Manuel Echeverría

Las puertas del infierno


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enteró de que estabas estudiando derecho?”

      “Por supuesto.”

      “Salud, Bruno, hay que aprovechar los buenos momentos, porque todos los días se vuelven más escasos. Ernst Kruger es un imbécil por los cuatro costados. Es inaudito que te haya recibido en la institución para darte un trabajo tan ridículo y humillante. No se te ocurra volver al sótano. Mañana le hacemos una visita y ponemos las cosas en su sitio.”

      “El teniente Kruger me trató con mucha cortesía y me apena que vaya a pensar que fui a quejarme con usted.”

      Ritter lo llevó a la puerta del Castillo Bávaro, donde se quedaron mirando el tráfico denso de la Unter den Linden hasta que un mesero les entregó las llaves del automóvil.

      “¿Quieres que te lleve a tu casa?”

      “Gracias. Prefiero caminar.”

      “El hecho de que Kruger te haya tratado con cortesía no significa nada. Te ofreció el peor trabajo de la Kripo para salir del paso y no tuvo la delicadeza de darte el lugar que te mereces. Un muchacho como tú, inteligente, responsable, sin contar que eres hijo de Ludwig Meyer. ¿Cuánto vas a ganar?”

      “Cien marcos.”

      Ritter soltó una carcajada.

      “Cien marcos los gana una secretaria, un oficinista de segunda, el jefe de los mozos. Cien marcos te los puedo dar yo sin necesidad de que vayas al maldito sótano. Punto final. Te espero mañana a las nueve en la guardia de agentes. Vete haciendo a la idea de que de aquí en adelante vas a trabajar con el hermano de tu padre.”

      Meyer se despidió de Ritter y se puso a caminar junto a lo árboles de la Unter den Linden. Le había impresionado la autoridad que irradiaban las facciones angulosas de Ritter, pero nada le intrigó tanto como la idea de que había sido amigo íntimo de su padre y que tenían una historia de heroísmo y fraternidad de la que no se había enterado nunca. Meyer tomó un tranvía en la esquina de la Hindenburgstrasse, se bajó a tres cuadras de su casa y se fue a dormir sin darle las buenas noches a su madre y a sus hermanos, que lo vieron pasar como una sombra y perderse en el fondo del corredor.

      Al día siguiente, al abrir los ojos, recordó lo que Hugo Ritter le había dicho en las puertas del Castillo Bávaro y pensó que su estancia en la Kripo iba a terminar de la peor manera. No tenía el menor deseo de volver al archivo, pero le inquietaba mucho acatar las instrucciones de Ritter y verse envuelto en un acto de indisciplina que lo pondría en una situación insostenible con el jefe de personal.

      Era verdad: cien marcos era una suma ridícula para remunerar el trabajo de un archivista (para no hablar de un archivista que podía recitar los capítulos más sobresalientes del Código de Justiniano), pero cien marcos, por otro lado, eran mejor que nada y habían empezado a restablecer el equilibrio económico de su familia.

      No había olvidado la vehemencia con que Ritter le habló de la amistad entrañable que llevó con su padre y la emoción con que le narró el episodio de Verdún, al grado que en algún momento logró imaginar la atmósfera borrascosa de la farmacia donde Ludwig Meyer había matado a sangre fría a un sargento francés para rescatar a Ritter de una muerte segura.

      Lo demás se quedó hundido en una nube de impresiones fragmentarias: los ojos de Ritter, que se llenaron de lágrimas cuando le habló de la noche en que Ludwig Meyer fue abatido por un grupo de forajidos en una bodega de Wedding. La nostalgia (atizada por el vino que se acabó sin ayuda de Meyer) con que le habló de la forma en que él y su padre ingresaron a la Kripo y las aventuras que protagonizaron brazo con brazo hasta que el hampa de Berlín terminó con la amistad entrañable que llevaron durante más de veinte años.

