Pedro Ugarte

Antes del Paraíso


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Mi madre decía que aquello era ridículo. A veces discutían por cosas como esa: el uso de las bolsas de basura, el nivel del termostato, las funciones del horno o el microondas. Mi padre insistía en rellenar los envases antes de tirarlos. Mi madre se empeñaba en tirarlos aunque estuvieran vacíos. Nadie levantaba la voz, pero en esos momentos el ambiente en la cocina se volvía trémulo, convulso, electrizante. A mí me hubiera gustado tirar el envase a la basura vacío y lleno al mismo tiempo.

      Mi padre escribía por las noches, pero arrastraba un lastre invisible que le impedía convertirse en escritor. No, no era escritor, aunque en casa pasara la mayor parte del tiempo leyendo y escribiendo. Se atareaba construyendo edificios de palabras o visitando los edificios que otros habían construido antes que él, unos años antes que él o muchos siglos antes que él. Y de aquellas laboriosas travesías, que emprendía a lo largo de la semana, descansaba también los días de fiesta, bebiendo en el salón, junto a mi madre, hasta caer rendido.

      Cuando me convertí en adolescente, empecé a sentir curiosidad por las largas reclusiones de mi padre. A veces entraba en su despacho y lo veía sentado, de espaldas a la puerta, percutiendo furiosamente sobre el teclado del ordenador. Solo por la convicción con que lo hacía alguien podría imaginar, erróneamente, que allá se ventilaba algo importante.

      Un día me sintió, sintió que habían entrado en su pequeño reino de palabras. Dejó de teclear y, sin darse la vuelta, sabiendo que yo estaba allí, pronunció lo siguiente:

      –Llevo treinta años con esto, Jorge. Siempre escribo lo mismo, siempre son las mismas historias y siempre las escribo del mismo modo. Hubo un tiempo en que creí que tanto trabajo serviría para algo, pero no ha pasado nada, nunca ha pasado nada. Con suerte, me quedan veinte años por delante, veinte años más para escribir lo mismo, escribir las mismas historias, escribirlas del mismo modo. Ya no hay ni miedo ni esperanza: sé que no pasará nada bueno, pero al menos sé también que nada malo pasará por escribirlas.

      Las obsesiones de mi padre. Que no comiera en su despacho, y menos aún en su mesa de trabajo, sobre el teclado del ordenador. Eso era lo que más le encolerizaba. En el planeta podía haber corrimientos de tierras, inundaciones, maremotos, epidemias, pero si mi padre veía una sola miga de pan sobre su mesa era capaz de crucificarme con la mirada y castigarme después. Cuando él estaba en el trabajo, yo utilizaba su ordenador, allí hacía los deberes o me distraía con juegos, pero también merendaba sobre la mesa. Y aunque luego trataba, con sumo cuidado, de limpiarlo todo, siempre quedaba alguna miga delatora, una miga microscópica, imperceptible, que en su diminuta blandura yo no había detectado, pero que más tarde mi padre localizaba, al percibir bajo el antebrazo una bola pequeña y endurecida.

      Y se enfadaba.

      Mi padre y mi madre nunca iban juntos a la cama. Era como si el ritmo de sus vidas lo marcaran relojes distintos y, ante las cosas que uno hiciera, el otro reaccionara a destiempo.

      En los días laborables, mi padre escribía de madrugada, pero qué podía hacer. Era el momento que arrancaba a la vida para ocuparse de sus cosas. Y al mismo tiempo, mi madre, en la sala de estar, se iba quedando dormida, acunada por el rumor narcótico de la televisión, un artefacto atiborrado de productos iguales y previsibles: teleseries, telefilmes, teletiendas. Cuando ya era muy tarde, ella se despertaba, se levantaba y caminaba por el pasillo, tropezando, hasta el dormitorio.

      Mi padre también leía en sus vigilias nocturnas, pero solía estar tan cansado que al día siguiente no se acordaba de nada. Yo jamás lo hubiera sospechado hasta que una vez, cuando ya había cumplido catorce o quince años, me habló de aquella íntima tragedia:

      –No me acuerdo de nada, ¿sabes, Jorge? Es terrible. Ayer leí durante más de una hora y no me acuerdo de nada.

