David Monteagudo

Invasión


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nitidez contra los aleros de los tejados, el cielo todavía conservaba algo de la claridad diurna. Las cuatro o cinco personas que pasaban a esa hora por la calle no tenían nada de alarmante, y él empezó a andar en dirección a su casa. Entonces se acordó de que Mara le había pedido que comprara algo de fruta. Se lo había dicho cuando hablaron por teléfono, para acordar la cena; García lo había olvidado, ocupado en el asunto del psiquiatra, pero ahora, en el último momento, se acordaba de golpe de esa pequeña obligación. Era Mara la que hacía casi todas las compras, por la mañana; pero no era raro que al llegar a casa García se encontrara con una nota pegada en la nevera que le obligaba a salir a la calle, en busca de las provisiones que su mujer había olvidado –o no había podido– comprar.

      García dio media vuelta, pasó de nuevo frente a la puerta de la oficina, y siguió adelante en dirección a la plaza del ayuntamiento, que no quedaba muy lejos, en cuyas inmediaciones había una frutería a la que había recurrido en ocasiones similares. Cuando ya estaba cerca de su destino –todavía en la plaza del ayuntamiento–, oyó a su izquierda una voz que le llamaba desde la terraza de un bar. Miró en aquella dirección y vio a su amigo Torrente, que le hacía un gesto con el brazo desde una de las mesas de la terraza. García se paró, y se quedó en silencio, inmóvil, mirando a su amigo.

      –Sí, sí, soy yo –le dijo éste–, no soy Adrien Brody.

      García esbozó una sonrisa forzada.

      –¿A dónde vas? Siéntate aquí un momento.

      Pero García no era capaz de moverse. Desde el primer momento, había notado algo raro al ver a su amigo. Torrente era alto y delgado, realmente alto para ser un hombre de su generación –estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años–; tenía un rostro largo, vagamente equino, y él mismo se anticipaba y bromeaba con su razonable parecido con el famoso actor. Todo eso estaba ahí, conocido y reconocible, llamándole desde una mesa de un bar. Pero esta vez, además, había algo desconcertante, algo descompensado y turbador. No había mucha luz, porque la noche se había engolfado ya en aquella plaza, y la terraza se contentaba con el alumbrado público, pero a García le pareció, desde el primer momento, que su amigo era más grande de lo normal. Su primer impulso fue el de huir, seguir adelante pretextando una prisa inaplazable, con alguna frase lanzada al boleo, desde la distancia. Y no obstante se obligó a sí mismo a acudir a la llamada, en un intento de racionalizar sus temores, anhelando descubrir que se había equivocado, que su primera impresión había sido engañosa.

      Pero a medida que, sorteando las otras mesas, se acercaba a la que ocupaba su amigo, el rostro de García se fue congelando en una expresión de asombro y de temor. Era imposible precisar, desde su posición sentada, que altura tendría Torrente cuando se pusiese en pie, pero García vio que la mesa –que era, como todas las de aquel local, de madera, y bastante grande– resultaba pequeña y estrecha bajo los brazos del gigante encorvado, que sostenía un vaso diminuto con una mano enorme, mientras la mitad de sus piernas estiradas sobresalía por delante de la mesa.

      –Siéntate, hombre, siéntate; hacía tiempo que no… Oye ¿Te encuentras bien?

      Haciendo un terrible esfuerzo por controlarse, García consiguió componer una sonrisa y una frase convencional de explicación. Torrente, que se había quedado quieto, mirándolo con sorprendida curiosidad, dio por bueno el cambio de actitud y encogió las piernas con alguna dificultad, tocando la mesa con las rodillas, para que su amigo pudiera acercar una silla y sentarse.

      –Pide algo y me acompañas. Paga la casa –dijo Torrente, jugueteando con el palillo de una tapa que, a juzgar por el platillo vacío sobre la mesa, ya había consumido.

      Durante unos minutos, García asistió al monólogo de su anfitrión. Instalado en una náusea sorda y mareante, en una angustia latente, observaba con estupor el palillo que se perdía, como una brizna, entre los dedos larguísimos; el vaso de cerveza convertido en un dedal; el rostro de Torrente que le hablaba con su característico cabeceo, como el de un pájaro, que se inclinaba hacia él y aun así quedaba muy alto, muy arriba, de modo que García tenía que levantar la cabeza para mirarle, para mirar esas gafas enormes, cuadradas y pobladas de brillos, como dos faros. Y, sin embargo, era evidente que su amigo no notaba nada de eso: hablaba y hablaba sin parar, al no verse interrumpido, y García –por encima de la náusea creciente– seguía aunque no quisiera el discurso previsible, ya conocido, pues era repetitivo y calcado al de tantas otras veces.

