Andrea Braverman

Viaje al mar


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tenía alguna pena.

      Cuando cerró la puerta y dejó las miradas de lástima del otro lado, el silencio se le clavó en el alma. Se tiró en la cama. Pensó en ir a pegarle a Martincito por todas las que le hizo, ahora que podía. Pensó después en cantar bajito, para calmarse. Pensó también que ya nada lo ataba a esa pieza, ni a ese pueblo, y que ya nadie podía decirle lo que tenía que hacer. Pensó además en ir a buscar a su mamá, pero no quería verla muerta. La imaginó sonriente, con un cucharón en la mano y olor a cebollas fritas en el pelo. Y al imaginarla así, como una reina cocinera, lloró como nunca había llorado y como nunca más iba a llorar. Lloró lágrima por lágrima sin entender cómo su mamá podía dejarlo solo de un momento para otro.

      De tanto llorar, se quedó dormido. Con los dientes apretados y los puños hundidos en el colchón, soñó con un mar de olas bravas en el que se hundía, incapaz de pedir auxilio. De pronto, en el sueño, se dio cuenta de que nada podía hacer y se dejó llevar por el agua con la indiferencia del que sabe que va a morir. Pero unos golpes metálicos comenzaron a retumbar en el aire. ¿Truenos? ¿Disparos? ¿Tambores?

      El Petiso aspiró una bocanada de aire y abrió los ojos, ahogado. Los golpes seguían pero ya estaba despierto.

      —Petiso, abrí. ¿Estás bien?

      Reconoció la voz del curita y saltó de la cama. Cuando abrió, el curita lo abrazó sin decir nada. Y el Petiso se dejó abrazar, porque estaba cansado de hacerse el fuerte.

      —¿Merendaste? –preguntó el curita.

      El Petiso miró el reloj de pared. Eran más de las siete.

      —No, ni me di cuenta –respondió.

      —Vamos a hacer un mate cocido y charlamos –invitó el curita mientras ponía la pava al fuego.

      El Petiso se asomó por la ventana. El patio de la pensión ya estaba oscuro y era raro estar a esa hora sin su mamá.

      La explosión del silbido de la pava interrumpió el silencio incómodo que se había instalado en la pieza. El Petiso no quería hablar y el curita estaba buscando las palabras para decir lo que tenía que decir.

      —Decime, Peti, ¿cómo es tu nombre de verdad? El del documento digo.

      El Petiso se lo sabía completo, aunque hacía años que nadie lo llamaba así.

      —Sergio Ariel Villalba –recitó solemne.

      —Bien, necesito que busques tus papeles, porque cuando dejes la pieza es importante que no te los olvides.

      —¿Y por qué voy a dejar la pieza? –se alarmó el Petiso.

      El cura suspiró. Preparó el mate cocido en un jarrito de aluminio y se lo acercó al Petiso, que no le sacaba los ojos de encima.

      —Tomalo, está calentito.

      El chico dio un sorbo pero no pudo disfrutar la tibieza del mate en la garganta. Tenía un nudo, como si una miga de pan le hubiera quedado atravesada.

      —Yo de acá no me voy –insistió–. Mi mamá pagó hasta fin de mes. Yo vi cuando le daba la plata al dueño. No le voy a regalar la plata de mi mamá a ese señor. ¿Cómo se le ocurre, curita? ¿Sabe lo que trabajó para ganarla? Si ella pagó, yo me quedo.

      El hombre no supo qué decir. La lógica del Petiso era imbatible. Abrió la heladera, como para ganar tiempo. Él también tenía algo en la garganta, pero a diferencia del chico podía ponerle un nombre: angustia.

      —¿Querés pan con manteca? Si le echás azúcar encima, es un manjar.

      —Sí, mi mamá me hacía.

      Aliviado de encontrar algo que hacer, el cura cortó dos rodajas de pan, las untó con manteca y las espolvoreó con azúcar. Le dio un buen mordisco a una y sonrió sincero. El Petiso también probó. Ya casi era la hora de la cena y el estómago pedía.

