Álex Chico

Los cuerpos partidos


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muestran alegres, inmersos en una especie de celebración perpetua.

      Daria Esteve resume perfectamente la intención que motivaba esas imágenes: intentaban reemplazar la miseria por la estética de la miseria. La prensa franquista realizó una operación cosmética y así es como quería presentársela a quienes no emigraron, con escenas de euforia en los bares alemanes o franceses, con fiestas en alguna Casa de España. También con el éxito de lo que el régimen llamó «Operación Patria», unos espectáculos folklóricos que la dictadura exportaba a los países del norte para amenizar de tarde en tarde a sus trabajadores en el extranjero. Vistos con el tiempo, esa operación patriótica de bailes regionales conserva un cierto punto patético, denigrante. Como si la miseria se pudieran borrar de un plumazo gracias a un paso de jota o de muñeira.

      Esa visión dulcificada perseguía otro fin más concreto: evitar que los emigrantes volvieran a España. En el fondo, que siguieran allí les suponía un magnífico negocio. Significaba un desempleado menos en su propio territorio, que además enviaba puntualmente divisas a su país desde el extranjero. Por eso no interesaba que regresaran. Por eso la propaganda y la felicidad aparente. Por eso el clima festivo y la euforia.

      Los emigrantes dejaban de ser peones y se convertían, por un momento, en alfiles del tablero.

      XXIV

      Una lectura similar, aunque con propósitos completamente distintos, se encuentra en una película francesa rodada muchos años después: Las chicas de la sexta planta.

      Llegué a ella por azar, en Granada. Pensaba estar un rato caminando y volver luego a casa, con las ideas algo más claras. Por entonces, trabajaba en una tesis doctoral sobre la relación entre el cine y la literatura en la primera mitad del siglo XX. Un trabajo que se quedó en nada, pero que me sirvió al menos para acercarme a un buen puñado de directores a los que aún vuelvo de tarde en tarde. Sobre todo a José Val del Omar y a unas pocas películas expresionistas alemanas.

      Sabemos cómo comienza todo paseo, pero no cómo acaba. Un tránsito breve siempre impone sus propios ritmos. En algunas ciudades ese azar se convierte en una norma, porque son lugares que ejercen sobre nosotros una fuerza casi magnética, con calles que nos desplazan a una nueva calle, o espacios interiores que nos llaman desde un punto y nos proponen que avancemos un poco a ciegas, dejándonos llevar de uno a otro lado.

      Granada es una de esas ciudades. Por eso aquella noche acabé en una sesión doble que proyectaba un cine-club, en el Palacio de los Condes de Gabia. Si me acuerdo ahora y recupero, pasado el tiempo, aquella película, es porque se trata de un documento que parte de los mismos tópicos que me había encontrado antes, con prejuicios y aprioris similares, aunque su lectura de la emigración se propusiera mostrar la cara amable de un grupo de trabajadoras españolas en París.

      El argumento es simple: varias criadas, al servicio de unos cuantos burgueses, se alojan en la sexta planta de un edificio. Una de ellas entabla una relación con un personaje, un tipo de vida cuadriculada, inmerso en un matrimonio gris. Gracias a ella, el burgués va trasformando una existencia monótona en un proceso de aprendizaje. Su curiosidad le descubre que hay vida más allá de las cuatro paredes de su casa. Así entra en contacto con otra realidad, la de las empleadas del hogar que malviven en habitaciones minúsculas, con baños compartidos que nunca funcionan. Trabar amistad con una de ellas le empuja a una inesperada libertad. Comienza a alejarse de sus obligaciones diarias, de compromisos ridículos, de rutinas banales. También ella debe vencer a la desconfianza, al recelo que le provoca la irrupción de ese hombre en su vida. Ha tenido algún desengaño y no quiere volver a cometer los mismos errores. Sin embargo, la atracción es tan fuerte que decide marcharse. No está dispuesta a tropezar dos veces con la misma piedra.

