Gustavo Faverón

Vivir abajo


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poeta boliviano, bordeando la ancianidad, anuncia que se meterá caminando al mar para hundirse en las aguas y morir como Alfonsina Storni. Después cambia su anuncio para decir que lo hará en el lago Titicaca. Dos noches más tarde cumple su promesa pero nadie acude a verlo.

      Cuando Clay se durmió, acabé la novena (la que llegó desde Valparaíso), que tiene una estructura un poco rara. Primero se describe un día normal en la vida de diez personas. Después se describen diez delitos atroces. Después se describen diez muertes ridículas. El lector debe adivinar qué personaje comete qué delito y sufre qué muerte. Eso es todo. Una novela divertida, a decir verdad. Pasé varias horas imaginando hipótesis que se desbarataban solas. Me dormí con el libro sobre el pecho y la lámpara de querosene modificando las siluetas de los pájaros disecados en las paredes del estudio. Cuando desperté a media mañana Clay me dijo que acababa de llamar a dos amigos en Santiago y les había pedido que averiguaran el teléfono de Armas Antárticas. Tres semanas después, los volvió a llamar. Uno le dijo que había olvidado el encargo y el otro que no había dado con la librería. Clay pensó que solo le quedaba escribir una carta pero previó que nadie le iba a responder.

      Días más tarde se puso a reordenar la sección de libros de viaje de su biblioteca (cosa que me hizo sentir culpable). En eso andaba cuando descubrió un ejemplar de un libro que ya no recordaba tener, titulado Una expedición a los indios ranqueles. Lo había puesto en un estante poco después de comprarlo, años atrás, y nunca lo había leído, aunque sonaba interesante: un viaje de dos semanas que el autor, Lucio Mansilla, emprende en 1870 a la pampa argentina, por médanos de animales agónicos y tolderías de indiecitos achacosos y lagunas secas y pantanos diminutos y bosques de árboles extintos y fosas de esqueletos de caballos y pajonales. Noches después, cuando acabó de leerlo, quiso anotar algo en la última página y vio, en la retira de la contratapa, un sello de agua que decía:

      Librería Armas Antárticas

      Simón Bolívar 298

      Valparaíso

      Chile

      Más abajo, vio un número telefónico: «32-50-03».

      Era viernes por la noche y Clay pensó que debería esperar al lunes para llamar en horarios de oficina. Todo el fin de semana habló sobre el tema, obsesionado por una sola cosa: él había comprado ese libro. Él recordaba la librería de Valparaíso donde lo compró. No el nombre pero sí el lugar, donde estuvo en las vacaciones del invierno de 1962, es decir en el verano de Chile, hacía nueve años. Recordaba que entró en esa librería con su primera esposa y sus tres hijos, el más pequeño, por entonces, poco más que un recién nacido. Y recordaba que su esposa se molestó y le armó una escena por la forma en que Clay se quedó mirando a la mujer que los atendió, una yugoslava hermosísima, de pelo muy negro y ojos tan grises que desde cierto ángulo parecían blancos, una mujer, también, de una tristeza desgarradora que le aclaraba la frente y le oscurecía las ojeras, una especie de telón taciturno corrido como un velo detrás de su mirada, evidente a pesar de su sonrisa.

      –Un recuerdo perenne, eso me pareció –dijo Clay.

      Un recuerdo que la recomía por dentro y que tal vez tenía que ver, pensaba Clay, con la extraña manera en que la mujer se desplazaba entre los anaqueles paralelos, como si saltara trincheras o esquivara muros que se le venían encima o buscara a un niño entre las ruinas de una ciudad tomada. Clay preguntó por los libros de viaje y la mujer a su vez le preguntó al chico que trabajaba con ella. El chico lo llevó hasta un estante y le señaló dos repisas de las que Clay tomó el libro de Mansilla. Después escuchó a la mujer hablando con un hombre en la trastienda y reconoció el tono y el acento de la lengua bosnia y la manera peculiar en que aparecían, en las frases en bosnio, palabras de origen árabe.

      Clay notaba esas cosas porque él estuvo en Yugoslavia en la guerra, aunque casi no hablaba de eso. Excepto por el recuerdo de la biblioteca en llamas y una historia que contaba con frecuencia, sobre el día en que llegó a Belgrado, a fines de 1944, y lo llevaron a ver una bomba americana que estaba en medio de una calle, frente a una mezquita, desde un bombardeo en setiembre, una bomba que no había estallado y en la que los americanos o los ingleses habían escrito «Felices Pascuas», cosa que a la gente de Belgrado le resultaba de un humor negro escalofriante (puesto que los bombardeos ingleses y americanos no habían matado casi a ningún soldado alemán pero sí a montones de civiles).

