Sara Sefchovich

Demasiado odio


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no me atreví. Le quise preguntar cómo era que había un cajón de muerto tirado así nomás, pero no me atreví.

      Así que lavé y vestí a la difunta, la metí en su ataúd y le pedí ayuda al vagabundo para conseguir un taxi que me llevara al camposanto.

      Yo nunca había salido de casa de doña Lore, desde que llegué a Apatzingán estuve siempre adentro.

      El taxista se dio cuenta de cómo miraba todo y dijo: si quiere la llevo a conocer. Y antes de que yo dijera sí o no, ya me estaba enseñando: aquí tenemos la plaza de la Constitución la plaza de los Constituyentes y la casa de la Constitución. En Apatzingán es cosa de mucha Constitución, por el cura Morelos que en este lugar la escribió. Ésa es la presidencia municipal y ésa la iglesia con su torre que tiene un reloj. Para allá están las avenidas Constitución y Plutarco Elías Calles y para acá están el centro cultural que hicieron hace poco en la vieja estación del tren y el lienzo charro. Por este lado se llega a la unidad deportiva con su alberca y por aquel lado a la biblioteca pública con sus libros. Más para allá se llega al mercado y más para acá se llega a la terminal de camiones. Le puedo enseñar el zoológico, allí los niños patinan. O Las piedritas, allí los jóvenes platican. Como hay que enterrar a la difunta, ya no le voy a enseñar los fraccionamientos como La Huerta ni las colonias como Palmira Niños Héroes Los arquitos. Pero cuando quiera, con gusto la llevo. Lo que sí le ofrezco es, si ocupa una misa de cuerpo presente con mariachis como se acostumbra acá, conseguirla a buen precio.

      No gracias dije, apabullada con tanta palabra.

      Usted manda seño.

      Cuando llegamos al panteón, me ayudó a bajar la caja y antes de irse dijo: gracias por su pago, me hizo usted el día y hasta la semana. No sé por qué me prefirió a mí, pero me imagino que es porque las funerarias cobran mucho, con tanto muerto tienen el negocio más próspero de todos los negocios de esta ciudad. Bueno, es un decir, porque los negocios deveras prósperos de esta ciudad son otros, y solito se rio de su broma que yo no entendí.

      Unos señores que trabajaban en el lugar, llevaron la caja hasta el sitio donde abrieron un agujero. No había nadie más que mi persona frente a la tumba. Miré el cielo, había un atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que hacía tan poco tiempo ni los conocía, ahora era la única familia presente.

      Cuando empezaban a echar las paletadas de tierra, llegó un cura que dijo ser amigo personal de la abuela y al que ella le había llamado para pedirle que fuera. Ahora éramos dos frente a la tumba en ese atardecer precioso. Me quedé pensando que la vida tiene cosas extrañas, pues yo que era una pecadora redomada, ahora rezaba por la señora Lore nada menos que con el Señor Obispo de Apatzingán.

      Terminado el entierro y mientras caminábamos hacia la salida, el prelado me contó que la abuela había nacido en Nueva Italia, en una hacienda fundada por un inmigrante italiano en el siglo XIX, en la que vivían y trabajaban puros italianos, más de tres mil según dijo, que era muy próspera, producía maíz frutas algodón arroz. Hasta que el general Cárdenas la expropió y la convirtió en ejido. Fue entonces cuando la familia se vino para Apatzingán y pusieron una tienda, pero no se hallaron, estaban acostumbrados a ser agricultores y no comerciantes, así que acabaron regresándose a su tierra allá en Lombardía. A la hija la dejaron, porque para entonces ya la habían casado con un mexicano, un cacique de esos que siempre andaba con pistola al cinto, queriendo siempre más tierras y más ganado, siendo siempre amigo del delegado del banco ejidal del comandante del batallón y del jefe de la zona militar, que siempre resolvía los asuntos a su modo y hacía de las suyas sin que nadie pudiera con él. Yo le digo doña dijo muy serio, que la violencia por acá ha existido siempre, que no me vengan a decir que es cosa de hoy.

      Me quedé callada, ¿qué podía decir?

      Salimos del panteón dejando a doña Lore en su última morada como decía doña Livia, y dejando que el Señor goce de su compañía como dijo el obispo.