      En realidad Las chicas de la sexta planta, más que una comedia, parece un musical, aunque no haya canciones interrumpiendo la trama. Un musical feliz, donde se sufre y se ama a partes iguales, donde todas se ayudan y disfrutan de una alegría que logra sobreponerse a las adversidades. Son personajes planos, previsibles. Sobre todo ellas, bien aferradas a un molde preconcebido, estereotipadas hasta el extremo como buenas salvajes. María, el personaje principal, no es más que una Amelie a la española, una mujer joven, sufridora, temperamental, capaz de convertir lo insignificante y monótono en una experiencia única, digna de ser vivida.

      Un argumento cargado de tópicos. Aunque no sea más que una ficción, la película nos ofrece una lección valiosa: buena parte de los franceses no entendieron absolutamente nada, por mucho que esa visión pretendiera rendir homenaje a sus vecinos del sur. Los tópicos sirven para eso mismo, para explicar por encima lo que no queremos averiguar del todo. Philippe Le Guay, el director de la película, es solo un ejemplo más de otras tantas reinterpretaciones sin fundamento alguno. Jordi Costa lo explicó muy bien en una crítica que publicó poco después de que se estrenara la película: «Hay tanto cliché en la representación de esas españolas como en el retrato de las burguesas parisinas. Le Guay demuestra que entre Francia y España no están solo los Pirineos: también se extiende un infranqueable prejuicio cultural».

      Tal vez sea injusto comparar una película como esta con la propaganda que vertía el NO-DO. La intención de una y otra difiere radicalmente y, sin embargo, ambas comparten un esquema común. Las dos están cargadas de aprioris, de una estética puesta al servicio del mensaje, como si la intención fuera lo único que contara. Como si la forma siempre estuviera supeditada al contenido que se narra.

      Ahí está el verdadero peligro, en reducir a unas cuantas líneas hechos sumamente complejos, plagados de aristas y de caminos intermedios. No existe un solo relato para la emigración, ni una única lectura que pueda resumirla completamente. Ningún tema debería ser abordado sin la posibilidad de que algún día se le refute o desmienta. Cualquier narración guarda el germen de una narración contraria. Conserva las claves que permiten contradecirla, pasado el tiempo. Porque lo que cuenta no es el último capítulo o la última palabra, sino la hoja en blanco que le sucede. Aunque eso suponga borrar todo lo dicho en las páginas anteriores y debamos convivir con la sensación de no haber escrito nada. Quizás pensemos que todo ese esfuerzo previo ha supuesto un trabajo en balde, como si hubiéramos perdido el tiempo dando vueltas en círculos sobre un centro que no ha existido más que en nuestra imaginación. Al comienzo somos tan torpes que no llegamos a advertirlo. Nos conformamos con ser espectadores pasivos, inoperantes. Aún no sabemos que en esas páginas posteriores estaremos dando inicio al libro que estábamos esperando.

      XXV

      La segunda película que se proyectaba me suscitó mucho más interés. Se titula Españolas en París. Aborda el mismo tema desde un punto de partida semejante: el universo de las trabajadoras que fueron a probar suerte en la capital francesa. No es una gran película, pero está llena de matices, de propuestas más complejas que esa sucesión de tópicos que encontré en Las chicas de la sexta planta. En la ficha técnica que repartían a la entrada del Palacio de Los Condes de Gabia, leo que uno de los propósitos de José Luis Dibildos, el productor de la película, fue que el público francés conociera a los seres humanos que había detrás de los empleados españoles que emigraron al norte. Que pudieran valorarlos como algo más que simples elementos de trabajo. Por eso era importante que se estrenara en París en primer lugar. No recuerdo la fecha, pero sé que el estreno tuvo lugar en la sala Bataclán. Aún no sabía que ese escenario volvería a mí muchos años después, cargado de una atmósfera distinta, con un suceso que la convertiría en el epicentro de la barbarie.

      Sigo leyendo el díptico de la entrada, que guardo en uno de mis cajones, y recupero algunos datos: dirigida por Roberto Bodegas y protagonizada por Ana Belén, la película pretendía inaugurar la «tercera vía» del cine español de los años 70. Un tipo de producción que buscaba romper la frontera entre el cine comercial y no comercial, crítico con las imposiciones del mercado, pero no tanto como para no querer apostar por un producto que llenara las salas.

      En la primera secuencia vemos a una joven Ana Belén recién llegada a la gran ciudad, mientras va mirando de un extremo a otro, hipnotizada ante ese nuevo escenario en el