Daniel Jándula

Tener una vida


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que se nos ha inculcado en el alma y en la memoria. La dictadura que nuestros padres conocieron está en nuestra leche materna, en nuestra educación, en cada rincón de la ciudad y debajo de cada conversación. El trabajo de Lidia planteaba cómo se encajaba esta ubicuidad, y el punto de partida era analizar las expresiones culturales de cada generación. Nuestra generación no había conocido la dictadura, pero la dictadura se había instalado en nuestra generación como una molesta montaña de polvo. Por eso la música de hoy prefiere conflictos como el desamor o el aburrimiento. La música que yo viví (porque en mi casa no sólo se escuchaban canciones, se repetían, se sentían y hasta se lloraban; nos aferrábamos a las melodías y frases de otros para escapar de las propias) era puro exorcismo. Como en mi casa la cultura dominante era la de la copla y el pasodoble, Lidia no paraba de hacerme preguntas sobre las canciones que recordaba, las que mi abuela afirmó haber cantado en la radio, o sobre los discos que había escondidos en un altillo, dentro de una caja donde convivían la canción protesta, los cantautores rendidos a una poesía de burdel, sospechosos éxitos de una época que era más sano olvidar, y grabaciones importadas del extranjero.

      Las dictaduras de ambos continentes no son intercambiables, decía la tesis de Lidia. Ninguna dictadura lo es. Pero tal vez, me explicaba Lidia (ella tiene la capacidad de materializar en su lenguaje corporal lo que lleva dentro) sí que nos haría falta tener una pizca de la amargura de hace décadas, para asegurarnos de que habíamos aprendido algo. Yo lo veo difícil. Nosotros no acabamos con la dictadura, sólo la agotamos. Así hacemos aquí las cosas. Mi generación se ha ido por el hoyo de la ociosidad, suelo escuchar decir a los mayores; la generación de la posguerra, la que vio crecer como hongos los fantasmas y delirios de un imbécil (cualquier definición acertada de dictadura incluye a un imbécil) quiso saltar un gran charco, pero parte de ella nunca regresó, porque es difícil regresar de una huida. De esto iban las canciones de mi casa, y en ese inabarcable campo quiso meterse Lidia al comienzo de su tesis. La generación de nuestros abuelos descendió por un remolino, un maelström, junto a sus héroes culturales, decía Lidia, que por cierto sabe hablar muy bien alemán; al llegar a la última vocal escondía la lengua y la hacía descender, como indica la diéresis que lleva encima la letra. No establecía comparaciones entre su cojera y todo lo demás. No lo disimulaba. Bromeaba con que así conseguía ron gratis. Yo sólo me sentí avergonzado en una ocasión: ella había ido a un médico que podía reconstruir el músculo dañado, y yo le dije que no era buena idea, que me gustaba así. Pero no le dije que fuera su cojera lo que me gustaba de ella, sino el hecho de que no le diera importancia. Es como si la reconstrucción de su pie la convirtiera en una versión pobre de sí misma.

      Lidia había llegado a una doble conclusión en su investigación académica: que alejarnos de América Latina para escondernos en Europa fue un error (no sé lo suficiente de ello para saber si estar de acuerdo), y que aquella generación hizo lo que nunca se ha de hacer cuando uno cae en un remolino que mueve grandes masas de agua: nadar hasta sentir calambres.

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