mola
La gente no mola
Hay poco más que decir
Se ve donde quiera que mires
La gente no mola
Nos casamos bajo los cerezos
Bajo las flores nos prometimos
Y nos llovieron flores a mares
Por las calles y los parques
El sol se vertía en las sábanas
Despiertos por el pájaro de la mañana
Comprábamos los diarios del domingo
Sin leer una palabra
La gente no mola
La gente no mola
La gente no mola
Las estaciones van y vienen
El invierno desnudó las ramas
Y otros árboles bordean las calles
Sacudiendo sus puños al aire
El invierno nos sacudió como un puño
Y los vientos azotaron las ventanas
Ella corrió los visillos
Hechos de sus velos nupciales
La gente no mola
La gente no mola
La gente no mola
A nuestro amor manda doce lirios blancos
A nuestro amor manda un ataúd de madera
Que nuestro amor las palomas de ojo rosa arrullen:
«La gente no mola»
A nuestro amor devuelve todas las cartas
A nuestro amor manda una ofrenda de sangre
Que nuestro amor lloren los amantes dolidos
Lloren la gente no mola
No es que sean malos con ganas
Hasta pueden consolarte, y lo intentan
Te atienden si tu salud se resiente
Te entierran si vas y te mueres
No es que sean malos adrede
Si pudieran te harían compañía
Pero, nena, todo eso son boludeces
La gente no mola
La gente no mola
La gente no mola
La gente no mola
La gente no mola
Di una versión anterior, sin tanta pompa, y con menos medios a mi alcance, de esta misma conferencia en la Academia de Poesía de Viena el año pasado. Fui invitado a desplazarme allí a fin de compartir a un grupo de estudiantes adultos los arcanos rudimentos que, presuntamente, asisten todo el que hace de la composición de canciones su oficio. No sin antes, así expresamente lo requirieron, dar una conferencia. El tema que elegí fue la Canción de Amor, y al hacerlo —es decir, al plantarme frente a una gran audiencia para impartir y compartir cuanto tuviera que revelarles—, me embargó un torbellino de sentimientos encontrados. El más intenso, acaso el más insistente de ellos, me atrevería a afirmar que fue terror en estado puro. Terror porque mi difunto padre era profesor de literatura inglesa en la escuela secundaria a la que asistí en Australia —ya saben, donde siempre brilla el sol—. Conservo muy nítidos recuerdos de cuando contaba unos doce años, sentado, como ustedes ahora, en clase o en una sala de conferencias, contemplando a mi padre, que estaría de pie, aquí arriba, tieso cual servidor, y pensando para mis adentros, sombría y miserablemente —porque, en honor a la verdad, era un chico con una existencia sombría y miserable—. “Realmente poco importa lo que sea que haga con mi vida mientras no termine como mi padre”. Ahora, a los cuarenta y un años, diríase que lo que a buen seguro experimentó durante su cometido como docente no dista mucho de cuanto me dispongo a hacer. A los cuarenta y un años me he convertido en mi padre, y aquí me tienen, damas y caballeros, enseñando.
En retrospectiva, podría alegarse que, a lo largo de estos últimos veinte años, se ha mantenido cierta coherencia en mi discurso. En medio de la locura y el caos, parecería como si hubiera estado aporreando un solo tambor. Puedo constatar, sin ruborizarme, cómo mi vida artística se ha centrado en el afán por articular la crónica de una sensación de pérdida casi palpable que, para colmo, parecía reclamar mi propia vida. La inesperada muerte de mi padre iba a dejar un gran vacío en mi mundo cuando apenas contaba diecinueve años. Lo único que fui capaz de urdir para llenar este agujero, este vacío, fue ponerme a escribir. Mi padre me adiestró a tal efecto como si con ello pretendiera ya para prepararme para su marcha. La escritura fue el salvoconducto para acceder a mi imaginación, a la inspiración y, en última instancia, a Dios. Descubrí que a través del uso del lenguaje estaba dirigiéndome a un Dios de carne y hueso. El lenguaje se convirtió en el manto que arrojé sobre el hombre invisible, lo que le confirió forma y fondo. La transubstanciación de Dios a través de la Canción de Amor sigue siendo mi principal motivación como artista. Caí en la cuenta de que el lenguaje se había convertido en el mejor bálsamo para aliviar el trauma sufrido con la muerte de mi padre. El lenguaje se convirtió en ungüento para la añoranza.
La pérdida de mi padre dejó en mi vida un vacío, un espacio por el que mis palabras comenzaron a flotar y a compilar y encontrar su propósito. El gran W. H. Auden dijo: «la por muchos llamada experiencia traumática no es un accidente, sino la oportunidad que el niño ha estado aguardando pacientemente; de no haber sido ésta, habría encontrado otra para que su vida se convirtiera en un asunto serio». La muerte de mi padre fue, no cabe duda, la «experiencia traumática» de la que Auden nos habla, la que dejó el vacío que solo Dios podía llenar. Cuán hermosa es la noción de que nosotros mismos alumbramos nuestras propias catástrofes personales y que nuestras propias fuerzas creativas son, a su vez, de instrumental importancia para que así sea. Nuestros impulsos creativos permanecen en los flancos de nuestras vidas, prestos para tendernos una emboscada, dispuestos a asaltarnos y plantar pica en escena perforando nuestra conciencia —abriendo brechas a través de las cuales puede surgir la inspiración—. Cada uno de nosotros tiene la necesidad de crear, y la asimilación del dolor es, en sí misma, un acto creativo.
Aunque la Canción de Amor se manifiesta de muchas y muy variopintas formas —canciones de exaltación y alabanza, de rabia y desesperación, eróticas, de abandono y pérdida— en todas ellas se invoca al Creador, pues es en la embrujadora premisa del anhelo donde la verdadera Canción de Amor habita. Es un aullido en el vacío que clama al cielo amor y consuelo, y pervive en los labios del niño que llora a su madre. Es la canción del amante que se desespera por su ser querido, el delirio del lunático suplicante invocando a su dios. Es el desgarrador lamento del que, encadenado a la tierra, anhela alzar el vuelo, el vuelo hacia la inspiración, la imaginación y la divinidad.
La Canción de Amor sería, por tanto, la materialización de nuestros vanos esfuerzos por convertirnos