los compradores están obligados a pintar los vehículos de otro color y a utilizar placas comunes y corrientes. Los vales de gasolina te los da la directora de la intendencia.”
La señora Erika Holzmann lo recibió con una sonrisa tan dulce que fue la primera vez que se sintió bienvenido en el edificio lúgubre de la Kripo.
“Bruno, qué gusto. Ya me habían dicho que estabas trabajando con nosotros. ¿Te acuerdas de mí? Nos conocimos en el funeral de tu papá.”
Meyer no recordaba nada, pero le estrechó la mano con calidez.
“Tus vales. Una firma y nos vemos cuando se te acabe la gasolina. Me voy a jubilar el año que viene, haya o no haya guerra, pero quiero decirte que puedes contar conmigo para lo que se te ofrezca. Todo el mundo piensa que soy una vieja estúpida, pero he pasado en este agujero la mayor parte de mi vida y me muevo como pez en el agua en todos los rincones del edificio. Tu mamá, por cierto, me hizo una impresión maravillosa, a pesar de que la conocí en uno de los días más tristes de su vida.”
“¿Usted cree, señora, que podría ayudarme a localizar un dato?”
“¿Un dato policial? Increíble. Un detective de la Kripo solicitando pistas a un vejestorio de la intendencia.”
“Es un dato personal.”
Meyer le enseñó la tarjeta con las referencias que le había dado Feniger.
“Necesito averiguar el nombre de la persona que compró este vehículo.”
“Audi, 1934 —dijo Erika Holzmann— BK8080. El coche que llevaba tu papá la noche que lo mataron.”
“¿Cómo lo sabe?”
“¿Un café?”
Todo fue saliendo a flote mientras bebían una taza de café a un lado del escritorio: las fiestas de fin de año, los colegas que se murieron y los que se retiraron, la forma despótica en que la habían relegado porque no le gustaba a nadie y ninguno de los jefes le pidió que se acostara con él.
“Tu papá, en cambio, me trató siempre con una delicadeza extraordinaria. Con decirte que se acordaba de traerme flores el día de mi cumpleaños y una vez le dio una bofetada a un oficinista que me faltó al respeto. Cuando venía a recoger sus vales me hablaba de ti y de tus hermanos y de las cosas que iba a hacer cuando abandonara la Kripo.”
“¿Qué iba a hacer?”
“¿No te lo dijo? Quería poner una agencia de detectives y me prometió que me iba a llevar de secretaria. Me gustaría decirte que te pareces a él, pero no te pareces. Tu papá era fuerte como un roble y tenía los ojos verdes, grandes y melancólicos.”
La señora Holzmann lo miró con inquietud.
“He sabido que Hugo Ritter te sacó del archivo para que trabajaras con él. Espero que no te arrepientas. Ritter es un hombre atrabiliario y violento y siempre me pareció muy extraño que llevara una relación tan estrecha con tu papá. ¿Sabes, Bruno, por qué sé que el Audi de Ludwig Meyer tenía las placas BK8080? Porque todas las mañanas, cuando salía de la Kripo, me acercaba al estacionamiento para saludarlo desde lejos y darle la bendición.”
La señora Holzmann le dio un beso en la mejilla.
“No vengas a visitarme nada más cuando necesites gasolina.”
“Si usted me permite…” dijo Meyer.
“No te preocupes, en un par de días te consigo los datos, pero te voy a dar un consejo. Olvídalo, Bruno. Lo más recomendable es vivir en el presente.”
El BMW se deslizaba con la fluidez de un trineo y tenía un motor potente y silencioso que parecía desafiar la ley de la gravedad. Meyer se dedicó a recorrer la Kurfürstendamm sin más objetivo que disfrutar la velocidad y el respeto que irradiaba sobre los peatones y los ocupantes de los otros vehículos y al llegar al extremo de la avenida se olvidó por completo de las mañanas en que se había refugiado en el Oberbaumbrücke para reflexionar en sus problemas y luchar con la tentación de arrojarse al río.