      Todavía no había aparecido el camarero, y Torrente hizo ademán de levantarse, al tiempo que decía “¿Qué quieres tomar?”, pero García saltó de la silla, como impulsado por un resorte. “¡No te levantes!” dijo casi a voz en grito, y se disculpó atropelladamente, farfullando una excusa –había olvidado algo, tenía que marcharse– y salió de la terraza tropezando con las mesas, corriendo, sin preocuparse, sin querer ver el resultado de su extraña despedida, la cara de sorpresa y de desconcierto que debía poner su amigo en aquel momento.

      García anduvo a toda prisa, sin rumbo fijo, impulsado en un principio por la simple necesidad de alejarse cuanto antes del lugar en el que quedaba Torrente, y después por una inercia ciega, ya sin objetivo alguno, que le hizo deambular erráticamente, siempre por las calles más céntricas, las más concurridas, posponiendo el momento de volver a su casa y quedarse a solas con sus obsesiones, aunque sólo fuera durante el tiempo de darse una ducha y cambiarse de ropa. Y no es que en ese momento, en la calle, no le atosigaran sus pensamientos; muy al contrario, le ocupaban por completo, le dominaban, le tiranizaban hasta el extremo de que sólo una pequeña porción de su voluntad quedaba libre, ocupada en la tarea banal de hacerle callejear sin descanso. Pero en la calle al menos podía andar, y sobre todo podía retroceder, dar media vuelta y escapar, si se encontraba con algo desagradable.

      Cuando salió de la oficina todavía faltaba más de una hora y media para el momento en que debía encontrase con Mara. Pero ahora la noche iba cayendo, oscurecía a marchas forzadas, y cada vez le quedaba menos tiempo para una ducha que, por otra parte, resultaba más necesaria que nunca, a causa de la caminata larga y presurosa que estaba haciendo. García deambuló por aceras llenas de gente, por plazas y avenidas en las que reinaba una insólita animación, una vida en la calle que anticipaba ya la trasgresión y la indulgencia de las noches de verano. “Qué raro –pensó García, en un momento dado–, todavía no ha llegado el fin de semana, y ya parece que sea sábado.” Después se dio cuenta de que toda aquella actividad se debía sin duda a una campaña que habían promovido los bares del casco antiguo desde hacía algún tiempo, con unas ofertas y unos precios especiales que hacían que el público afluyese en abundancia las noches de los jueves. Pero ese razonamiento fue sólo una breve tregua, una reacción instintiva de su mente para alejarlo, por unos segundos, de su pensamiento constante y obsesivo.

      El encuentro con su amigo Torrente le había sumido en un pesimismo cercano a la desesperación: no sólo confirmaba sus peores miedos, sus más negras previsiones, sino que además venía a añadir nuevos elementos en los que se podía propagar su delirio, pues ahora la aparente transformación, aquello que le decían con toda claridad sus sentidos, se había producido en una persona conocida, de la que García tenía una imagen muy clara y delimitada, elaborada durante años de trato y de encuentros ocasionales. En los peores momentos, mientras sus piernas le llevaban hacia adelante por puro instinto, García sentía que iba a perder el control, que se dejaría llevar por el pánico, y se imaginaba pidiendo auxilio, llamando a alguna puerta, al hospital, a urgencias, pidiendo una pastilla, una inyección, algo que le hiciera dormir o que le sumiera en la inconsciencia. Luego, al cabo de unos minutos, recuperaba la sangre fría, se decía a sí mismo que las alucinaciones habían sido siempre muy concretas, muy circunstanciales, y que por lo tanto no le sería difícil rehuirlas. Se consolaba pensando que en ese momento no veía nada raro, que al fin y al cabo había seguido los pasos correctos, y que tenía una cita con el psiquiatra, concertada para el día siguiente, a unas pocas horas vista.

      En uno de esos momentos de combatividad, llegó a la conclusión de que tenía que controlarse, y seguir rigurosamente el programa de actuación que se había impuesto. Rechazó, no obstante, la posibilidad de comprar la fruta, porque significaba meterse en una tienda, en una encerrona que planteaba demasiadas incertidumbres; pero en cambió