      En la librería, en 1962, Clay recordó eso y recordó el tiempo que pasó en Yugoslavia durante la guerra, sobre todo a un grupo de niños armenios asesinados por los rusos en un pueblo, y a las mujeres de ese pueblo, asesinadas antes que los niños. De pronto se sintió responsable por la tristeza de la mujer. «Un sentimiento difícil de explicar», dijo. Por ello, cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, y su esposa lo jaló de la manga y le dijo que no hiciera el ridículo en su cara, prefirió no decir nada, pagar el libro y salir.

      Se sentaron en un café y pidieron helados para los niños y luego Clay dijo que iba a comprar un periódico y subrepticiamente se metió en la librería y le preguntó a la mujer, en español, hablando muy despacio y sin saber por qué formulaba la pregunta:

      –¿Por qué está usted en Chile?

      La mujer le habló al chico que estaba a su lado y el chico le dijo a Clay:

      –Dice que está esperando al padre de sus hijas –después se corrigió–: Dice que está esperando a sus hijas.

      Esa librería era Armas Antárticas. Ahora Clay tenía el teléfono y el lunes iba a llamar.

      El lunes se despertó renegando y jalándose los pelos.

      –Soy un idiota –dijo–. No tenía por qué esperar a que pasara el fin de semana. Las librerías no cierran el fin de semana.

      Era muy temprano para llamar, así que llevé unos sándwiches de jamón y queso a la primera rotonda de piedra, y unas mantas (porque era mediados de octubre y ya empezaba a hacer frío, sobre todo cerca del mar). Nos sentamos a hablar de nimiedades y luego sobre los cursos que Clay estaba enseñando ese semestre y por último acerca del puesto de profesora de español que yo iba a solicitar en un colegio de Topsham, el pueblo que está pegado a Brunswick, al otro lado del río. De pronto una mujer apareció caminando desde la orilla hacia nosotros. Saludó a Clay y me miró y me dio las gracias, cosa que me dejó desconcertada y preguntándome qué cosa había hecho yo por ella. Se dio cuenta y aclaró que me daba las gracias por lo de Chuck. Entonces entendí que era Lucy Atanasio. Hablamos un rato. Me pregunté si ella sabía que nosotros sabíamos lo de la violación y hablamos sin tocar el tema y sin mirarnos a los ojos. Le preguntamos cómo estaba el pequeño Chuck. Nos dijo que había mandado a su sobrino a pasar unos días en casa de una amiga, en Yarmouth, para protegerlo de John. Al rato Clay se fue a la casa para hacer su llamada telefónica a Miroslav Valsorim y yo me quedé con Lucy. Habló de John y de aquella noche y los ojos se le abrieron. Después los cerró y habló de un cuchillo y dijo que tenía hambre. Le ofrecí los sánguches que Clay no había tocado y los devoró en minutos. Después se cogió la barriga y comenzó a contar una historia, sin motivo aparente, algo que le pasó a su padre durante la guerra. Larry Atanasio, el padre de Lucy, era sargento mayor, en Serbia, en Yugoslavia, en 1944, cuando su pelotón (bajo el mando de un teniente llamado Atticus Johnson) pasó dos veces por un mismo pueblo en el trascurso de una semana.

      El pueblo debe tener un nombre pero Larry no lo sabe y de seguro tampoco Atticus Johnson. La primera vez ven a decenas de niños que lloran entre los cascajos humeantes de numerosas casitas destruidas a lo largo de calles sin forma y en torno a una plazoleta atiborrada de cadáveres. Los niños son armenios, lloriquean sin ruido. Atticus Johnson manda a enterrar los cadáveres y el pelotón sigue su camino. Días más tarde, vuelven a pasar por ahí y encuentran a los niños llorosos y una montaña de cadáveres. Aunque en un principio creen que los niños han desenterrado los cuerpos que ellos inhumaron días antes, pronto se dan cuenta de que la montaña de muertos es nueva y que ha ocurrido una segunda masacre. Atticus Johnson ordena otro entierro. La noche cae, el pelotón tiene que pernoctar en el pueblo. Por la mañana los soldados salen de la iglesia nauseabunda donde han dormido, entre