de las habitaciones que revolvía, hasta que mi voz fue una súplica, un ruego. Fui decidido a interrogar a Silvia, pero en el living me recibió lo que ella señalaba con tanta desesperación. Cáscaras de sangre, escamas de piel seca. Y también había algo más. Casi cubierto por las costras, asomaba un papel o una tela. Me agaché a recoger aquello. Era un sobre. Estaba amarillo de viejo. Silvia se había acercado, podía sentir su respiración agitada. Abrí el sobre y saqué un papel doblado. Lo desplegué. Antes de empezar a leerlo volví a ser consciente de aquel extraño zumbido que llegaba del exterior.
Si están leyendo esto, ya todo habrá pasado. Quizás lo que escribo consiga aclarar algo, al menos para ustedes.
Aún recuerdo estar hablando con vos, mamá, y de pronto el tiempo se detuvo. Quedaste con el gesto paralizado.
—Mamá, mamá –te decía–, ¿qué pasa?
Te tocaba, y nada. Parecías de piedra.
—¡Papá, vení rápido! –grité–, ¡algo le pasa a mamá!
Pero vos nunca viniste, papá. Corrí hasta la pieza y ahí estabas, dormido. Te sacudí.
—Papá, papá, despertate.
Estabas como mamá, inmóvil.
Desesperado, salí a buscar un médico, pero lo que vi en la calle me dejó sin respiración. Todos estaban quietos. La gente, los autos, todo. Por un momento, fui uno más en aquel siniestro cuadro.
Me desesperé. Corrí y grité tratando de hacer reaccionar a las personas. Los escupía, los pateaba, pero nada. El tiempo parecía haberse detenido para todos, menos para mí.
Traté de tranquilizarme. Confié en que habría otros como yo. Recorrí cada rincón de la ciudad buscándolos. Entré a casas, a hoteles, a escuelas, a supermercados. Una estatua humana tras otra. Una interminable colección de momentos suspendidos para siempre.
No tardé en darme cuenta que incluso el sol se había detenido en el cielo. Su calor, uniforme e invariable, calentaba eternamente a la ciudad congelada.
Supongo que pasaron días, meses, años. Aunque, en realidad, siempre era el mismo día, la misma hora. Siempre. Ya sin esperanzas de encontrar a un hermano “temporal”, a otra persona para la que el tiempo no se hubiera muerto, traté de acostumbrarme a vivir en este reino de escenas perpetuas.
Tenía mis favoritas, por supuesto.
Estaba aquel niño riéndose. Su gesto era tan maravilloso que pasaba horas mirándolo.
Y el chorro de agua detenido a milímetros de la flor que nunca refrescó.
Y ese pintor que se había caído del andamio del décimo piso y quedó flotando sobre la reja donde debió terminar incrustado. Una de las puntas metálicas había llegado a perforarle la camisa de trabajo, apenas apoyándose en la piel, aún sin herirla. Con la brocha todavía en la mano y un grito mudo dibujado en su boca, un instante antes de morirse, se había ganado la vida eterna.
Y aquella bala en el momento exacto de salir del arma de un policía.
Y el ovejero alemán detenido en el aire, saltando, con la lengua afuera y un collar de saliva alrededor.
Y ustedes, claro.
A sus figuras inmutables las visitaba muy a menudo. Como en este mismo instante en el que escribo esta carta.
Viejo y cansado, volví a casa. Seguís con aquel gesto, mamá. Te acaricio y lloro. Todavía parece que me estuvieras hablando.
Vos, papá, dormís tu sueño infinito.
Quizás algún día el tiempo "real" continúe también para ustedes, cuando de mí quede solo un montón de huesos o, simplemente, cáscara. Por eso decido morir enfrente de vos, mamá, para dejar esta nota, este testimonio.
Y, además, estará mi gran obra. Sobre todo, mi gran obra… oh, de esa sí que oirán hablar.
Piénsenlo.
¿Qué hice yo para sufrir semejante tortura, para obligarme a pasar casi toda mi vida en este callado y sedentario Apocalipsis, en este mundo de muñecos de carne?
Si hasta el niño parece estar riéndose de mí.
¿Saben cuál fue mi conclusión, luego de tantos años en un mismo día? Fui castigado por algo que aún no había hecho. Entonces, poco a poco, con la paciencia que solo se consigue en la locura, fui creando mi gran obra, mi delito, mi culpa.
Y claro, el crimen tenía que estar a la altura de la pena.
Estoy seguro de haberlo conseguido. Es que para realizarlo dispuse de todo el tiempo del mundo.
Los quiero.
Carlitos
Dejé caer el papel y miré a Silvia. Ella me devolvió algo parecido a una mirada. Ahora fui yo quien la abrazó.
El zumbido.
Por la ventana abierta seguía entrando aquel sonido. Aquel sonido que eran muchos sonidos.
Gritos. No eran avispas. El enjambre era de gritos. Un clamor de alaridos desesperados como solo el infierno puede concebir.
Allí afuera, en la ciudad, la gran obra de Carlitos hacía delirar a su público.
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