      —Mirá –dijo el curita–, la cosa es así: vos sos menor de edad y no podés vivir solo en una pensión. No tenés familiares cercanos, tu tío Oscar vive en Buenos Aires y de tu papá no se sabe nada hace años.

      El Petiso abrió la boca grande, como un pez inocente.

      —¿Cómo que no se sabe nada? Si mi papá murió antes de yo naciera…

      El cura desvió la mirada. Tan arraigada tenía en las tripas la idea de que mentir era pecado que muy bien no le salía.

      —¿Qué sabe de mi papá, curita? No me mienta –insistió el Petiso.

      El hombre se resignó. Había metido la pata. Apoyó sus manos grandes, callosas, en los hombros del chico. Podía mirarlo directo a los ojos sin agachar la cabeza: tenían casi la misma altura.

      —Tu papá no se murió, o al menos no hay noticias de eso. Cuando eras un bebé, se fue a probar suerte a Mar del Plata, tenía un amigo que se embarcaba para pescar merluzas...

      El corazón del Petiso se aceleró. ¿Tenía un papá pescador y estaba vivo? Se sentía en una telenovela de la tarde.

      —¿Sabe? –dijo el Petiso mientras se apoyaba la mano en la mejilla–, mi mamá una vez me dio un cachetazo acá porque me convidaron cerveza y yo tomé un traguito. Pero no me pegó por tomar el traguito sino porque ella me olió el aliento y yo lo negué. “Por mentiroso te pego”, me dijo. Y ahora resulta que la mentirosa siempre fue ella. Trece años me mintió, mire usted.

      —Sus razones habrá tenido, Petiso. Los adultos tienen que decir mentiras piadosas a veces. Sé que ella trató de ubicarlo. Le mandó cartas. Pero él nunca respondió ni llamó. Creeme que es como si estuviera muerto.

      El Petiso volvió a asomarse a la ventana. La oscuridad ya estaba instalada en el patio. En algunas piezas habían apagado la luz. En otras, se escuchaban ruidos de trastos, la radio AM, conversaciones. Todos seguían sus rutinas, pero para él había cambiado el mundo en unas horas. Hasta hace un rato tenía una mamá viva y un papá muerto. Ahora, todo era al revés.

      —¿Curita, está ahí? –preguntó María del otro lado de la puerta–. Traigo un guiso de lentejas para que cene el Petiso.

      El cura abrió, agradecido por la calidez de la mujer y de su plato de comida.

      —Pase, María. Estaba charlando con Sergio sobre su futuro.

      —Ya le dije, curita, yo de acá no me voy.

      —Quedate por hoy, mañana hablamos. Lo primero es darle sepultura a tu mamá y después vemos. María, se lo encargo por esta noche y mañana lo acompaña al cementerio, ¿está bien?

      —Sí, claro, cuente con eso. Dios lo bendiga.

      Al Petiso esa noche le costó dormir, pero cuando lo invadió el sueño profundo volvió a ver el mar. Esta vez no se hundía, remaba en un bote de madera bajo el rayo crudo del sol. De repente, vio un barco pesquero, colorido, como de juguete, que se acercaba hacia él. Un hombre sin cara lo saludaba cariñoso desde la proa. “Soy tu papá. No me morí”, gritaba.

      El cielo de la mañana siguiente reventaba de nubes. Tan nublado estaba, que ni rastros del sol hubo en el entierro.

      Durante el rato que duró la ceremonia, el Petiso se aguantó las lágrimas porque no quería llorar delante de toda la gente que había ido al cementerio. Hasta Blas y su mamá estaban. Hasta Martincito con corbata, que lo miraba de lejos. Tampoco quiso decir unas palabras, ni tirar flores ni nada. Por suerte para él, un aguacero apuró las despedidas. “A lo hecho, pecho, y lo pasado, pisado”, decía su mamá. Y él pensaba lo mismo. Solo quería volver a la pieza para buscar su changuito e irse a cartonear, como todos los veranos, y seguir pagando la pieza hasta que decidiera qué hacer.

      En esos pensamientos andaba cuando el curita le pidió:

      —Andá con María, buscá tus documentos y poné tus cositas en un bolso. Te venís conmigo a la iglesia por unos días hasta que manden a una asistente social.

      Y