      Sentí pena por él, esa pena que sienten los hijos, como la punción de un afilado acero, cuando ya han pasado unos años y las derrotas de sus padres se vuelven imposibles de ocultar. Cuando dijo aquello su voz asomó algo quebrada, conteniendo en la garganta una marea de líquido que pugnaba por salir. Años después, cuando era yo el que volvía a casa de madrugada, encontraba a mi padre dormido en su sofá, con un libro abierto sobre el pecho, y me lo imaginaba en las horas precedentes, intentando leer, parpadeando, cabeceando, luchando contra el sueño, contra el tiempo, contra todo.

      Mi madre se parecía en esto a las anfitrionas señoriales de otro tiempo: le gustaba ver su casa llena de gente, agasajar a decenas de invitados con manjares exquisitos. Organizaba varias veces al año cenas espectaculares, que empezaba a preparar con días de antelación y sobre las que concentraba enormes esfuerzos de intendencia. Yo sabía que esa noche mis padres beberían como siempre, pero que al menos lo harían en compañía de más gente, lo cual borraría la sordidez de las otras veces. Antes se sucedían las compras en el supermercado y en la carnicería, o la consulta por internet en busca de fantásticas recetas: ella asumía el desafío de superarse y sorprender, una vez más, con nuevos platos a viejos invitados.

      Mi padre aceptaba aquellas reuniones porque a menudo los agasajados eran sus propios amigos. Cuando llegaban, la casa experimentaba una detonación de voces altisonantes, risas compulsivas, espasmódicas reacciones en cadena y bromas que seguramente llevaban veinte o treinta años repitiendo, al tiempo que revivían, en charlas interminables, historias narradas, escuchadas, aplaudidas, jaleadas infinidad de veces a lo largo de los años, historias que rescataban viejas aventuras: aquellas borracheras, aquellos estropicios, aquellas novias perdidas, aquel amigo muerto. Entonces se hacía el silencio.

      Las cenas en casa de mis padres eran expediciones más allá de las montañas, un viaje a lejanos continentes, una larga marcha hacia el pasado. La velada se prolongaba en los sofás, con copas que se llenaban y se vaciaban a velocidad de vértigo mientras ellos seguían hablando y derivaban, ahora, a recurrentes discusiones de política o de sexo, de historia o de religión. Las discusiones acababan, de puro agotamiento, a las cuatro o las cinco de la mañana. El ambiente se relajaba, alguien hacía un comentario melancólico, alguien mencionaba a aquel amigo muerto. Entonces, de nuevo, se hacía el silencio.

      Y todo el mundo, exhausto, se iba a casa.

      Las obsesiones de mi padre. El viernes por la tarde, cuando él consideraba que ya había cumplido con su duro trabajo y sus deberes familiares, bajaba al supermercado y compraba alcohol para el fin de semana. Compraba alcohol en grandes cantidades. Cuidaba de que no quedara estación del día sin su correspondiente dosis: vermú para la mañana, vino para la comida, licor para la sobremesa, más vino para la cena, ron y ginebra para la noche.

      Venía del súper con su ingente cargamento y siempre lo acompañaba de otra cosa, algún producto insignificante que había comprado invadido por la culpa y que servía, en la censora cola del supermercado, para certificar su condición de padre de familia y acompañar aquella exposición de vidrios de distintos colores con algún aditamento alimenticio. Así, podía traer media docena de manzanas, o un paquete de espaguetis, o unos cuantos yogures.

      –Te da vergüenza –le decía mi madre, con más sorna de la debida, mientras él sacaba de las bolsas, en silencio, todas las botellas que juntos, rabiosamente, beberían después.

      Hace años que mis padres han muerto. Me cuesta traer a la memoria el color de su mirada, su modo de moverse o de llamarme. Hay gente que asegura acordarse del pasado y de aquellas personas que en él quedaron varadas para siempre. A mí no me parece tan fácil. Los rostros de mis padres se van desfigurando poco a poco. Las fotografías, si sirven para algo, debería ser para fijar la imagen de las personas que amaste y que ya no están aquí, pero en ellas anida una traición, como si fueran una muleta documental, un burocrático instrumento. Además, mi padre diría que, para saber algo de él, cualquiera de sus historias sería más importante que una fotografía, una grabación o una película. Por eso me esfuerzo en conservar, al margen de las fotos, el recuerdo de mis padres, porque ese recuerdo, por vago que sea, sí me pertenece. Ellos viven en mi memoria del mismo modo que viven en la sangre que les debo. Mi hermana y yo somos su verdadero legado. Lo más real que existe de ellos no son esas fotos, ni siquiera todos aquellos cuentos que construyó mi padre, infatigablemente, de madrugada, hasta que las fuerzas le faltaron: lo que