocuparé de la situación.

      –Sí, por supuesto.

      –Como ya le he dicho, tendrá los domingos libres. De todas formas, yo intentaré ser flexible en ese punto. Si necesita otro tiempo libre, lo tendrá que pedir por adelantado. Creo que ya sabe que yo llevo mi propio negocio…

      –Sí.

      –Por eso, mis horarios son inseguros. Habrá veces en que tenga que trabajar los sábados y hasta