Olga Drennen

Leyendas de aquí y allá


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el Bermejo, con aguas rojas y apasionadas como el temperamento del mayor de los hermanos y el otro, el Pilcomayo, de aguas calmas, transparentes como el espíritu de Michiveva.

      Dicen, también, que Guarán y el padre de Quilla, pactaron la paz de ambos pueblos para permitir la unión de sus hijos y que durante muchos, muchos años, en esa región, todo fue alegría y prosperidad.

      Ñangapiry: Grosella o cereza de Cayena.

      Flor en la arena

      Basada en una leyenda de Chile

      En el siglo XVI, un reducido, pero astuto y valiente piquete de españoles entró en la actual región de Tarapacá. Estaban cansados. Al llegar, salió a recibirlos un grupo de indígenas aymaras con muy poca buena voluntad.

      —Será mejor que nos instalemos en la zona que hay cruzando este desierto, antes de que nos saquen a pedradas –dijo el jefe de los conquistadores.

      —¿Vamos a Matilla? –preguntó su ayudante, un joven alto, de ojos oscuros llamado Dámaso Morales.

      —Eso es. Si en unos días los indígenas no cambian de actitud, iremos a Matilla.

      —A la orden, señor –contestó su ayudante de mala gana.

      Dámaso Morales contestó de mala gana porque, según cuenta la leyenda, él y Chima, la hermosa hija del curaca del lugar, se habían enamorado a primera vista.

      Como a menos de un mes la relación de los conquistadores con los nativos no había mejorado, los españoles se dirigieron a Matilla seguidos por la mirada de desconfianza del curaca Amaru y las lágrimas mal disimuladas de su hija.

      Ninguno de los dos enamorados podía resignarse a la idea de que ese cambio significaría la separación para siempre

      Tal vez, por eso, ni piedras ni arenas pudieron hacer que bajaran los brazos. No dejaron de verse ni renunciaron a su amor. Cada día, el desierto, triste de nubes y de agua, fue testigo de sus sueños y de sus encuentros.

      Hasta que una tarde, mientras caminaban tomados de la mano por entre cactus y salitre, una figura imponente se alzó ante ellos. Se trataba de Amaru. Los había seguido.

      —Hija –dijo con voz atronadora–, tu madre te necesita para tejer una alfombra. Vuelve a casa de inmediato. Y tú, español, vete con los tuyos y deja en paz a Chima.

      Por primera vez en su vida, la joven se rebeló.

      —¡Padre! Siento munaña por este hombre. Pido tu permiso para ser su pareja.

      —Amo a tu hija, Amaru. Quiero casarme con ella y formar parte de tu ayllu –dijo Dámaso Morales.

      Por toda respuesta, el curaca tomó de un brazo a la chica. Después, sin mirar siquiera al español, se alejó.

      Al quedarse solo, en medio del desierto, el conquistador bajó los brazos. Y así, vencido, volvió con los suyos. Pero no tardó en recuperar el ánimo. Se le había ocurrido una idea.

      Para ponerla en práctica, a partir del día siguiente, cada atardecer, se plantó frente a la vivienda del curaca.

      —Amaru, vengo a pedir que tu mujer y tú autoricen mi casamiento con Chima.

      Le contestó un coro de carcajadas y un “¡No!” rotundo del padre de su novia.

      ¿Qué hago ahora?, se preguntó Morales. Enseguida, una voz interior le dio la respuesta.

      Al otro día no bien amaneció, estuvo, una vez más, frente a la casa del curaca.

      —Amaru, vengo a pedir que tu mujer y tú autoricen mi casamiento con Chima.

      Como obtuvo la misma respuesta del día anterior, volvió a la noche. También, al amanecer del día siguiente y al mediodía y después del almuerzo a la tarde y cuando el cielo se llenó de estrellas.

      Hasta que, por fin, cansado de su insistencia, Amaru lo recibió.

      —Te propongo algo –dijo–: si consigues que el desierto que llega hasta Matilla florezca, te aceptaré como marido de mi hija. Pero si fracasas, te vuelves con los tuyos y nunca más te acercas a ella. ¿Estás de acuerdo, español?

      La barba oscura de Dámaso Morales tembló junto con su barbilla. Lo que el curaca le pedía era imposible.

      Sin embargo, sus ojos no tardaron en relampaguear. Se le había ocurrido otra idea.

      Alguna vez, unas cochas –en las que los aymaras juntaban agua– le habían llamado la atención. Así que, desvió el camino que trazaba el agua de esas cochas para crear las suyas. Una vez más aquel lugar triste de nubes fue testigo de su esfuerzo. Un duro esfuerzo con el que consiguió que el desierto se llenara de colores y de perfumes.

      Cuentan que cuando el curaca vio lo que la voluntad de Morales había conseguido, aceptó que se casara con Chima y que la pareja fuera parte de su ayllu.

      Cuentan, además, que al ver que el desierto se había convertido en un jardín, la gente del lugar lo llamó Pica que en dialecto aymara significa “flor en la arena”.

      Aymara: Nombre arcaico de un pueblo originario de América del Sur. En la actualidad, según el Diccionario Panhispánico de Dudas, “aimara” es la forma normativa en español moderno, no obstante, por ser una cultura originaria de Chile, en esta oportunidad, por respeto al país vecino, optamos por el uso de “aymara”.

       Curaca: Jefe de un ayllu.

       Munaña: En aymara, “amor”, “cariño”.

       Ayllu: Grupo de familias que tiene un antepasado en común.

       Cocha: En aymara, “represa”.

      Donde crece el maní

      Basada en una leyenda de Bolivia

      Los antiguos mosetenes contaban que hubo una mañana en que la tranquilidad de la comunidad se vio alterada por un grito.

      —¡Los ratones están entre los maníes! Se los comen. ¡Corran, corran porque están a punto de terminar con todo! Vamos a volver a tener hambre.

      Hambre. Hambre. La palabra corrió de boca en boca y alarmó a cada miembro de la comunidad.

      Ayo’, el jefe, fue el primero en acercarse al almacén dispuesto a defender el alimento de cada familia.

      El tema de los maníes había empezado tiempo atrás y tiene una historia relacionada con este jefe. Según dicen los antiguos mosetenes, las cosas empezaron una mañana en que al ir a tomar la primera comida del día, Ayo’ descubrió que no tenían nada para comer. Entonces decidió ir de caza.

      Así que tomó el arco y la flecha y se dispuso a salir. Pero antes de hacerlo, miró a su mujer que dormía cerca de sus dos hijos. Sonrió al pensar en el nombre con que la llamaban en su comunidad. Birish, le decían. Birish, que quería decir “loro” en lengua de la comunidad. Ayo’ pensó divertido que eso le pasaba por hablar tanto, acarició las cabezas de sus hijos y después, se fue.

      Primero, recorrió el monte. Quería cazar. Pero, por mucho que anduvo, no encontró ni chanchos, ni tejones, ni ardillas, que eran sus favoritos. Entonces, se dirigió a las zonas fértiles, tal vez encontrara arroz, yuca o maíz. Se sorprendió al ver la tierra árida como nunca. Tampoco encontró sandías, ni plátanos, ni fruto alguno. Por eso, corrió hasta el río. Se dijo con esperanza que, en esa oportunidad, podrían conformarse con algún pez. Podía ser algún pacú o un par de surubíes.

      Sin