      Meyer se acordó de la rudeza de Ritter, que había tratado a los meseros como si fueran esclavos, la avidez con que se abalanzó sobre la sopa de alubias y las escalopas de ternera antes de pedir que le llevaran una segunda ración, la arrogancia con que pidió una botella de champaña para brindar con el retoño de su “hermano de esta vida y de la otra”, los gritos, las carcajadas, la forma incivil en que miraba a la concurrencia del restorán y los comentarios insolentes que hizo sobre las tetas de la muchacha que estaba cenando a tres metros de la mesa, la hipocresía de los vejestorios que iban a los restoranes más lujosos de la ciudad acompañados de sus amantes y no salían con sus esposas ni para darle la vuelta al perro, la libertad con que utilizaba las palabras más altisonantes sin temor de ofender a nadie y como si estuviera en una taberna de obreros.

      No había olvidado tampoco la rapidez con que lo nombró “hijo adoptivo” y el orgullo con que le habló de las mujeres que lo esperaban con las piernas abiertas en los burdeles de Berlín, donde su padre había dejado un recuerdo imborrable, un garañón, muchacho, espero que hayas nacido con la misma fibra sexual de tu viejo y los mismos huevos de gladiador romano, hay un mundo de historias que te van a dejar pasmado.

      “Es posible que hayas aprendido cosas muy interesantes en la Facultad de Derecho, pero la vida, mi viejo, la verdadera vida, empezarás a verla cara a cara mañana a las nueve de la mañana.”

      Meyer se acordó de que Ritter se había manchado la corbata mientras devoraba la cena y que salió del restorán sin despedirse de los meseros ni pagar la cuenta.

      Una hora después, al llegar a la Kripo, miró los barandales del segundo piso y descubrió que Hugo Ritter lo había colocado ante un dilema irresoluble, pero no había llegado al elevador para dirigirse al archivo cuando sintió que alguien lo tomaba del brazo.

      “¿Escrúpulos de última hora? —dijo Ritter— De ningún modo, faltaba más.”

      Luego, sin añadir otra cosa, lo llevó a la guardia de agentes para presentarlo con los “hombres más bragados de Alemania”, que se acercaron para saludar de mano y envolver en una nube de sonrisas y palmadas al primogénito de nuestro inolvidable Ludwig Meyer.

      “Despierta, Bruno, te estoy presentando a tus compañeros y amigos de aquí en adelante y por el resto de la vida.”

      Ritter lo llevó de escritorio en escritorio para que saludara a los demás detectives y luego llamó a un auxiliar del servicio forense y le ordenó que sacara una fotografía para conmemorar el día en que Ludwig Meyer regresó del más allá para reintegrarse a las filas de la Kripo.

      “No lo van a creer, pero Bruno sabe más de derecho que el presidente del Tribunal Supremo.”

      “Bienvenido, Bruno —le dijo uno de los agentes— te garantizo que te vas a sentir como en tu propia casa.”

      La siguiente escala fue menos agradable. El teniente Kruger se levantó con un movimiento repentino cuando los vio entrar y por un instante fue incapaz de decir una palabra.

      “Hugo, Bruno, qué sorpresa.”

      “Es inconcebible —dijo Ritter— lo que has hecho con este pobre muchacho. ¿El archivo muerto? ¿Dónde tenías la cabeza? ¿No sabías que es hijo de Ludwig Meyer? ¿No te informó que está cursando el tercer año en la Facultad de Derecho?”

      Ritter señaló la fotografía de Hitler que se encontraba colgada en una de las paredes.

      “Estamos al borde de la guerra y no podemos tratar con la punta del pie a nuestros mejores hombres. ¿Cien marcos al mes por escarbar en las inmundicias del archivo?”

      Kruger tardó unos segundos en responder.

      “Hugo, te lo juro, es una cosa temporal. Yo mismo le dije al muchacho que le iba a dar algo más interesante a la primera oportunidad.”

      “Así es —dijo Meyer— le suplico que me perdone, pero el capitán no me dio a elegir.”

      “Cállate” dijo Ritter, y señaló a Kruger con un dedo calibre 45.

      “En este momento, sin excusa ni pretexto, das de alta a Bruno como asistente de tu seguro servidor y le asignas el salario y los beneficios correspondientes. No se te ocurra mencionar el asunto con el subdirector general, porque yo mismo le voy a informar del movimiento y de la torpeza con que estás manejando esta