Un rato después entró a un mercado de Charlottenburg, compró dos cajas de Münchner, pan negro, salchichas y un frasco de mostaza y se dirigió a las frondas de Grunewald. Pasó el resto de la mañana recorriendo los senderos del bosque, oyendo el gorjeo de los gorriones y los canarios y luego se dirigió a un recodo inundado de tulipanes, sacó las botellas de cerveza y se quedó haciendo tiros de práctica hasta que volvió a comprobar que había nacido con la facultad misteriosa de disparar con puntería.
Esa mañana, a diferencia de los otros días, logró establecer un lazo íntimo con la pistola y no sólo se enorgulleció de la rapidez y la precisión con que había destrozado las botellas de Münchner a cinco, diez y quince metros de distancia, sino que se estremeció de placer con el estruendo de los disparos y el aroma punzante de la pólvora.
Comió bajo las ramas de un sauce, tres salchichas con mostaza, una barra de pan y media botella de cerveza y luego se dirigió al BMW y se puso a hablar con su padre hasta que llegó a las verjas del cementerio de Dorotheenstadt y siguió hablando con él frente a la tumba de mármol y floreros vacíos a donde había ido tantas veces para decirle que no tenían dinero para seguir pagando la hipoteca y los gastos de la familia y que no le quedaba más opción que cerrar los libros y abandonar la Facultad de Derecho.
Meyer se quedó observando la tumba de su padre y le confesó que siempre le había parecido reprobable que perteneciera a la Kripo. Todas las noches me quedaba atónito de la naturalidad con que hablabas de las cosas más triviales y nunca nos dijiste media palabra sobre los métodos que utilizaba la Policía Criminal de Alemania para lidiar con los delincuentes. ¿Y Ritter? ¿Cómo es posible que hayas pasado tantos años en calidad de amigo y confidente de un hombre del que no hiciste ninguna mención y terminó por convertirse en el factor absoluto de tu vida?
Meyer se acercó a la tumba. Ludwig Meyer, 1884-1936. Nunca te Olvidaremos, decía la lápida. Cierto: nunca te olvidaremos, pero hoy en día no sé qué recuerdo con más claridad, si el muro de hielo que alzaste alrededor de tu vida o la furia que te producía mi aversión por los juegos violentos y el hecho de que no tuviera novias ni amigos ni el menor interés por las cosas que hacías en la Kripo.
¿Es verdad que te llenaste de orgullo la mañana en que ingresé a la universidad? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Y por qué tuve que esperar a que te murieras para enterarme de todo a través de la gente que menos hubiera imaginado? Ritter, Kruger, el jefe de los talleres de la Kripo y la señora Holzmann, que te veía como un gigante y acabó por enamorarse de ti como no se enamoró mi madre, a la que jamás le regalaste un ramo de flores el día de su cumpleaños.
¿Quién eras, viejo, cuando salías en la mañana con la Luger bajo el brazo y la credencial escondida en un bolsillo del saco? ¿El enemigo secreto de Hitler o el aliado inconfesable de una turba de forajidos que manejan al país desde las cloacas y han convertido al sistema jurídico de Alemania en una burla descomunal? ¿Es verdad, como acaba de decirme la señora Holzmann, que tenías pensado abandonar la Kripo y abrir una agencia de detectives? ¿Por qué no lo hiciste? ¿Te faltó valor o estabas convencido de que ibas a ganar tanto con el Pacto del Bristol que hubiera sido una estupidez buscar el dinero en otro sitio?
Ritter me dijo ayer que te habías llenado de indignación y que rechazaste el Cartier que te ofreció Galeotti en testimonio de buena voluntad. Odiabas a Hitler, a Galeotti y sus congéneres, odiabas a la aristocracia alemana y a los Krupp, los Messerschmitt y los Siemens, que estaban haciendo toneladas de marcos bajo las alas del gobierno. Odiabas, sobre todo, que un hombre como tú, héroe de la guerra y peón abnegado de la Kripo, se viera obligado a sacrificarse en las alcantarillas de Berlín para defender los intereses de las minorías privilegiadas.
Te asfixiabas en la casa, no sólo porque era pequeña y modesta, sino por el dinero que tenías que pagar todos los meses para mantener a flote la hipoteca. Te asfixiaba la idea de pasar el resto de tu vida sumido en un barrio de clase media mientras los jerarcas del gobierno se estaban robando el dinero con una voracidad desenfrenada. ¿Hubieran