Cecilia Magaña

Principio de incertidumbre


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Marta.

      Se lo dice al oído y luego se separa de ella. Gilberto reacomoda la pierna izquierda, un tic nervioso que ella reconoce. Lo había visualizado tantas veces en el marco de esa puerta y ahí estaba, el tic. No puede más que sonreír con un gozo secreto al contemplar otra vez el cambio en el peso de su cuerpo, aliviando la rodilla izquierda, seguido de un ligero estiramiento de la pierna, antes de que Gilberto señale al técnico detrás de él:

      —¿Podemos pasar?

      —Por favor…

      Marta se hace un lado y lo observa cruzar la puerta de metal pintada en blanco. El técnico inclina la cabeza en dirección a Marta. Ella se suelta el cabello, invita a Gilberto a sentarse en la silla de plástico y vuelve a ocupar su lugar en el sillón de Ulises. Desde ahí, con las manos entrecruzadas, espera a que el técnico termine de ajustar las llaves, anotar los niveles de las válvulas a un lado de la entrada. No dice palabra ni le quita la vista de encima, consciente de que Gilberto ha preguntado algo que ella no ha entendido, que se ha quitado el saco. Alcanza a ver que se desabotona el cuello para abanicarse. Ha interpretado su silencio y como ella, espera.

      —Buenas noches, señorita… regreso al rato— dice el técnico, sujetando la tabla con un formato en el que apenas habrá garabateado un número.

      —Buenas noches.

      Es Gilberto quien contesta e incluso acompaña al hombre hasta la puerta. La humedad del cuarto ya ha mojado su cabello castaño y corto a la altura de la nuca. Marta lo ve tocarse la nariz con el dorso de la mano antes de cerrar, seguramente en un intento por disimular la irritación que le provoca el olor. Ya no quiero que huelas a cloro, Marta.

      —¿De verdad va a regresar?— pregunta Gilberto, arrugando la frente.

      —Cada cuatro horas.

      Marta lo mira, menos alto que antes, si eso fuera posible, menos delgado también. ¿Es verdad que tiene diez años sin verlo? Las líneas que solían marcarse a cada lado de la boca parecen más profundas y el hoyuelo del lado izquierdo sigue ahí. Si quieres yo me quedo con Ulises esta noche, debes estar cansada Marta. ¿De verdad hace diez años?

      —¿Y qué pasa si no le abrimos?

      —¿A quién?

      —Al técnico.

      Ella sonríe, identifica de nuevo el breve ajuste de la rodilla. Está sucediendo. Está aquí. Gilberto ahí, de pie, arremangándose los puños de la camisa. Gilberto sin toga, entre los asientos de los familiares durante la misa de graduación de Ulises. Ahí, con su rostro de niño eterno, cínico. «Felicidades», había dicho como si la felicitara a ella, porque Ulises lo evitó subiéndose al coche antes de que pudiera alcanzarlo. Sin perder la compostura: «Felicidades.» Gilberto de pie, en la calle, con la mano en alto a forma de despedida mientras se alejaban del Expiatorio. Marta manejando y Ulises en el asiento del copiloto. Ulises hundido y ella mirando a Gilberto por el espejo.

      —Supongo que no quieres un café.

      Marta entra a la cocina. Se detiene frente al refrigerador, aprieta la manija y lo siente detrás, abriendo la alacena. Tac, tac, tac. Como si ya hubiera estado ahí. Tac, tac.

      —¿Tienes vasos?

      —Solo tazas— responde, agachándose para alcanzar un par de cervezas.

      Tac. La alacena se cierra. Marta pone las dos latas sobre la barra sin levantar la vista, casi rozando su hombro.

      —Está bien. Mejor las reservamos para el café.

      Aparentemente despreocupado, sin un dejo de extrañeza. Abre las dos cervezas, dejando escapar un suave psst, y otro psst, mientras ella vuelve a recogerse el cabello. Espera que le pregunte cómo está, que es lo que todos preguntan, «¿cómo estás, Marta?», con esa arruga entre las cejas y el tono dulzón de la piedad, «¿cómo estás?» Pero Gilberto da un trago y hace la pregunta que nadie se ha atrevido a hacerle sin preámbulos. Sin sugerir lo primero que todos habían pensado: que Ulises era uno más de los que habían intentado reestructurar sus deudas y descubierto que eran impagables. «Pero tu hermano no tenía propiedades, ¿no?» Gilberto sólo pregunta:

      —¿Cómo lo hizo?