      A lo lejos se escuchaba una canción: Qué bonito Apatzingán / tierra de lindas palmeras / y de hombres de valor sin igual.

      12

      Lo primero que hice fue limpiar bien la casa, que había quedado llena de lodo de los zapatos de los atacantes y de sangre de los cuerpos de los atacados. Después puse orden en la cocina la sala y las recámaras, que habían quedado revueltas por la buscadera de los armados. Y por fin, enterré junto al árbol de la calle al perico que todavía estaba en su jaula el pobre, ya duro y apestoso.

      En los siguientes días, todo fue atender a las dos enfermas: darles sus baños de esponja ponerles ropa y sábanas limpias administrarles sus medicinas servirles sus comidas y sus tés de yerbas. Yo misma me los tenía que tomar, pues estaba muy triste, extrañaba a doña Lore, extrañaba a las niñas y extrañaba sobre todo a mi muchacho.

      Así pasaron varias semanas en las que aquello era un hospital y un lugar de duelo.

      Pero cuando doña Livia y la muchachita se sintieron mejor, empecé a salir. Necesitaba aire fresco, caminar.

      Las primeras veces fui solamente alrededor de la cuadra, porque me dio miedo aventurarme más lejos en esa ciudad desconocida pero de la que había escuchado cosas tan terribles.

      Eran puras casas como la nuestra, una tenía zaguán ciego y otra lo tenía de reja ésta era de dos pisos y aquélla de tres las había pintadas de blanco o pintadas de color con jardinera al frente o sin jardinera al frente, pero todas muy parecidas. Y todas cerradas a piedra y lodo, las ventanas protegidas con barrotes para que nadie se pudiera meter y con cortinas para que nadie pudiera ver lo que sucedía adentro.

      Había algunos árboles sembrados en las banquetas, parecidos al que ahora alberga a nuestro perico, todos maltratados y llenos de basura que se ve llevaba allí un buen rato: vasos de unicel cáscaras de plátano pañales usados.

      Pasados algunos días fui más lejos. Las cuadras de los alrededores eran iguales, las mismas casas las mismas banquetas chuecas los mismos árboles maltratados con la misma basura de latas vacías bolsas de plástico restos de comida.

      Una de las casas por las que pasé estaba cerrada con cadenas y candados y tenía colgado un pedazo de cartón con un letrero que decía ¿por qué él? Y junto alguien había pegado una hoja de papel con un letrero que decía cállate el osico dices puras estupideses quieres una madrisa.

      Pasados otros días fui aún más lejos, siempre pendiente de saber por dónde regresar y siempre atenta a que aún hubiera luz de día. Llegué a una calle ancha en la que había una papelería Carmelita una tortillería El grano de oro una frutería verdulería y recaudería La frescura de Tierra Caliente y una miscelánea El supercito. Había también puestos en los que vendían comida preparada zapatos vestidos juguetes maletas. En el que se llamaba Churrería General de la República vendían los más deliciosos churros, en el que se llamaba Textiles La Fama vendían los más preciosos sarapes, y en el que se llamaba La biblioteca vendían muchas revistas con fotografías de mujeres semidesnudas con unas nalgas descomunales y de asesinados con los ojos muy abiertos.

      Otro día llegué hasta una avenida en la que había una tienda de plantas La nochebuena roja y una tienda de telas La seda roja. Entré a las dos, en aquélla estuve viendo las macetas, había rosas de muchos colores y flores azules blancas y moradas y en ésta estuve viendo las muestras, había algodones de muchas texturas y con dibujos gruesos y delgados.

      Pensé en aprender a usar las viejas palas arrumbadas en el patio de atrás para sembrar mis propias plantas, y en aprender a usar la vieja máquina de coser arrumbada en la habitación de la difunta para coser mi propia ropa. Empezaría por sembrar flores amarillas ahora que se acercaba el día de muertos, quién quita y a doña Lore eso le gustaría y nos echaría su bendición desde el más allá, y empezaría por coserme una camiseta de esa tela amarilla que tiene dibujos de dólares, montones de billetes de cinco y diez y veinte y cincuenta y hasta de cien, que se enciman y se acomodan para un lado y para otro, quién quita y me darían buena suerte para tenerlos de a deveras.

      Unos días después encontré