      Marta observa la ceniza todavía compuesta en un cilindro a la orilla de la barra. Ha olvidado limpiarla.

      —Se ahogó en la alberca.

      Había pensado durante casi dos semanas, desde que consiguió su número de teléfono, cómo era que iba a decírselo. «Ulises esperó a que todos se fueran y en la madrugada descorrió una de las esquinas de la lona, se metió a la alberca y nadó hasta el otro extremo para no poder salir. Se desnudó y se metió a la alberca, hasta la zona en que la cubierta plástica no le permitiera arrepentirse.» «Ulises se ahogó en la alberca que está sobre nosotros, la que viste antes de bajar aquí.» Pero sólo había salido esa frase aparentemente hueca. Nada de la llamada a las seis de la mañana, ni de la visita a la Cruz Verde para identificar el cuerpo. Ni una palabra de cómo la piel de su hermano parecía tener una capa más clara, una cáscara casi imperceptible, lista para desprenderse. Ulises. Su hermano. Se ahogó.

      —¿Quieres sentarte, Marta?

      Su mano, fría por el contacto con la cerveza está sobre la de ella. Lista para desprenderse. Escucha los pasos de sus propias sandalias de vuelta a la sala. Toma la cajetilla y le ofrece un cigarro. Gilberto niega con la cabeza, ella le señala la silla de plástico.

      —Por teléfono me dijiste algo de unos papeles— va directo al grano.

      Ella da una segunda calada a su cigarro. El humo se le mete al ojo izquierdo, que le llora y entrecierra, bajando la mirada como tenía planeado antes de decir: «Ulises te dejó sus diarios. Fue todo. Una nota amarilla con tu nombre, Gilberto.» Marta lista para empezar. Esta es la primera llamada, primera. Pero Gilberto se adelanta:

      —Ulises me habló por teléfono… hace más de un mes, creo. La ceniza del cigarro cae el suelo.

      —¿Hablaban seguido?

      »¿Por qué no sales, Ulises? ¿Qué pasó con tus amigos, los de la universidad? ¿No me dijiste que Halina Lorska te había llamado para una comida de generación?» Su hermano haciendo un ruido con la nariz, un sonido burlón como respuesta. «¿Y Gilberto?» Un tirón del músculo en el cuello de Ulises, como una cuerda que alguien jalara desde dentro.

      —No— levanta las cejas— de hecho me sorprendió que tuviera mi número después de tantos años. No pensé que fuera una despedida.

      —¿Te dijo algo?

      —Nada. Sólo me preguntó por Sofía. Si sabía algo de Sofía. Y luego colgó— se encoge de hombros.

      ¿Y sabes algo de ella?, quisiera preguntar, pero no es el momento. Se pasa las manos por las mejillas, sin dejar de sujetar el cigarro entre los dedos.

      —Será por eso que te dejó sus diarios. Fue lo único que escribió en la nota. Que te diéramos sus papeles. Los dejó sobre su escritorio.

      Hay un momento de silencio. Marta no se atreve a mirarlo a él y se concentra en su fotografía en blanco y negro, impresa en la contraportada del libro al que no le ha puesto atención antes. El libro que Gilberto ha venido a presentar a la Feria del Libro, abandonado sobre el carrete, cerca del código sin referencia. Gilberto Camarena, El éxito es personal.

      —¿Tú ya los leíste, Marta?

      —¿Sus cuadernos?

      Lo ve estirar la mano hacia la cajetilla y tomar un cigarro. Marta levanta la vista y le extiende el encendedor antes de seguir mintiendo.

      —No. No todos.

       2

      ENTREVISTA A HALINA LORSKA (FRAGMENTO).

      18 DE NOVIEMBRE DE 1994 A LAS 7:30 P.M.

      Vips de plaza México. Privado con ventana a la calle.

      Empieza a oscurecer